Existen muchas formas de explicar la división interna que experimenta la psique cuando atraviesa una experiencia difícil. El dolor tiene la capacidad de desgarrar el alma. Quedarnos anclados en el dolor puede ser un intento de solución bastante costoso para nosotros y para quienes comparten la vida con nosotros día a día. Negar el dolor es quizá, a mi modo de ver, el camino más difícil que podemos tomar. El dolor es una realidad tan profundamente humana que, Dios en el misterio de su encarnación, la asumió radicalmente. La muerte en la Cruz del Hijo de Dios revela que Dios asumió nuestra condición humana con todas sus consecuencias. María, la madre de Jesús, encontró en la experiencia de la Cruz, en la muerte de su hijo, el desafío más grande que puede existir para un ser humano. María asumió de tal forma el dolor que, en lugar de permitir que la destruyera y la llevara a la desconfianza hacia Dios, lo transformó en una fuente infinita de compasión y misericordia. Escribe, bellamente el Papa Francisco: “María Dolorosa al pie de la cruz simplemente permanece. Está al pie de la cruz. No escapa, no intenta salvarse a sí misma, no usa artificios humanos y anestésicos espirituales para huir del dolor. Esta es la prueba de la compasión: permanecer al pie de la cruz. Permanecer con el rostro surcado por las lágrimas, pero con la fe de quien sabe que en su Hijo Dios transforma el dolor y vence la muerte. Y también nosotros, mirando a la Virgen Madre Dolorosa, nos abrimos a una fe que se hace compasión, que se hace comunión de vida con el que está herido, el que sufre y el que está obligado a cargar cruces pesadas sobre sus hombros. Una fe que no se queda en lo abstracto, sino que penetra en la carne y nos hace solidarios con quien pasa necesidad. Esta fe, con el estilo de Dios, humildemente y sin clamores, alivia el dolor del mundo y riega los surcos de la historia con la salvación. (Homilía, Šaštín, Eslovaquia, 15 septiembre 2021)
El alma para responder al dolor puede recurrir a la disociación o a la fragmentación. En la disociación, predomina la desconexión con el cuerpo para no sentir ni experimentar los sentimientos que el evento doloroso despertó en nosotros. En la fragmentación, el dolor crea en la psique unos personajes interiores que, si no se atienden adecuadamente y reconcilian, terminan arrastrándonos hacia el trastorno psíquico o enfermedad mental. El dolor pide ser acogido, mirado, integrado y transformado. El dolor es el fin de algo viejo y el comienzo de una nueva experiencia de vida y de relación con Dios. El corazón es la fuente de la que brota el deseo de reconciliar todo lo que está dividido entre nosotros. Mantener la disociación, la fragmentación o la ira por lo que sucede en nuestra vida, es una resistencia al corazón y a Dios que habita en él. El jefe de una tribu Cheerokee le habla a su nieto acerca de la vida. Le dice: Una gran batalla está ocurriendo dentro de mí. Es una lucha terrible. Es una lucha entre dos lobos. Uno de los lobos es el mal: él es el temor, la ira, el envidia, la codicia, la arrogancia, el resentimiento, la mentira, la soberbia, la culpa. El otro es el bien: él es la alegría, la paz, el amor, la esperanza, la humildad, la generosidad, la verdad, la compasión, la dulzura y la fe. Esta misma pelea ocurre dentro tuyo y dentro de cada uno de nosotros. El niño se queda pensando en lo que le había dicho su abuelo. Pasado un tiempo le pregunta: ¿Qué lobo ganará? El anciano mira a su nieto fijamente y contesta: El que decidas alimentar. El dolor da lugar a la aparición del Ego en nuestra psique. Una parte de nuestra alma se queda anclada en el dolor, no asume lo que sucedió, se queda en la queja, en el reclamo y en la pregunta: ¿por qué me sucedió esto a mí? El Ego es la parte inmadura de nuestra psique. Ese es el motivo por el que las reacciones del Ego desconciertan. Lo curioso es que, para el alma atrapada en el Ego, todos son inmaduros e irresponsables emocionalmente hablando. El Ego pretende actuar con una autonomía que no conoce. La principal ley del Ego es el juicio, la condena, la división del mundo en buenos y malos. Lógicamente, el Ego siempre nos dice que pertenecemos al bando de los buenos, de los justos, de los que siempre tienen la razón y lo saben todo. El Ego se nutre de las resistencias y negaciones a los llamados de la vida. Escribe un autor anónimo: “Especialmente en épocas de polarización, resulta muy angustioso el discurso de quienes se sienten en posesión de la verdad (la suya, sea cual sea, porque de estos hay en todos los bandos, en todos los barcos, en todos los proyectos). Parece que lo tienen todo claro, que nunca dudan, que desayunan con Dios que les da instrucciones todas las mañanas… parece que son los garantes de las esencias, los perfectos, que saben muy bien condenar aquello que no les afecta… ¡Ay! qué fastidio. Dios, y su verdad, nos desbordan por todos lados, y bastante tenemos con irlo comprendiendo, poco a poco, desde la aceptación honesta de nuestra ignorancia”. El dolor también da origen a la parte sensible y temerosa que, como el Ego, también tiene su morada en nuestra psique. Esta parte vive asustada y a menudo reclama que la hagamos sentir segura. Escribe Carolyne Hobbs: “La parte infantil de la psique vive centrada en los dolores, las pérdidas, las traiciones y los rechazos sufridos en la infancia. Vive asustada por la posibilidad de que todas las cosas difíciles vuelvan a suceder. Le falta radar para discernir quién y qué es digno de confianza ahora”. Esta es la parte de nuestra psique que más necesita la compasión del corazón. Ante esta parte, es necesaria la sabiduría del corazón que sabe permanecer firme y atento a brindar la información necesaria para tomar decisiones coherentes e íntegras. Aquí, es cuando la psique necesita escuchar las palabras de Jesús: “A ti, te hablo, levántate”. La parte sensible de la psique es portadora de lo que los expertos llaman la creencia nuclear del trauma. Gracias a esa creencia es que, una persona bajo el dominio del trauma exclama: “Soy un incompetente, soy una basura, mi vida no le interesa a nadie, etc.”. Afortunadamente, después del trauma queda una parte sana en nuestra psique. Esa parte sana la podemos llamar el Genio interior. El genio interior resiste los embates de la vida y permanece fiel a lo que es. El genio interior tiene la misión de identificar qué parte de nosotros está hablando y responder con sabiduría a sus demandas. El corazón guía al genio interior y le da la responsabilidad de reconciliar consigo las otras dos partes de la psique. Ego y sensibilidad son reactivos por naturaleza. Ellos intentan defenderse, mientras que el genio interior se esfuerza en seguir adelante con la vida y la realización del destino. El corazón es la fuente de la sabiduría interna. El genio interior obedece al corazón y lleva a Ego y a Sensibilidad a beber de esa fuente de vida que hay en el corazón. En ese pozo de sabiduría que hay en el corazón encontramos lo que nos sana, transforma y permite que nuestras percepciones sobre nosotros mismos y sobre la vida sean sanas. Bebiendo del manantial de sabiduría que hay en el corazón podemos pasar del dolor al renacer continuo en el amor de Dios. Para mantener el corazón abierto a la comunión con la vida, la espiritualidad cristiana nos ofrece la imagen de María al pie de la cruz. María no se esconde ante el dolor, lo asume y, lo hace de la mejor manera, dejando que de su corazón herido y lastimado brote la compasión y la misericordia. La Madre que, en la soledad y en la intensidad del dolor, nos acoge como hijos, es la única que nos puede impulsar a amar en medio del dolor, a seguir adelante cuando parece que llegó a su final. De la mano de María, podemos tomar la sabiduría del corazón y seguir creyendo contra toda dificultad y contra toda desesperanza. En medio del dolor, podemos acudir a María, en cuyo vientre maternal no sólo somos acogidos, sino que, también encontramos la fuerza para pedir que sea Cristo y no el trauma quien vive en nosotros. La incertidumbre del Hágase sin reservas. No los hágase a medio gas, los que vienen con peros, los que traen condiciones. La intemperie de un pesebre, pobre cuna de paja para un niño. La inocencia perseguida por el odio de quien, en su hambre de poder, elige el dolor ajeno. La añoranza del hogar en tierra extraña. Las palabras difíciles en el hijo reencontrado. La murmuración de quienes, en el muchacho, hecho hombre, solo quieren ver un fraude. La condena al inocente. El dolor de un amor crucificado. El cuerpo inerte, al que te aferras en último abrazo. La losa que ciega una tumba habitada por la muerte. ¿Siete espadas? Muchas más, que no han de tener, en tu vida, la victoria (José María R. Olaizola, sj) Francisco Carmona
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