La espiritualidad cristiana se configura alrededor de una mujer preñada, portadora no sólo de la Palabra sino del mismo Dios. Esa mujer es una mujer común y corriente, pertenece al entorno, no tiene ningún don especial, sobresale entre todas las demás mujeres por su apertura a Dios, por su capacidad de decirle Sí a Dios, aunque al hacerlo, pudiera costarle la vida. María sobresale por su generosidad y, también, por su capacidad para acoger en silencio, meditar y guardar en el corazón lo que sucede transformándola y convirtiéndola en imagen del ser humano en el que la Gracia habita y toma carne, se hace humanidad. En la Sagrada Escritura hay varias imágenes de mujeres que, “sin tener trato con ningún hombre quedaban preñadas”. Entre ellas, destacan la Mujer sunamita que recibió al profeta Eliseo y María, quien recibió al Espíritu Santo. Según los apotegmas de los Padres del desierto, tanto la Sunamita como María son el símbolo del alma que, cuando se aparta de la perturbación del mundo que las rodea para entrar en el silencio que acoge a Dios, que sale de la confusión sobre sí misma encontrando su centro profundo, su verdadera identidad, es capaz de abrirse a la acción del Espíritu sobre ella y entonces puede engendrar, aunque sea estéril o Virgen.
Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos como un sueño magnífico. Y, yo me preguntaba maravillado, quién sería aquel Rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo. La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida había llegado al fin. Y de pronto, tú me tendiste tu diestra diciéndome: ¿Puedes darme alguna cosa? ¡Qué ocurrencia de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo y te lo di. Pero, qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo! (Tagore) El discernimiento es una de los formas de dar a luz a Dios en el mundo que está bajo el dominio y poder de la oscuridad y de las tinieblas que la acompañan. Una de las mayores gracias que recibe nuestra consciencia es, damos cuenta que, podemos tomar decisiones por nosotros mismos y, que éstas, cuando corresponden a nuestra alma, nos conducen hacia Dios y, también hacia la integración de todo lo que anda disperso en nuestro corazón. A través del discernimiento, involucramos a Dios en nuestra vida y, al hacerlo, experimentamos que no estamos solos, que Alguien camina con nosotros regalándonos su Luz y alentándonos en nuestras luchas, especialmente, cuando la desesperanza amenaza con apoderarse de nuestros proyectos, de nuestro ánimo y de nuestra confianza en Dios. Todo lo que ocurre en aquel espacio de Nazaret, donde María recibe el anuncio del Ángel, está rodeado de un ambiente de oración y de silencio. Es difícil, escuchar la voz de Dios en medio del ruido y de la perturbación. Ambos, intentan disociarnos antes que, proporcionarnos la experiencia de Unidad e integración que se requiere para escuchar, para ver, para acoger y para responder al llamado divino. Dice Xavier Melloni: “Cuando el silencio se instala en nosotros, se descorre un velo y el mundo adquiere una nueva luminosidad. Nuestra existencia se despliega en cada situación que se presenta para que nos dejemos moldear y nos dejemos conducir más allá de nosotros mismos. Las cosas y las personas aparecen ante nosotros de un modo virgen si nos hacemos disponibles a lo que nos quieren comunicar. Silenciarse es adentrarse en la realidad de un modo desarmado e inocente para disponerse a ver y a escuchar. Aparecen entonces otras imágenes y sonidos y un lenguaje nuevo teje esas voces que nos transmiten un mensaje muy diferente del que intentábamos descifrar con nuestra mente. Ese umbral está siempre presto a abrirse. Es la puerta por la que abandonamos el mundo construido por nosotros y nos adentramos en una realidad que es demasiado sutil para poder poseerla, demasiado amplia para abarcarla, demasiado honda para alcanzarla, demasiado cercana para reconocerla”. El alma humana anhela la libertad. Es decir, vivir de manera auténtica, abandonando la neurosis, la división interna, la consciencia de separación, para abrise a la consicencia de ser Uno consigo mismo y con Dios que, de manera especial, siemore habita en nuestro interior, convirtiéndose en el centro del cual brota la fuerza y la fortaleza interior que nos acompaña siempre. Es curioso que, mientras más sabemos del Universo, de sus leyes y de todo el misterio que lo rodea. También tendemos a ignorar quienes somos y, en consecuencia a vivir despreocupados del cuidado de nuestra alma y de vivir en conexión con el Ser. Lo anterior, da origen a la lucha interna en la que siempre nos mantenemos y, de la cual salimos, cuando somos conscientes de que, en primer y único lugar, somos una chispa una divina. Esa consciencia, despierta en nosotros la apetura a lo trascendente y la experiencia auténtica de nuestro destino. La mujer preñada es el símbolo de la humanidad que, desea abrirse a algo más grande que ella, a Algo que le dé sentido a sus búsquedas, esfuerzos y fatigas. Donde hay un alma dispuesta a acoger a Dios, a dejar que sea Él quien mueva las entrañas antes que, sean otros sentimientos o creencias las que nos gobiernen porque son ella las que tienden más a desfigurarnos que a revelarnos, la esperanza. Esa fuerza que se hace presente llenado todos los espacios y redirigiendo cada esfuerzo hacia su verdadera intención. La mujer preñada no es una diosa, es la humanidad consciente de sus límites y, también de sus anhelos más profundos. No son dos dioses llenándose a sí mismos, sino un Dios vertiendo su amor y una alma abriéndose a recibir, a acoger lo que le entregan y, cuidando para que lo recibido crezca hasta manifestarse plenamente al mundo. La mujer preñada es el símbolo de la humanidad que se entrega a Dios porque sabe que sólo en Él encuentra sentido. Siendo María el símbolo de la humanidad entera, también es la figura que nos pone ante Dios de una manera diferente. Siendo ella la que da a Luz a Cristo, es también la que nos puede conducir a Él. Cuando la disociación amenaza nuestra unidad y el dolor con cubrir con su manto oscuro el alma, podemos dirigirnos a ella, con confianza, para decirle: ¡Muéstranos el fruto bendito de tu vientre! María es el alma que, en el silencio, da a Luz a Cristo y con su entrega hace posible que esa Luz, que es la Luz de Dios, su Hijo, habite en medio de nosotros. Que mi oído esté atento a tus susurros. Que el ruido cotidiano no tape tu voz. Que te encuentre, y te reconozca y te siga. Que en mi vida brille tu luz. Que mis manos estén abiertas para dar y proteger. Que mi corazón tiemble con cada hombre y mujer que padecen. Que acierte para encontrar un lugar en tu mundo. Que mi vida no sea estéril. Que deje un recuerdo cálido en la gente que encuentre. Que sepa hablar de paz, imaginar la paz, construir la paz. Que ame, aunque a veces duela. Que distinga en el horizonte las señales de tu obra. Todo esto deseo, todo esto te pido, todo esto te ofrezco, Padre (José María Rodríguez Olaizola, sj)Francisco Carmona
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