No hay nada más paralizante para un ser humano que, vivir esperando que los demás se hagan responsables de su infelicidad. Con frecuencia, encuentro personas dedicadas a culpar a los demás de no recibir apoyo de ellos, de haber sido abandonados por sus padres o descalificados por sus maestros. No hay nada que, termine distanciándonos de nuestro centro más profundo, que vivir lamentándonos de una vida, que no pudo ser. Las personas que pasan el tiempo quejándose de las actitudes de los demás, con dificultad, logran avanzar, aunque sea un poco, en el camino espiritual que conduce a la manifestación del Sí-mismo. Poner en manos de los demás nuestro destino, es una señal, muy clara, de la necesidad de atención que no se logró tener de los padres, cuando éramos pequeños.
Las personas implicadas en los asuntos de su sistema de origen, necesitan más tiempo para crecer y para integrar en su corazón la invitación que Jesús hace a quien desea seguirlo: “Quien no deja atrás a su padre y a su madre, no puede ser discípulo mío”. Lo anterior significa que, para ir hacia la vida como adultos, es necesario que, dejemos atrás los patrones de conducta y las creencias, que nos mantienen ligados a las dinámicas del sistema familiar de origen. La individuación es un requisito para la madurez individual. Nadie crece comparándose con los demás; menos aun, culpándolos. Vuelvo e insisto, nadie es responsable de las decisiones que nos resistimos a tomar frente a nuestra historia personal y frente a los llamados que la vida nos hace. Mantener el foco, en lo que es realmente importante, es vital para el crecimiento espiritual y, también, una tarea ardua cuando, en lugar de mirar hacia nosotros mismos, ponemos la atención afuera. Un derviche que había hecho voto de soledad se había retirado a un desierto. Un día, junto a él pasó un rey con su séquito . El derviche, que se hallaba en estado de meditación contemplativa, no levantó la cabeza, ni siquiera se percató del cortejo. El monarca, aunque estaba de buen humor, se irritó contra él y dijo: Estos que visten el manto andrajoso son brutos como los animales y carecen de educación y humildad. El visir reprendió al derviche diciendo: ¡Oh derviche! El sultán de toda la tierra acaba de pasar. ¿No vas a rendirle homenaje como es debido? El derviche respondió: ¡Que el sultán busque homenajes en aquellos que esperan beneficiarse de su buena voluntad! Dile, además, que los sultanes se crearon para proteger a sus súbditos, y no los súbditos para servir a los reyes. El rey quedó impresionado por la sabiduría del derviche y dijo: Pídeme un deseo. El derviche respondió: Lo que deseo de ti es que no vuelvas a molestarme. Dame, pues, algún consejo - dijo el rey. El derviche contestó: Ahora que tienes entre las manos el poder y la soberanía, recuerda que pasan de mano en mano. Con frecuencia, encuentro personas llenas de ruido, se quejan todo el tiempo, juzgan a los demás como si ellos hicieran todo perfecto, se victimizan, manipulan, gritan, pasan cuenta de cobro por lo que hacen en favor de los demás, se comparan, etc. Para estas personas, el silencio, la contemplación, les parece algo inaudito e inexistente. Están en guerra permanente con el mundo porque no les dan a ellas, lo que según su creencia, sí le es dado a los demás. Estas personas, sin darse cuenta, se vuelven conformistas, desesperanzadas, creen que el máximo valor de sus vidas está en sacar afuera la rabia que llevan por dentro hacia sí mismas, no logran poner su valor al servicio de los demás porque, para darse, dicen los maestros espirituales, hay que aprender a silenciarse, a sentirse solos y, sobretodo, empujados por el amor que, antes que reclamo es entrega. Donde hay carencia, las relaciones se vuelven desordenadas, por el afán de sentirse retribuidos. La vida monástica es el símbolo de la vida centrada en lo fundamental: la contemplación del rostro de Cristo. La verdadera liberación del mundo, de nosotros mismos ocurre, cuando nuestras decisiones, estilos de vida y relaciones nacen de la autenticidad, que puede brindar un corazón que acoge lo vivido y, abandona toda ilusión, con respecto al afán de querer cambiar a los demás. Quien mira hacia afuera sueña, quien mira hacia adentro despierta, dice Jung. La propia vida se resuelve centrando la atención en el Cristo que habita en nosotros y, en la fuerza con la que Él actúa, cuando nosotros sintonizamos con la vida. La palabra monasterio tiene, entre otros significados, uno que nos remite a la Unidad. Dejamos el mundo, vivir afuera, para centrarnos en la vida interior, en ser uno con Cristo. El amor es algo que, irradia de adentro hacia afuera; sobre todo, cuando ha madurado. El maestro que aprendió a contemplar se adentra en las cosas y, sin darse cuenta, va asimilando la belleza de éstas en su propio corazón. El que contempla comienza a dirigir su atención, su sonrisa, su atención hacia Aquel a quien ve, con la profundidad que, en el silencio y en el retiro, su alma logra alcanzar. El asemejarse se parece al estado de desapego. En la contemplación comprendemos que nada nos pertenece porque nosotros pertenecemos a Algo mucho más grande. El apego es la nostalgia que se produce en el alma que, cree que si ama se empequeñece y, por eso, reclama amor a todos los que están a su alrededor. El atributo natural de la contemplación es la sonrisa; advertimos, en el alma, que hay una complicidad amorosa entre el Creador y su obra. Lo contrario a la contemplación es el tedio. Cuando una persona se aburre, no sabe qué hacer con el tiempo, ha caído en la prisión de hacer cosas, sin poderlas disfrutar. El que hace algo, lo que sea, trabajar, estudiar, escribir, compartir la intimidad con su pareja y, siente tedio al hacerlo, perdió la conexión con lo esencial de las cosas, ya no encuentra en ellas el espíritu, la fuerza creadora del que, cuando se une a algo, termina recreándose. El núcleo de las cosas no es la novedad sino el acceso a lo que revela el núcleo de todo lo que acontece. Escribe Byung: “no hay espacio para el aburrimiento, ya no tiene cabida en nuestra vida, la actividad de la inactividad contemplativa nos conecta con el misterio que hay en todas las cosas”. Dice Byung: “la pérdida de la capacidad contemplativa repercute sobre nuestra relación con el lenguaje”. En la contemplación, nos percatamos del suelo que pisamos, de la secreta razón que se esconde en la inactividad, de la inmanencia profunda de la vida y, sobre todo, del misterio que es la vida. Dice Byung: “La vida que se contempla es pura beatitud. La inmanencia es pura vida y, en cuanto vida, es pura contemplación. La vida es, ante todo, pura potencia, como potencia no actúa. En la inmanencia estamos sometidos a la nada y, en la nada podemos contemplar la inmensidad de la vida. La vida es, todo aquello que, ocurre cuando paramos el afán de ir de un lado para otro y, nos permitimos sentir como respiramos, como sudamos, como se agita nuestro corazón, cuando nos hacemos conscientes de los objetivos detrás de los cuales vamos corriendo cada día”. Tengo tanto sentimiento que es frecuente persuadirme de que soy sentimental, más reconozco, al medirme, que todo esto es pensamiento que yo no sentí al final. Tenemos, quienes vivimos, una vida que es vivida y otra vida que es pensada, y la única en que existimos es la que está dividida entre la cierta y la errada. Mas a cuál de verdadera o errada el nombre conviene nadie lo sabrá explicar; y vivimos de manera que la vida que uno tiene es la que él se ha de pensar (Fernando Pessoa) Francisco Javier Carmona
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Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
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