No hay nada más peligroso que, un ser humano anclado en su manera distorsionada de ver la vida y concebir las relaciones. Siempre tengo presente la sentencia de los ejercicios ignacianos: “El mal cabalga sobre nuestras heridas afectivas”. Aquello que no se resuelve en el corazón termina encegueciéndonos, nublando la consciencia y arrastrándonos sin reversa hacia el mal. Una mirada distorsionada de la vida es el signo más evidente de que, el miedo es el que gobierna nuestra vida y no lo es el amor. Gordon Allport define como personalidad a la forma cómo está organiza nuestra vida, a partir de un evento que la impacta y, ante el cual no tenemos la capacidad de responder asertivamente. A esa organización es a la que llamamos constelación. En otras palabras, la constelación es nuestra respuesta ante lo que ocurre en la vida. Para que una constelación se disuelva y, podamos organizar la vida de una manera diferente, es necesario asentir a la vida.
Un arroyo, desde su nacimiento en las lejanas montañas, después de atravesar todo tipo de paisajes, alcanzó por fin las arenas del desierto. Igual que había cruzado todas las demás barreras, el arroyo trató también de cruzar esta, pero se encontró que en cuanto se adentraba en la arena, sus aguas desaparecían. Sin embargo, estaba convencido de que su destino era cruzar ese desierto, y de que a la vez no había manera de cruzarlo. Entonces una voz oculta, que salía del mismo desierto, le susurró: El viento cruza el desierto, e igualmente puede hacerlo el arroyo. El arroyo objetó que estaba arremetiendo contra la arena, pero que sólo estaba siendo absorbido; que el viento podía volar y que gracias a esto podía atravesar el desierto. Arremetiendo de tu manera habitual no podrás atravesarlo. Desaparecerás o te convertirás en una marisma. Debes dejar que el viento te lleve a tu destino. ¿Pero cómo puede esto suceder? Dejando que el viento te absorba. Esta idea no era aceptable para el arroyo. Después de todo, nunca antes había sido absorbido. No quería perder su individualidad, y una vez que la hubiese perdido, ¿cómo iba a saber que podría volver a recuperarla? El viento, dijo la arena, cumple esa función. Evapora el agua, la transporta a través del desierto, y después la vuelve a dejar caer. Al caer en forma de lluvia, el agua se vuelve a convertir en un río ¿Cómo puedo saber que esto es verdad? Así es, y si no me crees, no podrás convertirte más que en un cenagal, e incluso eso te costará muchos, muchos años; e indudablemente no es lo mismo que un arroyo. ¿Pero, no puedo seguir siendo el mismo arroyo que soy hoy? No puedes seguir así en ningún de los casos, dijo el susurro. Tu parte esencial es transportada y vuelve a formar un arroyo. Tú recibes el nombre que tienes, incluso hoy, porque no sabes qué parte de ti es la esencial. Cuando el arroyo escucho esto, comenzó a resonar un cierto eco en sus pensamientos. Débilmente, recordó un estado en el cual él - ¿o era una parte de él? - había sido sostenido en los brazos del viento. También recordó - ¿lo recordó? - que esto era lo que realmente había que hacer, aunque no necesariamente lo más obvio. Y el arroyo hizo ascender su vapor hacia los acogedores brazos del viento, que suavemente y con facilidad le llevaron hacia arriba y a lo lejos, dejándole caer suavemente en cuanto alcanzó la cima de la montaña, muchos, muchos kilómetros más allá. Y como había abrigado sus dudas, el arroyo fue capaz de recordar y grabar con más fuerza en su mente los detalles de la experiencia. Él reflexionó. Sí, ahora he conocido mi verdadera identidad. El arroyo estaba aprendiendo. Pero las arenas susurraron: Nosotras lo sabemos, porque lo vemos suceder un día tras otro y porque nosotras, las arenas, nos extendemos desde la orilla del río por todo el camino hasta la montaña. Y por eso se dice que el camino por el que el arroyo de la vida tiene que continuar su viaje, está escrito en las arenas Donde hay temor, también hay un gran dolor que, por más que nos esforzamos, no logramos soltar o resolver. No todo dolor nos tiraniza. El dolor que nos atrapa, es el que surge de una experiencia percibida por nosotros como una gran injusticia. Por el camino que conduce de Jerusalén a Emaús, el primer día de la semana, transitan dos discípulos de Jesús que van discutiendo sobre lo que aconteció hace ya tres días. A ambos, los acompaña la desilusión. ¿Cómo puede ser qué, un hombre acompañado de signos y palabras que parecían venir del mismo Dios, tenga un fin como el que tuvo Jesús? Acaso, ¿puede haber mayor injusticia? El Papa Francisco, nos recuerda: “El Señor dice a Pablo: no tengas miedo; sigue hablando. El miedo no es una actitud cristiana, sino una actitud, podemos decir, de un alma encarcelada, sin libertad, que no tiene libertad de mirar adelante, de crear algo, de hacer el bien. El miedo siempre dice: ¡No, está este peligro, está este otro y ese otro! … ¡Qué lástima, el miedo hace mal! El miedo tiene la función de protegernos. Gracias al miedo, podemos actuar con prudencia y cuidarnos. Cuando el miedo se vuelve una afección desordenada y, este es un efecto del dolor percibido como una injusticia, entonces termina paralizándonos, impidiéndonos vivir con alegría, con libertad, con generosidad. Jesús se acerca a los discípulos que van comentando lo que sucedió en Jerusalén. Poco a poco, a través de la explicación de las Escrituras, les ayuda a comprender que, todo lo que sucedió hacía parte del destino de Jesús. Al final, los discípulos, lo reconocen en la fracción del pan y, su corazón deja el miedo atrás y, conecta con la alegría. El resucitado, continuamente invita a sus discípulos para que dejen a un lado los sentimientos de injusticia y negatividad que nos atan a los eventos dolorosos y, en consecuencia, nos impiden fluir, sentirnos plenos, satisfechos con la vida. Una es la alegría que nos ofrece el mundo y, otra, muy diferente, la que nos ofrece el Resucitado. De nuevo, cito al Papa Francisco: “La alegría cristiana no es una simple diversión, no es una alegría pasajera. Más bien, la alegría cristiana es un don del Espíritu Santo: es tener el corazón siempre alegre porque el Señor ha vencido, el Señor reina, el Señor está a la derecha del Padre, el Señor me miró a mí, me envió, me dio su gracia y me hizo hijo del Padre. He aquí lo que de verdad es la alegría cristiana. Un cristiano, por lo tanto, vive en la alegría”. La alegría cristiana dista mucho de sentir gusto por vencer a un enemigo, por desquitarse de una ofensa o, por haber equilibrado las cargas ante una injusticia. La verdadera alegría dista mucho de todo lo anterior. La verdadera alegría consiste, en vencernos a nosotros mismos, a nuestras percepciones equivocadas de la vida, para entregarnos de lleno a amar y servir. Hawk Moth se alegra cuando se apodera del corazón de los débiles y los convierte en sus aliados para destruir la vida de quienes están a su alrededor. Una alegría que termina cuando la gente se conecta son sus Kwamis, con su bondad interior, con la compasión, con la creatividad, etc. Por muchos esfuerzos que, algunos hacen por amargarle la vida a otros, por desconectarlos de sí mismos, la bondad, la compasión y la ternura siempre se cuelan por cualquier agujero y, terminan destruyendo la oscuridad porque la iluminan y la trascienden. Hawk Moth siempre está destinado a ser vencido. El dolor nunca es la última palabra en la existencia humana y, menos aún, en el corazón nuestro. En la espiritualidad cristiana, siempre cargada de sentido, nos hemos venido preparando para Pentecostés. El Resucitado ha preparado a la comunidad para que, vivan cada día según su Espíritu; es decir en el AMOR. Jesús sabe que el amor siempre está amenazado y, por eso nos dice que, ora siempre por nosotros para que, nunca desfallezcamos en medio de la adversidad o los momentos más difíciles, donde el dolor parecer ser el amo y señor de la vida. Nos recuerda el Papa Francisco: “Jesús ora por nosotros ante el Padre. Siempre me ha gustado esto: Jesús tuvo un cuerpo hermoso en su Resurrección. Las heridas de la flagelación, de las espinas, han desaparecido, todas ellas. Los moretones de los golpes han desaparecido. Pero Él siempre quiso tener las heridas. Y las heridas son precisamente su oración de intercesión ante el Padre. Mira, te lo pide en mi nombre, mira. Esta es la noticia que nos cuenta Jesús. Nos dice esta novedad: confiar en su Pasión, confiar en su victoria sobre la muerte, confiar en sus llagas. Él es el sacerdote de este sacrificio, de sus llagas. Y esto nos da confianza, nos da valor para orar. La oración al padre en el nombre de Jesús nos saca de nosotros mismos. La oración que nos aburre está siempre dentro de nosotros mismos, es como un pensamiento que va y viene. Pero la verdadera oración, salir de nosotros mismos hacia el Padre en el nombre de Jesús, es un Éxodo de nosotros mismos. Si no somos capaces de salir de nosotros mismos hacia nuestro hermano necesitado, hacia los enfermos, los ignorantes, los pobres, los explotados, si no somos capaces de salir de nosotros mismos hacia esas heridas, nunca aprenderemos la libertad que nos da. Jesús nos enseña que hay dos salidas de nosotros mismos: una hacia las llagas de Jesús, la otra hacia las llagas de nuestros hermanos. Y este es el camino que Jesús quiere en nuestra oración”. ¡Ánimo a los desanimados! Valor a los asustados. Resistencia a los zarandeados. Amor a los desabrazados. Paciencia a los urgidos. Abrazo a los desolados. Coraje, ante tanta tormenta sin techo, ante tanto misterio, ante la vida problemática y la muerte, prematura siempre, pero a veces más. Alegría a los entristecidos. Amistad a los abandonados. Libertad a los encadenados. Sanación a los entumecidos. Comunión, ante tanta alambrada hostil, tanto puente caído y tanto silencio hiriente, ante tanto desencuentro clavado en memoria y entraña. En el mundo tendréis tribulación, pero ánimo, yo he vencido al mundo (José María R. Olaizola, SJ)Francisco Carmona
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