Nos quedamos atrapados en aquellas experiencias en las que nuestras expectativas fueron desbordadas por la realidad. Ver que las personas, las cosas y las situaciones son diferentes a lo que construimos en nuestra imaginación provoca un gran sufrimiento interior del que no salimos tan fácilmente. La dificultad para superar una experiencia difícil de asimilar radica, principalmente, en la tendencia aprendida a suprimir las emociones. De hecho, las situaciones terminan rápidamente pero, el recuerdo de ellas permanece por largo tiempo. Los recuerdos se quedan más fácilmente anclados en nuestra mente según sea la intensidad del sufrimiento que provocaron. La tendencia a reprimir las emociones hace que los recuerdos de las experiencias dolorosas que hemos vivido se queden grabadas en la mente y, cada vez que quieren, salen a la superficie de la consciencia provocando conmoción en el alma. Escribe Anabel Gonzales en su libro no soy yo: “La tendencia a evitar o suprimir las emociones puede seguir funcionando con los recuerdos mucho tiempo después de terminada la situación. Tratar de no pensar en ello, o enterrarlo, nos permite seguir funcionando. Apartamos lo que ocurrió de nuestra mente y nos centramos en lo que estamos haciendo. Pero cuando la situación se repite o algo revuelve esas sensaciones, las emociones y sensaciones relacionadas con ellas vuelven e interfieren en lo que hacemos. Y siguiendo con nuestro mecanismo de regulación habitual, lo apartamos o empujamos hacia abajo. Estos sistemas de regulación emocional, la evitación y la supresión, no son del todo eficaces, y facilitan el desarrollo de distintos problemas psicológicos”.
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, hacían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación. ¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado, se preguntaban unos a otros los discípulos, para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore. Supongo que será un hereje, dijo el maestro con tristeza. Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo. Es un hereje, decía la gente muy indignada. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce! Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron: ¿Cómo lo adivinaste, maestro? Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja: No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute. Con frecuencia, encuentro entre los consultantes de constelaciones familiares a personas que desean constelarse porque desean eliminar el dolor o el sufrimiento de sus vidas. Cuando les digo: no se trata de eliminar el dolor sino de mirarlo, abrazar el evento que lo ocasionó y acogerse compasivamente comprendiendo que, en aquel instante, a través del dolor también se estaba engendrando algo que, puede llegar a convertirse en nuestra piedra preciosa más estimable y valiosa, las personas miran con perplejidad, asienten y, algunas vienen después a decir: ¿el dolor se irá, cierto? Ante esta actitud no cabe más que recordar: la espiritualidad enseña que el dolor existe, necesita ser reconocido y tener un lugar, puede ser transformado y existe un camino para hacerlo. La disociación, la pérdida de contacto con nosotros mismos o la fragmentación es el precio que se paga cuando hay una decisión firme de eliminar el dolor. Los hechos dolorosos se asimilan y transforman más fácilmente cuando hay disposición y una buena compañía que, formada y con un corazón dispuesto, participe en el proceso de sanación. Recordar lo que sucedió no es suficiente sino entramos en contacto con las partes de nuestro Yo que fueron aisladas en el momento en el que ocurrió el suceso que provocó dolor y escisión en nuestra alma. Tengamos presente que, el mayor daño que el alma puede experimentar proviene de las personas que tenían como responsabilidad nuestro cuidado y protección y, por eso, nosotros confiábamos en ellas. Una compañía inadecuada puede hacer que en lugar de salir del dolor, continuemos sumergidos más profundamente en él. Recordar no hace que el dolor desaparezca. Señala Anabel: “Recuerdo que no se procesa, elabora e integra sólo sirve para activar los mecanismos que, más tarde, retraumatizarán a la persona. Cuando creíamos estar sanos, encontramos que estamos regresando, de nuevo, a los mecanismos de protección, no como los del pasado, sino a unos más fuertes e impenetrables”. Todo aquello que no se asume, se elabora, se procesa termina por quedarse anclado en la psique, en el alma y, al cabo de un rato, se convierte en la fuerza perturbadora que nos quita la paz. El cerebro convierte en recuerdo lo que nos ha sucedido y, si lo hemos intentado apartar de la consciencia, cada vez que atravesamos algo similar a la experiencia original, el dolor y el sufrimiento de antaño se activarán y la respuesta condicionada, la que aprendimos con el objeto de eliminar lo que nos roba la paz, sale con mayor fuerza a la luz. Señala Anabel: “Las sensaciones de desconexión o pérdida de la memoria pueden presentarse, no sólo cuando tratamos de pensar en las experiencias pasadas, sino cuando algo las activa en el día a día…nuestra desconexión puede alcanzar proporciones tan grande que no vemos la relación entre lo que ocurre, el pasado y los síntomas que estamos experimentado en el momento presente” Cuanto más tratamos de alejar de la consciencia el sufrimiento, cuánto más tratamos de resolver el pasado, cuánto más culpa sentimos por las cosas que no nos pertenecen mayor será la carga de dolor y sufrimiento que le imponemos al alma. Cuánto menos es nuestra consciencia de lo sucedido y la importancia que tuvo para nosotros, más grande es su repercusión. Al respecto dice Anabel: “Cuánto más tratamos de apartar lo sucedido de nuestra consciencia, más nos encontramos con las sensaciones, los bloqueos o los propios recuerdos nos asaltan inesperadamente. Si la niebla es densa, la dificultad para comprender de dónde proviene la perturbación del alma, se hace más difícil”. El alma siempre anhela estar libre de las cargas innecesarias del pasado porque su objetivo es ver realizada su relación con la vida, con Dios, consigo misma. Cada vez que obligamos al alma a desconectarse, en lugar de ayudarla a sanarse y reconciliarse, la estamos sometiendo, en nombre del amor ciego, a transitar por valles y cañadas oscuras por las que nosotros conscientemente, no deseábamos pasar y, menos aún, convertir en nuestra morada. El hilo que nos conecta con el pasado no se rompe porque dejemos de pensar en él. La vida se transforma cuando acogemos, amamos, transfiguramos lo que nos dolió de aquella experiencia en la que vimos como la confianza en los que amamos, se derrumbó. Siempre hay un modo de actuar diferente, Jesús nos lo enseño: “amar a quienes nos han hecho daño como a nosotros mismos” Tu modo. Sin imponer, sin juzgar, sin segundas intenciones. Así te acercas, Jesús, al que más te necesita. Y a mí también. Dejas espacio, silencio, posibilidad para que sea él -para que sea yo- quien exponga su deseo, mi necesidad, mi anhelo. Sin prisas, sin condiciones, sin exigencias. Así, Jesús, perdonas, curas, sanas. ¿Me lo creeré alguna vez? ¿Aprenderé tu modo de acercarme, de dejar espacio, de perdonar, de curar y de sanar? (Óscar Cala sj) Francisco Javier Carmona
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