Una vez, un rey de un país no muy lejano reunió a los sabios de su corte y les dijo: He mandado hacer un precioso anillo con un diamante, con uno de los mejores orfebres de la zona. Quiero guardar, oculto dentro del anillo, algunas palabras que puedan ayudarme en los momentos difíciles. Un mensaje al que yo pueda acudir en momentos de desesperación total. Me gustaría que ese mensaje ayude en el futuro a mis herederos y a los hijos de mis herederos. Tiene que ser pequeño, de tal forma que quepa debajo del diamante de mi anillo. Todos aquellos que escucharon los deseos del rey, eran grandes sabios, eruditos que podían haber escrito grandes tratados… pero ¿pensar un mensaje que contuviera dos o tres palabras y que cupiera debajo de un diamante de un anillo? Muy difícil. Igualmente pensaron, y buscaron en sus libros de filosofía por muchas horas, sin encontrar nada en que ajustara a los deseos del poderoso rey. El rey tenía muy próximo a él, un sirviente muy querido. Este hombre, que había sido también sirviente de su padre, y había cuidado de él cuando su madre había muerto, era tratado como la familia y gozaba del respeto de todos. El rey, por esos motivos, también lo consultó. Y éste le dijo: No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje ¿Como lo sabes preguntó el rey? Durante mi larga vida en Palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una oportunidad me encontré con un maestro. Era un invitado de tu padre, y yo estuve a su servicio. Cuando nos dejó, yo lo acompañe hasta la puerta para despedirlo y como gesto de agradecimiento me dio este mensaje. En ese momento, el anciano escribió en un diminuto papel el mencionado mensaje. Lo dobló y se lo entregó al rey. Pero no lo leas, dijo. Mantenlo guardado en el anillo. Ábrelo sólo cuando no encuentres salida en una situación. Ese momento no tardó en llegar, el país fue invadido y su reino se vio amenazado. Estaba huyendo a caballo para salvar su vida, mientras sus enemigos lo perseguían. Estaba solo, y los perseguidores eran numerosos. En un momento, llegó a un lugar donde el camino se acababa, y frente a él había un precipicio y un profundo valle. Caer por él, sería fatal. No podía volver atrás, porque el enemigo le cerraba el camino. Podía escuchar el trote de los caballos, las voces, la proximidad del enemigo. Fue entonces cuando recordó lo del anillo. Sacó el papel, lo abrió y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso para el momento… Simplemente decía ESTO TAMBIÉN PASARÁ. En ese momento, fue consciente que se cernía sobre él, un gran silencio. Los enemigos que lo perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino. Pero lo cierto es que lo rodeó un inmenso silencio. Ya no se sentía el trotar de los caballos.
El rey se sintió profundamente agradecido al sirviente y al maestro desconocido. Esas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a guardarlo en el anillo, reunió nuevamente su ejército y reconquistó su reinado. El día de la victoria, en la ciudad hubo una gran celebración con música y baile…y el rey se sentía muy orgulloso de sí mismo. En ese momento, nuevamente el anciano estaba a su lado y le dijo: Apreciado rey, ha llegado el momento de que leas nuevamente el mensaje del anillo. ¿Qué quieres decir?, preguntó el rey. Ahora estoy viviendo una situación de euforia y alegría, las personas celebran mi retorno, hemos vencido al enemigo. ¡Escucha!, dijo el anciano. Este mensaje no es solamente para situaciones desesperadas, también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando te sientes derrotado, también lo es para cuando te sientas victorioso. No es sólo para cuando eres el último, sino también para cuando eres el primero. El rey abrió el anillo y leyó el mensaje… ESTO TAMBIÉN PASARÁ. Y, nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba. Pero el orgullo, el ego había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Lo malo era tan transitorio como lo bueno. Entonces el anciano le dijo: Recuerda que todo pasa. Ningún acontecimiento ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche; hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas. Los griegos, llamaban telos a la finalidad para la que algo ha sido creado. Muchos, pensaban que para encontrar la felicidad era necesario encontrar el propósito de la existencia. En nuestro afán de reconocimiento, aprobación, aceptación y valoración, con facilidad, podemos adoptar una forma de ser que, aunque vaya en contravía de lo que somos realmente, nos hace sentir que tenemos un propósito, un lugar entre las demás personas y en la sociedad. El verdadero propósito de la vida es ser nosotros mismos, todo lo demás, es un autoengaño. Muchos tienen una personalidad muy débil. En lugar de trabajar en fortalecerse; la mayoría de las personas, optan por esconderse. En el silencio, en la evasión, en la huida creen estar a salvo. No se dan cuenta que, su vulnerabilidad y fragilidad aumentan. De esta manera, el guión arcaico sobre el que hemos estado construyendo la vida, valemos si somos admirados y reconocidos por todos, se activa y escenifica en cada decisión de ocultarnos, de escondernos, de encerrarnos en nosotros mismos. Así, es como permanecemos frustrados, infelices, desvalorizados, y culpables. Actuando en contra de nuestras convicciones más profundas, lo único que logramos es que las conductas autodestructivas permanezcan. Impresiona ver, cómo las programaciones arcaicas se activan con cada decisión nuestra de rechazar, esconder o huir de lo que sentimos que nos hace daño y deshumaniza. Terminamos viviendo aquello que tanto tememos. Es decir, quien teme ser invadido, termina invadido. Quien teme el rechazo, termina rechazado. Quien teme ser abandonado, termina siendo abandonado. En estos casos, el miedo, en lugar de protegernos, nos deja expuestos, frágiles y, sumamente vulnerables. Lo que no se trabaja, permanece y, hunde sus dañinas raíces en el alma, hasta que llega a convertirse en arbusto, florecer y dar fruto. El verdadero crecimiento no se da huyendo de nuestra realidad. Está bien que, durante unos cuantos años, hayamos dedicado nuestra vida a satisfacer las demandas externas, las que se alimentan de las expectativas de los demás sobre nosotros y sobre nuestro futuro. Pero, llega un momento, en el que sostener la máscara se hace imposible y no tenemos más remedio que, volvernos hacia nosotros mismos, acogernos, reconciliarnos y, darnos el permiso para ser nosotros y dar los frutos que nos corresponden, los auténticos y verdaderos. La vida nos da permiso para vivir desconectados de nosotros mismos un tiempo. Cuando el tiempo del beneplácito se agota, es necesario tener la valentía, como el joven de la parábola del padre misericordioso, y regresar a casa para reconstruir nuestra verdadera identidad. Ese momento, el regreso a nuestra verdadera identidad, a nuestro verdadero Self, conviene que deje de estar marcado por el afán de espectacularidad o por llamar la atención. Ahora, es el momento de vivir y de actuar desde convicciones profundas, conscientes. Es necesario vivir, no como el ser humano que se ha distanciado de sí mismo y, se apegó al mundo, sino como la persona que, decidió tomar su cruz, perderse al afán de prestigio para ganarse a sí misma, como aquella que conecta con la divinidad y deja que ésta se manifieste en su vida, en sus actos y en sus decisiones. Nadie va al encuentro de sí mismo sino tiene un espacio, un tiempo, de soledad. Ahí, es donde es posible vernos como realmente somos. En la soledad, el silencio y la contemplación, suele emerger el ser que realmente somos. Al respecto, Thomas Merton, en uno de sus diarios, escribe: “De entre todos los hombres, el solitario es el que menos sabe hacia dónde va, y sin embargo goza de mayor seguridad, porque hay una cosa de la que no puede dudar: que él camina hacia donde Dios lo está conduciendo. Por esto precisamente no conoce él mismo el camino. Y por eso, además, el camino es para la mayoría de los hombres algo así como un escándalo”. Joan Chittister escribe: “Lo que los maestros nos enseñan mientras viven es una cosa, la naturaleza de lo que nos dejan para que pensemos sobre ello el resto de nuestra vida es otra”. Sí queremos reunir lo que está separado, no se trata de imponer una división sobre la otra. Esta es una forma poco cristiana de proceder. No es dándole fuerza a una parte del ser e intentando debilitar otra, la que menos agrada a la imagen, como crecemos. El camino es el de la integración de los opuestos y de la trascendencia de éstos en Cristo. Los místicos nos enseñan que, el amor une todo y, lo que une, también lo transforma. La gran finalidad de la vida consiste en ser nosotros mismos y en permitirnos expresarnos reconociendo que, todo lo que somos hace parte, tanto la luz como la oscuridad, la fortaleza como la debilidad, el amor como la impotencia. Tengamos presente que, la vida nos recuerda: todo pasa, sólo el cielo permanece. Además, todo lo que está en las manos de la divinidad alcanza su propósito auténtico. Nos llamas a permanecer en Ti, a buscarte en el lago de nuestro ser donde abunda el agua y las cosas arden a su tiempo. Vuelve ahí donde se ofrecen la mano, la vid y el sarmiento, acariciándose, reconociéndose de nuevo. La podadera más eficaz es la sonrisa de Dios. ¿Qué serías tú solo? ¿Qué serías tu sola, separada de Él? Te descubrirías seco y sin fruto, seca y sin fruto: triste adoquín. Pero mira: sus pies ya están pisando tu uva. La alegría ríe en tus piernas y en tus brazos, pequeño sarmiento. Y tus venas, ebrias de vino, están anunciando al mundo, abiertas, que Dios está vivo (Carlos Maza, sj)Francisco Carmona
0 Comentarios
Dejar una respuesta. |
Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
Visita los canales de podcast en la plataforma de spotify y reproduce todos los episodios.
Haz parte de nuestro grupo de suscriptores y recibe en tu WhatsApp la reflexión diaria.
Escanea o haz clic en el siguiente enlace
Filtrar Contenido
Todos
|