Hay dos emociones que, cuando nos desbordan, también nos akumatizan y, terminamos haciendo cosas absurdas que van en contra de la percepción que tenemos de nosotros mismos, de lo que deseamos vivir y realizar en la vida. Esas emociones son: la ira y el dolor. Cuando éstas se vuelven intensas, nos arrastran hacia el mal, hacemos mucho daño alrededor nuestro. Es más, la mayoría de la veces, creemos que estamos actuando correctamente y, cuando miramos alrededor, vemos el sufrimiento que causamos. Hace un par de días, en una serie de televisión, un hombre pierde a su esposa y queda con cuatro hijos pequeños. La desesperación que este hombre vive, alcanza niveles tan altos que, para sostener a sus hijos pequeños, termina vendiendo a otros niños a una red de prostitución infantil. Cuando el policía pregunta: ¿Por qué lo hiciste? Contesta: tenía que buscar la forma de salvar a mis hijos e impedir que murieran. Nunca pensé en los demás niños, sólo en los míos. Recordemos que, el mal somos nosotros cuando nos desbordamos por causa del dolor o de la ira. Álvaro Lobo escribe: “Hay quien mira la realidad desde su gran afición, y su punto de vista invade conversaciones y su historial de internet, y eso condiciona sus hábitos y buena parte de sus pensamientos. Otros miran el mundo desde las ideologías, y clasifican personas, problemas y noticias en función del color de una papeleta. Por supuesto que hay otros que lo hacen desde sus afectos, sus fobias y desde sus obsesiones, y barren para los suyos, y su mirada también será sesgada. Los cristianos tenemos, como el resto de mortales, esa misma mirada. Sin embargo, la que nos hace particulares es la mirada de la misericordia. Por algo el papa Francisco insiste en que la misericordia es la viga maestra sobre la que se apoya la Fe. Y esa mirada nos hace ver a las personas más allá de las etiquetas y de las categorías. Sabe reconocer que la dignidad humana tiene un valor infinito y se deja afectar tanto por el dolor propio como el ajeno.”
Había un viejo Sufí que se ganaba la vida vendiendo toda clase de baratijas. Parecía como si aquel hombre no tuviera entendimiento, porque la gente la pegaba muchas veces con monedas falsas que él aceptaba sin ninguna protesta, y otras veces afirmaban haberle pagado, cuando en realidad no lo habían hecho, y él aceptaba su palabra. Cuando le llegó la hora de morir, alzó sus ojos al cielo y dijo: ¡Oh, Alá! He aceptado de la gente muchas moneda falsas, pero ni una vez he juzgado a ninguna de esas personas en mi corazón, sino que daba por supuesto que no sabían lo que hacían. Yo también soy una falsa moneda. No me juzgues, por favor. Y se oyó una voz que decía: ¿Cómo es posible juzgar a alguien que no ha juzgado a los demás? Añadió el Maestro: Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente. En la mayoría de los conflictos familiares están presentes tanto el dolor como la ira. Si no les prestamos atención a estos dos sentimientos, la familia puede verse envuelta en un conflicto de gran magnitud. Es inevitable que, en la familia encontremos personas aferradas a lo que, en su momento, los padres no pudieron dar o no supieron como entregarlo adecuadamente. También encontramos a los que, al ver lo que otros hacen y, no sentirse amados, terminan arrastrados hacia el mal y explotando a los demás por ira. El alma familiar termina herida y enferma. Sabemos que el alma familiar está enferma porque, ante un conflicto, la exclusión y la arrogancia son las que tienen el primer lugar en las relaciones. La desvalorización entre los miembros de una familia muestra el grado de impotencia que se ha alcanzado en las relaciones. Donde el dolor se instala, también lo hace la distorsión del pensamiento. Un pensamiento distorsionado conecta, como se enseña en el Core, con el ser inferior. Es decir, con esa parte nuestra que, al actuar muestra su bajeza y capacidad destructiva. El ser inferior no teme mentir, calumniar, menospreciar y, permanecer como si nada hubiese pasado. El ser inferior siempre está pidiendo que nadie sepa lo que sucede. En psicología, se reconoce al abusador como aquel que, amenaza a sus víctimas diciéndoles que, les hará un daño mayor si cuentan lo que sucede. Ante la posibilidad de ser descubierto, el ser inferior se atribuye todo lo que se dice o se hace como un ataque contra él. En su esencia, el ser inferior es manipulador y su mirada sobre la realidad es distorsionada. Cuando la ira se instala, las personas actúan ciegamente. Son capaces de decir cosas sumamente destructivas. En Constelaciones encontramos a una mujer destruida interiormente por las palabras de su mamá que, la mayor parte del tiempo le decía: ¡Ojalá, cuando esté embarazada, su hijo sea un retrasado mental! Esas palabras sólo salen de un corazón profundamente dolido e iracundo. De un corazón que ama y está sano, ni por equivocación, saldrá un mensaje tan doloroso. Las personas enceguecidas hacen el mal y no se dan cuenta de lo que hacen. De ahí, la advertencia de san Pablo: “Cuídense de la ira porque el diablo, como león rugiente, busca a quien devorar” La espiritualidad invita a vigilar el corazón. Del corazón salen cosas que destruyen la vida, las relaciones y, la existencia misma. Un corazón centrado en las pérdidas, en lo que no funciono como se esperaba, en las expectativas no cumplidas, termina quedado expuesto a la ira y al dolor y, en consecuencia, al mal. Aquello que no hemos resuelto interiormente, termina manifestándose en el exterior, a pesar de nuestro interés y voluntad. Un corazón que se aparta de las corrientes de la vida, termina navegando en la corrientes de la muerte y de la destrucción. La reconciliación es la fuerza que restaura todo aquello que el dolor y la ira destruyen o amenazan. La mansedumbre es el camino que nos saca del dolor y la ira. Jesús dice: “Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos heredarán la tierra”. Ver a Dios significa encontrar la armonía en la vida. La mansedumbre se nota en la amabilidad en el trato hacia nosotros mismos y, hacia los demás. Aunque muchos puedan ver en la agresividad una virtud, también podemos decir que, cuando esta se desordena, en lugar de ayudarnos a conquistar las metas que nos propusimos, se convierte en un instrumento de la violencia y de la destrucción. La mansedumbre es la renuncia al ejercicio de la violencia porque se opta por la construcción de la paz. La mansedumbre nos recuerda que, atrae más una gota de miel, que un barril de vinagre. ¡Venid! –vocea el profeta– a la Plaza del Perdón. No os quedéis solos con el daño limpiando torpes la habitación. Huele ya el pan cocido impregnando cada rincón. Traed vuestras hojas secas y el vino que no maduró. Sentémonos debajo del árbol, y entablemos conversación: ¿Qué te pasó, Juanito? Pues que alguien me pegó y los dientes me chirrían sobre todo, cuando hace calor. ¿Por qué lloras, Anita? Pues que queriendo acariciar le di a una amiga un pescozón, y ahora me duelen las tripas más que la nieve a una flor. Vamos a mirarnos todos en la Plaza del Perdón. Pues no hay dolor de uno solo y pecado que no tengan dos. Pero cuando a otro mires, mira sobre todo a Dios. No vaya a ser que digas ebrio de vano furor: ¡Qué bueno que hago limosna y me pongo en oración! Vamos a mirarnos todos en la Plaza del Perdón. Pero da tus ojos solo a Aquel que la creó. Murió como un delincuente y así el delito aplastó (Carlos Maza, SJ)Francisco Carmona
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