Nos cuenta el evangelio de Marcos que, “los discípulos subieron a una barca en compañía de Jesús. De pronto, se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús, mientras tanto, dormía. Los discípulos se llenaron de miedo. Lo despertaron y le dijeron: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos? Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: ¡Cállate, enmudece! Entonces, el viento cesó y sobrevino una gran calma”. Mirza Deras, religiosa de la asunción, dice: “La tempestad simboliza las pruebas y tribulaciones que enfrentamos, cuando los vientos de la adversidad soplan con fuerza, nuestra fe es puesta a prueba, y es en esos momentos, cuando debemos recordar que Jesús tiene el poder de calmar cualquier tormenta”. En medio de la dificultad, muchos creen que han sido abandonados por Dios. No es así, las crisis son los momentos en los que podemos ver y leer nuestra vida sin miedos, apartados de las falsas creencias y aferrados a la convicción y confianza de que, en la construcción del sentido de la vida y de nuestros sueños, no es Dios, sino nosotros, los únicos responsables. Dios nos acompaña pero, no nos sustituye.
La vida interior es, sin lugar a duda, una tarea permanente para quien desea vivir en la presencia de Dios, conectado consigo mismo, siendo consciente y haciéndose responsable del llamado que la que vida hace a realizar coherente e íntegramente la identidad, el carácter y la vocación. En este proceso, muchos descuidamos la responsabilidad y la tarea de aprender a ver la vida como es y, a responder creativamente a los desafíos que nos presenta, siendo capaces de darle valor a cada cosa, a cada experiencia, a cada persona porque en todo brilla y resplandece la belleza divina que crea y recrea en el amor todas las cosas. Cuando los vientos que soplan en la vida son contrarios a la dirección que le queremos dar, es el momento oportuno para preguntarnos: ¿En quién hemos puesto la confianza? En varias ocasiones, he visto que el miedo nace de la distorsión del pensamiento y de la confusión del corazón. También he visto que, cuando dejamos que el corazón se purifique, suelte todo aquello que lo embota entonces, puede entrar en contacto con Dios. Cuando nos permitimos razonar adecuadamente, dejando que sea el Espíritu Santo quien nos guíe, logramos que los pensamientos coincidan con los pensamientos de Dios. En medio de la tormenta, los discípulos hablan a Jesús. Lo hacen desde su angustia porque saben que van a ser escuchados. Esta es la oración de súplica. Nos enseña el Papa Francisco: “Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar la ruta. La fe comienza por el creer que no nos bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios”. Cuando Marcos cuenta la historia de Jesús calmando la tempestad también nos quiere revelar que, Dios a través de Jesús vence el mal, todo aquello que agita nuestra alma y la hace temer lo peor, la muerte. Dios nunca nos deja solos cuando nuestra realidad psíquica, moral y espiritual amenaza con ser destruida. Al contrario, su Palabra se ofrece como consuelo, como luz y como refugio. Nada de lo que es puesto bajo la mirada misericordiosa de Dios cae en el vacío o se pierde; al contrario, es rescatado y, si es necesario, restaurado. En momentos de angustia, conviene recordar las palabras de San Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”. Cuando las cosas se ponen difíciles, el miedo puede llegar a convertirse en nuestro peor enemigo. De nuevo, dice el Papa Francisco: “Los discípulos se habían dejado llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así: ¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento de la necesidad!” En medio de la dificultad, conviene recordar que, nos podemos abandonar confiadamente en las manos de Dios, porque sabemos que El, en todo momento nos ama y, como el guardián de Israel, no duerme hasta ponernos a salvo. En las intemperies de nuestra existencia, cuando la noche cae, el camino se vuelve incierto y las dudas toman la palabra. En los giros de la vida, cuando el fracaso es posibilidad, el miedo llama a la puerta y la inseguridad es compañera. En la crueldad del azar, cuando llega la enfermedad, la soledad lanza su grito y la muerte merodea. En las encrucijadas del futuro cuando avanza la tormenta, no hay tierra a la vista y el mal anda cerca. Ahí estás Tú, en lo escondido, sosteniendo el barco, llevándonos donde sólo sabes Tu. Ahí estás Tú, en lo profundo, hacia un mañana que será bueno, sencillamente porque proviene de ti. Ahí estás Tu, en lo desconocido, cogiéndonos de la mano, hacia la tierra prometida (Álvaro Lobo sj)Francisco Carmona
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