El 27 de enero de 1978, asistí a una ordenación sacerdotal. Era la primera vez que presenciaba un rito de tal magnitud. Dos cosas, llamaron profundamente mi atención. La primera, antes de ser ordenado, el candidato se acuesta en el suelo, mientras los asistentes oran y piden a los santos que intercedan por quien va a ser consagrado sacerdote. Se atribuye al Santo cura de Ars la siguiente expresión: “me postro siendo pecador y, me levantó sacerdote para siempre”. Al parecer, sólo quien es capaz de descender a las profundidades de su propia miseria, por decirlo de alguna manera, es capaz de levantarse transformado para ser el reflejo de una vida en comunión con Cristo. Maestro, ¿podrías revelarme el Secreto de Oro para alcanzar la excelencia? Ten paciencia, contestó el Maestro. A los pocos meses el alumno volvió a preguntar: ¿Ahora, ya puedes revelarme el Secreto de Oro? Paciencia, hijo, paciencia. Después de un largo tiempo, el alumno insistió por enésima ocasión: Apreciable maestro, siempre he sido tu discípulo más fiel, el más disciplinado, creo que es tiempo que me reveles el Secreto de Oro. Ten paciencia, volvió a contestar el Maestro. ¡No, no es justo!, Vociferó el alumno. Soy tu discípulo más viejo y se me ha agotado la paciencia, por eso te exijo que me reveles el Secreto de Oro ahora mismo. Ten Paciencia, contestó el Maestro tranquilamente otra vez. El alumno resignado a pensar que su Maestro nunca le revelaría el Secreto de Oro decidió abandonar los estudios de sabiduría sin saber que su Maestro le había revelado desde un principio la clave: Paciencia. Tener paciencia, ese es el Secreto de Oro.
En el credo de la Iglesia católica se reza: “Descendió a los infiernos y, al tercer día, resucitó de entre los muertos”. La muerte en la Cruz, donde el Yo desaparece, es la puerta de entrada al mundo donde yacen los que guardan la esperanza de ver, en medio de la oscuridad, la luz que los rescata, de una vez y para siempre. Jesús, después de entregar su vida y, su último aliento a Dios aún tiene una última tarea que realizar: descender al lugar de los que han muerto sin esperanza, viendo como desperdiciaron la única oportunidad de vivir, para iluminar, llenar de sentido, todo aquello que parece estar condenado para siempre al vacío y, al absurdo. La segunda cosa, que llamó mi atención, fue la oración por el nuevo sacerdote. Todos, sin excepción, piden a Dios que cuide del corazón del sacerdote, para que él, pueda cuidar y acompañar el corazón de la comunidad que se le confía. El sacerdote actúa en el nombre de Cristo, está invitado a ser Cristo para quienes están bajo su cuidado pastoral. El amor de Cristo se vuelve el centro del alma del sacerdote. El Core del sacerdote es la caridad de Cristo. La vida del sacerdote es valiosa en la medida que, es capaz de abrasar por donde pasa, las realidades humanas que le son confiadas, con el fuego del amor que Cristo vino a traer. Para ese momento, la vida del sacerdote era presentada como una vida que valía la pena ser vivida y abrazada en toda su integridad. A los doce años, sentí que, vivir tenía que ser algo que valiera la pena. A mi parecer, no hay nada más doloroso que una vida desperdiciada, entregada a la ambición, al afán de poder, a la acumulación desmedida de dinero o sumida en la adicción al alcohol, al sexo o, a la droga. Hoy, son presentadas como valiosas otro tipo de vidas. El deseo de vivir auténticamente sigue estando presente; es una fuerza que nunca desaparece. En la medida que, nos esforzamos por darle sentido a nuestra vida, por ser nosotros mismos, Dios se manifiesta en nuestra identidad. Thomas Merton, en carta a Antonio Cuadra, escribe: “Las tiranías y las compulsiones bajo las cuales vivimos en estos días son una afrenta moral para el hombre, la imagen de Dios. Y se está volviendo cada vez más claro que nuestra obligación moral fundamental es resistir la complicidad y la sumisión a cualquier poder abusivo, ya sea físico, moral o espiritual”. Mientras no encontremos la imagen que se adecue a nuestra identidad interna, difícilmente, podremos sentirnos libres frente a las diferentes manifestaciones de la tiranía del vacío. Vivir una vida que, realmente, valga la pena fue una fuerza que despertó en mi interior durante la ordenación sacerdotal a la que asistí, casi que accidentalmente. Desde hace muchos años, he tenido un interés especial por la cura de almas. Al principio, pensé que podía realizar ese interés o vocación específica en el sacerdocio. Con el tiempo, fui descubriendo que la imagen del psicólogo se adecuaba más a la imagen interna que hay en mi interior sobre mi destino y, que, a su vez, es la expresión más exacta del Sí-mismo. Entendí, en los ejercicios ignacianos que, el mal cabalga sobre nuestras heridas, También que, espiritualidad y psicología integradas ayudan al ser humano para que viva reconciliado Dios, a quien elige servir, antes que al mal. Gabriel Magalhaes, sacerdote, cita los siguientes versos de Jorge Luis Borges en su libro “Como un espejo”: “Dios invento las formas del espejo para que el hombre se sienta que es reflejo”. Muchos afirman que, los espejos son la puerta de entrada a nuestra interioridad. Lo que comienza con una mirada sobre el rostro, se convierte, lentamente, en una reflexión que trasciende lo que ven los ojos y termina en lo que hay en el corazón. Aquello que vemos en los otros, también termina siendo reflejo de lo que estamos llamados a vivir o no logramos resolver adecuada y asertivamente. En aquella ordenación, como en un espejo, vi el llamado de la vida. El apóstol Santiago (1, 23-24) escribe: “Si alguien escucha la Palabra y no la pone en práctica, se parece al hombre que contempla su rostro en un espejo: se contempla, pero, yéndose, se olvida de cómo es”. En la escucha de la Palabra, en la contemplación de Cristo, podemos vernos a nosotros mismos como si estuviéramos frente a un espejo. Ambas, Palabra y Contemplación, tienen la fuerza de invitarnos a ir hacia las profundidades de nuestro corazón para encontrarnos con el ser interior que habita allí y, traerlo a la vida cotidiana para que se manifieste y, su luz alumbre a todos, como la lampara que se pone en el centro de una casa sin luz. Un día escogí ser reflejo sin sol, agua sin fuente, voz sin garganta y me perdí en mí. Tú me aguardaste, sol en tus ojos, agua en tus manos, voz en tu oído y me encontré en ti. Desde entonces, Tú me iluminas, Tú me fecundas, Tú me pronuncias y te encuentro en mí. Yo solo, ¿qué puedo ser? (Benjamín González Buelta, sj)Francisco Carmona
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