Mateo (5, 14-16) cuenta que, en la Montaña, Jesús pronunció las siguientes palabras: “Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una montaña no puede esconderse. Tampoco se enciende una lámpara para cubrirla con una vasija. Por el contrario, se pone en el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben a su Padre que está en los cielos”. El mismo evangelista, en el capítulo 25 (24-25), nos cuenta que, un empleado recibió un talento. Su tarea era administrarlo. Cuando el patrón pidió cuentas, el empleado que recibió un solo talento respondió con las siguientes palabras: “ Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento. Mira, aquí tienes lo que es tuyo”. ¿Qué pasó en el corazón de este hombre que no logró hacer que su luz brillará? La respuesta la encontramos en el mismo texto: “¡Tuve miedo!” Había una joven que sentía pasión por la danza y practicaba sin cesar, soñando con que un día se convertiría en una gran profesional. Cada día anhelaba tener la oportunidad de mostrar su habilidad ante alguien que pudiera cambiar su destino. Un día se enteró de que el joven director del prestigioso ballet de un país de larga tradición en este arte se encontraba en su ciudad, en busca de nuevos talentos. La joven se apuntó con enorme ilusión y, llena de entusiasmo, dio varios pasos de baile en su presencia. Cuando terminó, le preguntó al director del ballet: ¿Qué le ha parecido? ¿Cree que tengo talento para convertirme en una estrella de la danza? El director la miró a los ojos y le dijo: Lo siento, tú no tienes ningún talento para la danza. La joven se alejó llorando y tiró sus zapatillas de baile a un cubo de basura en su camino de vuelta a casa. Los años pasaron y aquella mujer aceptó un trabajo sencillo para poder sobrevivir. Se casó y tuvo dos hijos. Un día, leyó en el periódico que aquel director que ella conoció años atrás había llegado con su prestigioso ballet para dar una función en su ciudad. Ella acudió entusiasmada y se emocionó al ver la belleza y elegancia con la que se movían las bailarinas. Al finalizar la función, y gracias a que conocía a uno de los empleados que trabajaba en el teatro, pudo acercarse a saludar al director. Buenas noches, usted no se acordará de mí, pero hace muchos años vino usted a esta misma ciudad en busca de jóvenes talentos. Sí, me acuerdo perfectamente, contestó el director. Yo quería ser una gran bailarina, pero renuncié a mi sueño porque usted me dijo que no tenía talento. Sí, eso se lo digo a todos. ¡Cómo que se lo dice a todos! Yo renuncié a mi carrera de bailarina porque creí lo que me decía. Naturalmente, replicó el director, la experiencia me dice que al final los que triunfan son los que dan más valor a lo que ellos creen de sí mismos que a lo que otros creen de ellos.
El miedo que nos paraliza toca las puertas de nuestra alma o de nuestro corazón, a través de una vocecita en el interior que nos dice: “¡El mundo es grande y Tú eres pequeño!” En respuesta a esa voz, todos comenzamos a desarrollar estrategias y patrones de conducta. Algunos, desarrollan patrones de evitación y sucumben ante la voz. Poco a poco, vamos considerando que, nuestra pequeñez, invisibilidad, nuestra falta de conexión con el poder que hay en nuestro interior, es voluntad de Otro; es decir, de Dios. Sin ser conscientes, convertimos al miedo en una divinidad, en un principio de autoridad que ordena y da estructura a la psique. En la medida que, nos acostumbramos a los patrones de conducta y a las estrategias de sobrevivencia, las vamos haciendo parte de nuestra identidad. La práctica cotidiana de las estrategias de sobrevivencia y de los patrones de conducta terminan convenciéndonos o haciéndonos creer que hacen parte de nuestro ser. Frente a estos patrones y estrategias vamos construyendo comportamientos compensatorios que van desde el control hasta la manipulación narcisista de los demás. Vamos perdiendo la libertad emocional y, cuando logramos reaccionar, nos vemos convertidos en personas que dependen afectivamente de la aprobación de los demás. Hay un momento, es inevitable que se presente, donde el alma comienza a protestar porque se siente anulada. En ese momento, surge en el alma un anhelo profundo de conexión con la Verdad de sí misma. Se comprende que, solo caminando en la verdad, se encuentra la libertad que permite al alma recuperar la luz y, de este modo, poder brillar ante los demás. Dice una oración atribuida a Nelson Mandela: “¡No hay nada grande en ocultar nuestra luz para que los demás se sientan cómodos a nuestro lado!” En una ocasión, un consultante afirmó: “Cada vez que siento que estoy brillando, esa noche o en la madrugada, mi esposo (a) comienza a desvalorizarme y a inquietarme de tal manera que, termina convenciendo de estar poniendo en riesgo la relación y, me olvido de lo que estoy haciendo, para cuidar la y hacer crecer la relación” El anhelo de conexión con nosotros mismos puede convertirse en un afán. Una de las manifestaciones de este afán es el deseo de ganarse la lotería. En la apuesta se pone la intención de ver la vida propia transformándose. También comenzamos a albergar la ilusión de vernos, aunque sea por un momento, grandes o bendecidos ante el mundo por Dios. Sólo si reconocemos el miedo, el poder que tiene sobre nuestra alma, lo que nos cuesta alimentarlo y el poder que le otorgamos, podemos conectar con la responsabilidad que tenemos con nosotros mismos: “La luz se enciende para ponerla en el celemín, en un lugar donde alumbre a todos, no para esconderla debajo de la cama”. Entender el anhelo de conexión del alma es difícil y, sobre todo, exigente. La psicología profunda nos enseña que, para ver el miedo, reconocerlo, aceptar que hace parte de nuestra vida y, que estamos rendidos ante él, exige generosidad de nuestra parte. Esta es la única forma de salir de la prisión, en la que el miedo nos ha mantenido durante años. Entender que, aunque el mundo sea grande y nosotros pequeños, no es un impedimento para entregar lo mejor de nosotros, es de una fuerza liberadora tremenda. ¡Siempre podemos crecer y llegar a una altura donde el mundo y sus desafíos son del mismo tamaño que nuestra generosidad y talentos! Que no tengan que poner sobre nuestra tumba el siguiente epitafio: ¡Nació pero, nunca salió al mundo! El miedo a crecer, a ser nosotros mismos, a conectar con el ser y con el alma, puede llevarnos a desarrollar el síndrome de la bella durmiente. La maldición del hada consiste: “Cuando llegué el momento de enfrentar la vida por sí misma, asumir la propia responsabilidad, entrará en un profundo letargo”. Así, es como muchos entran en un profundo sueño del que no es fácil despertar. La evasión, la racionalización y el engaño son demonios que envuelven, asustan, paralizan y conflictúan el alma que cayó prisionera del miedo y, por esa razón, no se atreve a ser, a cumplir su responsabilidad con la vida. Los demonios nombrados anteriormente, son, con toda claridad, enemigos de la vida. ¡Nacimos para manifestar al mundo nuestra luz! En las intemperies de nuestra existencia, cuando la noche cae, el camino se vuelve incierto y las dudas toman la palabra. En los giros de la vida, cuando el fracaso es posibilidad, el miedo llama a la puerta y la inseguridad es compañera. En la crueldad del azar, cuando llega la enfermedad, la soledad lanza su grito y la muerte merodea. En las encrucijadas del futuro, cuando avanza la tormenta, no hay tierra a la vista y el mal anda cerca. Ahí estás Tú, en lo escondido, sosteniendo el barco, llevándonos donde sólo sabes Tu. Ahí estás Tú, en lo profundo, hacia un mañana que será buena, sencillamente porque proviene de ti. Ahí estás Tu, en lo desconocido, cogiéndonos de la mano, guiándonos hacia la tierra prometida (Álvaro Lobo sj)Francisco Carmona
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