La muerte es el paso que nos saca de todo egocentrismo y nos conduce hacia la autotrascendencia. Trascender significa que abrimos nuestro ser y nuestro corazón a la acogida de lo Uno y de la Totalidad. Cuando estamos convencidos de que la muerte pone fin a todo lo que nos aleja y distancia del centro y núcleo de nuestro ser, también podemos llegar a la conclusión que, morir es un acto a través del cual somos despojados de todo aquello que nos impide ver lo esencial habitando en nosotros. Esta consciencia, nos revela que, cada día, estamos invitados a morir, no despojados, sino despojándonos, por nuestra propia voluntad, de las creencias irracionales, de las heridas provocadas en la infancia, de los recuerdos dolorosos del pasado, de los autoengaños en los que nos hemos quedado atrapados, etc. Para vivir, hay que morir enseña el Evangelio. Había una vez un maestro oriental que, viendo cómo un alacrán se estaba ahogando, decidió sacar al animalito del agua. Pero cuando lo hizo, el alacrán le picó. Ante el dolor lo soltó, por lo que el animal de nuevo se estaba ahogando. Entonces intentó sacarlo y otra vez le volvió a picar. Alguien que le observaba le dijo: ¿Cómo es tan terco?¿No comprende que cada vez que lo saque del agua le va a picar? Entonces el maestro oriental le respondió: La naturaleza del alacrán, que es picar, no va a cambiar mi naturaleza, que es ayudar. Entonces sacó al animalito del agua con la ayuda de una hoja. Añadió el Maestro: nuestro egoísmo nos empuja a querer ayudar a los demás sin tener en cuenta su naturaleza y, a veces, su deseo de ser ayudado. De esta forma, terminamos lastimados. Cuando aprendemos como brindar la ayuda que el otro necesita y a actuar frente a él según su naturaleza, ya no estamos siendo egoístas sino servidores. Para lograrlo, hay que saber morir al Ego.
Las ideas que nos hacemos sobre la muerte condicionan la forma como abordamos la vida, las relaciones, el sentido y propósito de nuestra existencia. Existen imágenes de la muerte que infunden angustia. Otras en cambio, llenan el alma de esperanza y consuelo. El objetivo de nuestra existencia no es la muerte sino alcanzar la vida eterna. Muere el cuerpo. El alma que, por naturaleza es divina, permanece y continua su camino. La muerte física es necesaria, se alcanza en un momento determinado de la existencia. La vida continua. Las imágenes sobre la muerte sirven para interpelar el alma e invitar a la reflexión sobre el cuidado que damos al alma y la forma cómo estamos vinculados con ella. El anhelo del alma, necesariamente, no es colmado por la muerte física. Quien ha llevado una vida carente de sentido, vacía, es como la semilla que nunca se abre y, por esa razón, no deja que brote la planta que lleva dentro. Escribe Anselm Grun: “En la tradición cristiana disponemos de numerosas imágenes que nos muestran qué es lo que nos aguarda en la muerte. Pero también soy consciente de que no se trata más que de imágenes. En último término, sobre la muerte y la vida eterna sólo cabe hablar con ayuda de imágenes mitológicas. Sin embargo, es importante que, en esas imágenes, nos dirijamos a las personas. Pues tales imágenes arquetípicas interpelan al alma humana. Si desatendemos el saber inconsciente del alma y hablamos de la vida eterna sólo de forma racional, eso no dice nada a la gente. Pero conviene no limitar la expectativa a una única imagen. La Biblia nos ofrece numerosas imágenes, a fin de mantener abierta la perspectiva sobre lo que, en último término, es inefable”. Muchas veces, ponemos la atención en la muerte, en evitarla. Cuando en realidad, lo que necesitamos es dotar nuestra vida de sentido. El destino final de la semilla sembrada en el campo consiste en dar fruto. Si la semilla no se abre y da el fruto que se espera de ella, habrá sido estéril y terminará convertida en abono para la tierra o como alimento para algún ave que, sintiendo hambre escarbe en la tierra, y encuentre lo que, momentáneamente calme su necesidad. Mientras que, para la filosofía la característica principal del alma es la inmortalidad. Para la fe cristiana, el alma está destinada a la resurrección. El alma, como dijimos antes, es semilla de la que se espera que brote una nueva vida y dé frutos abundantes. El fruto que estamos destinados a dar está en consonancia con el sentido de vida que logramos realizar. La angustia frente a la muerte es proporcional a la angustia que la identidad profunda, ser nosotros mismos, ha despertado en nuestra alma. Quienes han logrado hacer el viaje de regreso al encuentro de sí mismos y, han abrazado con paz su historia personal, logran entender que, morir físicamente, es parte del continuar viviendo. Esta consciencia se alcanza cuando se ha vivido sabiendo que, Dios y nosotros somos Uno. Esta experiencia solo la puede proporcionar la religión. Porque el objetivo final de la religión es hacer posible la experiencia de Presencia y encuentro entre la divinidad y nosotros. La religión se pervierte cuando se convierte en un conjunto de normas, prácticas y ritos que, terminan realizándose más para la buena consciencia del sistema que, como alimento verdadero para el alma. Ángel Benítez Donoso escribe: “No sé cómo será. Ese misterioso último instante en el que uno parece pasar, sin más, de la vida a la muerte. No vivo con miedo ni mucho menos pero reconozco en mí algo de morbosa curiosidad al pensar en ese momento en el que, llegada la hora, toca partir. Porque sí, aunque el mundo parezca a veces querer ocultárnoslo, la muerte forma parte de la vida. No sé cómo será pero sí sé que no será un fracaso. Morir no es perder el juego de la vida. Morir no es caer en la batalla. Morir tampoco es el único argumento de la obra. Pero por muy asumido que lo crea tener la muerte sigue clavando su aguijón cada vez que veo irse a un ser querido. Qué fácil es saber las cosas y qué difícil es vivirlas. Porque sé que morir es parte de mi condición de criatura, como también lo es equivocarme o ser incapaz de hacer ciertas cosas. Y, sin embargo, por mucho que lo sepa me sigo descubriendo a menudo intentando dominar la vida, esforzándome en vano en ser señor de mi propia finitud. No sé cómo será pero sí sé cómo espero que sea. Espero poder llegar a ese día después de una vida vivida contigo y como Tú. Haber vivido contigo en lo oculto, donde aparentemente no pasaba nada, confiando en que el Reino también brota aunque nadie se dé cuenta. Haber vivido como Tú el trabajo y el ministerio, caminando siempre al lado de los hombres y mujeres de tu Pueblo, habiendo podido colaborar contigo a cargar con sus cruces. Vivir contigo y como Tú… para también poder un día morir contigo y como Tú poder escuchar en ese último día tu voz pronunciando mi nombre”. En la medida, que vamos alcanzando una mayor experiencia de la autenticidad del ser, a la que estamos invitados, sin lugar a duda, terminaremos teniendo una visión de la muerte y de la inmortalidad diferente. Nuestra naturaleza más profunda no experimenta ni nacimiento ni muerte, los trasciende a ambos. Imagina al agua que brota en el manantial donde nace el río, sale animada por la fuerza que hay en su interior, llamada corriente, para ir a buscar el Mar. El agua sabe que no pertenece al Manantial sino a algo más grande, que no conoce pero que, sabe de manera inconsciente que existe. Somos nosotros, nuestra imágenes, las que ven morir al río; no es así. Murió una forma; en cambio, la esencia revela, ahora, su inmensidad. Lo que un día solo conocimos en su forma; ahora, cuando entra en la inmensidad, puede ser conocida como realmente es. Apareciste cuando el alma no tenía prisa ni de llegar, ni de crecer, ni de morir. Cuando te fuiste, el cuerpo no hizo balance ni de ausencias, ni de caricias, ni de preguntas. Y me dejaste una sorpresa, una certeza, un corazón. ¡Nunca te fuiste! (Benjamín González Buelta, sj) Francisco Javier Carmona
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