Cada uno de nosotros, al nacer, tiene un destino. En la medida que, vamos siendo conscientes de nosotros mismos, también nos vamos dando cuenta que nuestro destino es nuestra identidad. Nacimos para ser nosotros y no para cumplir las expectativas ajenas. La identidad es nuestra vocación y la vocación es el llamado que la vida nos hace para servirla con nuestros dones, talentos y aprendizajes. A cada uno, la vida lo va dotando de una fuerza para realizar la vocación; esta fuerza se llama carácter y se va forjando a través de cada una de las experiencias que nos ha tocado vivir. Sin carácter, nuestra vocación carece de fuerza y, no logra abrirse paso, en medio de un mundo que, a veces, puede ser hostil, cuando se trata de permitirnos ser nosotros mismos. Cuentan que en una carpintería hubo una extraña asamblea. Fue una reunión de herramientas para arreglar diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar, ya que se pasaba todo el tiempo haciendo ruidos. El martillo aceptó la culpa, pero pidió que fuera expulsado el tornillo, argumentando que había que darle demasiadas vueltas para que sirviera. El tornillo aceptó el ataque, pero exigió la expulsión de la lija. Señaló que era áspera en su trato y tenía fricciones con los demás. Y la lija estuvo de acuerdo, pero exigió que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás como si él fuera perfecto. En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició la tarea. Utilizó el martillo, la lija, el metro, y el tornillo. Finalmente, la tosca de madera se convirtió en un hermoso mueble. Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación. Fue entonces cuando el serrucho dijo: Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso nos hace valiosos. Así que no pensemos en nuestras fallas y concentrémonos en la utilidad de nuestros méritos. La asamblea pudo ver entonces que el martillo es fuerte, el tornillo une, la lija pule asperezas y el metro es preciso. Se vieron como un equipo capaz de producir muebles de calidad. Esta nueva mirada los hizo sentir orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
Muchos pierden contacto consigo mismos, dejan a un lado su vocación, porque los acontecimientos que han rodeado su vida terminan diluyendo su identidad. Nada hay más nocivo para el crecimiento interior que perderse en las falsas percepciones e interpretaciones de lo que nos ha sucedido en la relación con los padres y con los demás miembros de nuestro sistema familiar. Aquellos patrones de conducta que se repiten, no sólo forman nuestra constelación familiar, también se convierten en los guías que nos mantienen desconectados de lo que es real y verdadero en el corazón de cada uno. Algunas almas se pierden en el laberinto de la desconexión. Estas almas piensan que lo que el mundo hace o deja de hacer, dice o deja de decir, está relacionado con ellas. Pensando de esta forma, se extrapola la belleza de la vida y sólo queda el remanente de la pobreza espiritual. Sometidos a esta oscuridad, todo lo que sucede se interpreta como una acción en contra de sí mismo. El resultado es una acumulación de sufrimiento y una tristeza que, va transformándose en deseos de abandonar esta vida porque se ha vuelto insoportable. El mayor peligro que el alma o la psique pueden correr se presenta cuando los complejos, las falsas creencias, las definiciones erráticas sobre la identidad se convierten en el mundo propio. Sobregeneralizar las experiencias, especialmente las dolorosas, se convierte en una trampa para el alma. Al caer en ella, nos vemos envueltos en dinámicas que nos restan libertad emocional. Así, es como llegamos a los roles familiares de la matriarca severa, el niño acobardado, el hombre furtivo, el victimario inocente, etc. Atrapados en estos personajes, vamos por la vida creyendo que nuestro destino es el abandono, la injusticia, la humillación, etc. El trabajo interior permite que conectemos con el dolor, las imágenes y las distorsiones que nos habitan y podamos no sólo hacer consciencia de ellas, sino transformarlas, convertirlas en fuente de vida y, en camino hacia nuestro destino y realización de nuestra vocación. En el laberinto de la desconexión, algunos tienden a esconderse; otros, a vivir protegiéndose. Algunos más, se pasan la vida silenciándose y evadiéndose. Todos sin excepción, a través de estas conductas, terminan activando el guión a través del cual escenifican su frustración, su amargura y su infelicidad. ¿Quién puede estar a salvo y sentirse seguro en un mundo que no solo es percibido como hostil sino que se convirtió en un lugar donde no es posible expresarse ni realizar la propia identidad? En la medida que, transformamos nuestros guiones, logramos construir una vida totalmente diferente. Para lograrlo, es necesario, abrir el corazón y permitir que la vida en su silencio nos hable. La espiritualidad, a través de la consciencia reflexiva, nos ofrece el camino para volver a ser nosotros mismos, para conectar con lo que es realmente fundamental para nuestra existencia y para el desarrollo pleno de nuestra vocación. La espiritualidad cristiana, al ofrecernos el Evangelio, también nos regala la posibilidad de un encuentro interior con Cristo, imagen del ser humano que, a través de una entrega generosa y honesta a su vocación, termina revelándonos el fin último de nuestra humanidad. Al respecto, dice Thomas Merton: “Para vivir en Cristo, primero hemos de desprendernos de esa huida lineal hacia la nada y recuperar el ritmo y el orden de la naturaleza real del hombre”. A través del silencio, la meditación y la contemplación de Cristo llegamos al descubrimiento de las imágenes que nos paralizan, estancan y hacen perder el rumbo. Una vez que, vamos deconstruyendo las imágenes que nos habitan, podemos ir reconstruyendo la relación auténtica con nosotros y con Dios mismo. En una Carta a Pablo Antonio Cuadra, Thomas Merton escribe: “Creo que no debemos sentirnos muy seguros de haber hallado a Cristo en nosotros mismos hasta que no lo hallemos además en el sector de la humanidad más remoto del nuestro. A Cristo no se lo encuentra en altisonantes y pomposas declaraciones sino en el diálogo humilde y fraterno. Se encuentra menos en una verdad impuesta que en una verdad compartida”. Todo cuanto nos acerca a Cristo termina revelándonos la verdad sobre nosotros mismos y sobre nuestra vocación. Toda la naturaleza es un anhelo de servicio. Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco. Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú. Sé el que aparta la piedra del camino, el odio entre los corazones y las dificultades del problema. Hay la alegría de ser sano y la de ser justo, pero hay, sobre todo, la hermosa, la inmensa alegría de servir. Qué triste sería el mundo si todo estuviera hecho, si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender. Que no te llamen solamente los trabajos fáciles ¡Es tan bello hacer lo que otros esquivan! Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito con los grandes trabajos; hay pequeños servicios que son buenos servicios: ordenar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña. Aquel que critica, este es el que destruye, tú sé el que sirve. El servir no es faena de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve. Pudiera llamarse así: El que sirve. Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre? (Gabriela Mistral)Francisco Carmona
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