En la tradición espiritual cristiana católica hoy se celebra el día de la soledad. Es el tiempo dedicado a contemplar el dolor de la Madre que pierde a su hijo, el dolor de la cultura que llora la muerte de los inocentes. El dolor de la pérdida. Hoy, es sábado de dolor. Una realidad del alma que, incómoda profundamente a una sociedad volcada al bienestar, a la felicidad y a la negación. La Sagrada Escritura, en varios textos, nos recuerda que Dios nunca es indiferente al dolor, ve el dolor y lo sana. El salmo 30 describe la realidad profunda del alma que sufre y siente la soledad, que el dolor produce en ella y también nos alienta a confiar porque el Señor no se quedará impasible. “A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás. Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos; me ven por la calle, y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil. Pero yo confío en ti, Señor, te digo: Tú eres mi Dios. En tu mano están mis azares; líbrame de los enemigos que me persiguen. Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor (Sal 30)” Hoy, no hay liturgia, no hay celebración, todo es silencio y meditación.
Curiosamente, el día dedicado a la contemplación del dolor es sábado. En la tradición judía, el sábado es el día dedicado al descanso, a la alabanza a Dios, a la contemplación del poder creador de Dios. Toda vida, antes de manifestarse, provoca un dolor desgarrador. Sólo basta mirar las salas de parto para comprobarlo. Ese grito de la madre anuncia la vida nueva que está a punto de revelarse totalmente. Lo que se gestó en el vientre de la madre; ahora, se abre paso por el canal del parto, provocando dolor y una alegría inmensa. Hoy, la madre llora, el hijo baja a lo más profundo del abismo donde la oscuridad reina y, donde todos los que han creído, esperan ver la luz definitiva, la razón de ser de sus peregrinaciones, de sus luchas y de sus dolores. El dolor parece el fin de todo y, sin embargo, es el comienzo de lo nuevo. San Bernardo, hablando del dolor que hoy contemplamos, escribe: “¿Qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre, que no fuese un ídolo fabricado por su corazón? Era incomprensible e inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano; pero ahora ha querido ser comprendido. ¿De qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, predicando en la montaña, pasando la noche en oración; o bien colgando de la cruz…” (https://acortar.link/ltlQIH) Dios no abandona al ser humano a su suerte, siempre lo acompaña, aunque nosotros no advirtamos esa compañía y no veamos con claridad como actúa. La noche, la oscuridad, es tiempo de fecundación. Lo que parece el final, Dios lo convierte en el punto de partida. Dos amigos andan juntos por una calle de una gran ciudad. Los envuelve el ruido multiforme de la ciudad moderna. Los dos amigos son diferentes y se nota en su andar. Uno es alemán, hijo de la ciudad, criatura del asfalto, ciudadano del marco. El otro es un yogui hindú. Está de visita. Lleva ropas anaranjadas y mirada inocente. Anda con pies descalzos, que se apresuran para seguir a su amigo. De repente, el yogui se para, toma del brazo a su amigo y le dice: Escucha, está cantando un pájaro. El amigo le contesta: No digas tonterías. Aquí no hay pájaros. No te detengas. Y sigue adelante. Al cabo de un rato el yogui, disimuladamente, deja caer una moneda sobre el pavimento. El amigo se detiene y le dice: Espera. Se ha caído algo. Sí, claro. Allí estaba la moneda sobre el adoquín. El yogui sonríe. Tus oídos están afinados al dinero, y eso es lo que oyen. Basta el sonido mínimo de una moneda sobre el asfalto, para que se llenen tus oídos, y se paren los pies. Estás a tono con el dinero, y eso es lo que oyen tus oídos, lo que ven tus ojos, y lo que desea tu corazón. Oímos lo que queremos. En cambio estás desafinando ante los sonidos de la naturaleza. Tienes muy buen oído, pero estás sordo. Y no sólo de oído, sino de todo. Estás cerrado a la belleza, a la alegría, a los colores del día, y a los sonidos del aire. Andas desafinado. El pájaro sí había cantado. El dolor cuando entra en el alma no sólo la desgarra sino que también la fragmenta. Joan Busquets escribe: “Hoy es el día para acompañar a María, la madre. La tenemos que acompañar para poder entender un poco el significado de este sepulcro que velamos. Ella, que con ternura y amor guardaba en su corazón de madre los misterios que no acababa de entender de aquel Hijo que era el Salvador de los hombres, está triste y dolida: Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Jn 1,11)”. Por un lado, está la mujer que, al dar a luz se convierte en Madre y todo lo que se decía del hijo, la “madre lo meditaba conservándolo en el corazón”. Por otro, está la madre que ve y siente en carne propia el rechazo del pueblo hacia su hijo. También está la madre que confía, la que sabe que Dios nunca ha faltado a su palabra, a sus promesas. En el silencio, nunca en otro espacio, se puede escuchar el diálogo interno entre estas tres partes. Porque el silencio resulta difícil y doloroso es que, muchos prefieren evitarlo, huir de él. De nuevo, Joan Busquets escribe: “Hoy hay un gran silencio en la tierra. Un gran silencio y soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra se ha estremecido y se ha quedado inmóvil porque Dios se ha dormido en la carne y ha resucitado a los que dormían desde hace siglos. Dios ha muerto en la carne y ha despertado a los del abismo”. Este silencio, donde nadie sabe que vendrá después, cuando parece que todo ha finalizado, es también la noche oscura del alma, el tiempo del conflicto interno que si no se resuelve crea confusión y, sin que seamos muy conscientes, termina desconectándonos de las corrientes de la vida. Sin silencio, podemos entrar en guerra con nosotros mismos. También podemos caer en la alienación: sentirnos irrespetados, tomados por tontos o llegar a decir palabras que destruyan al otro para que aprenda a respetar. El dolor cuando no es asumido pueda hacer que nos confundamos con respecto a nosotros mismos y frente a los demás. Una persona que no hace consciente el dolor, que desea huir de él, apartarlo de la consciencia puede llegar a extremos dramáticos de comportamiento y de relación. Al final, podemos caer en el hueco que intentamos esquivar. Contemplar a la Madre que en silencio medita, que en el corazón repasa la promesa de Dios, que en la soledad refuerza su compromiso con Dios, su identidad profunda; ante todo, María es sierva, esclava, para cumplir la voluntad de Dios y, de ahí, ella no se mueve, ni se deja mover. María es el modelo de lo que podemos hacer ante el dolor profundo que amenaza con destruirnos interior y relacionalmente llevándonos a vivir fuera de sí. Porque hay días en los que el silencio duele. Inquieta, molesta y nos hiere. Y en esa incomodidad, pacientemente sufrida, se abren espacios, se perciben nuevas profundidades, resuena la vida como viene, como está. Sin idealizar, sin disfraces, sin anestesia, sin distracciones. Y por eso nos descubrimos, al fin, heridos. Permaneciendo allí, abrazados al silencio y a la presencia que él regala, todo se va aclarando. La hondura inmensa se vislumbra, fugaz, en un instante. Y la Palabra, porque tuvo espacio, pudo ser escuchada. Bendito silencio. Bendita presencia. Bendita palabra. Que sana e inquieta, recordándonos lo incómodamente humano, lo ambiguo y complejo que nos habita; que perdiéndonos, nos encuentra. Allí te espero. Allí te deseo. Allí te busco. O, quizás, allí deseo estar. Sin hacer mucho. Esperando(te). (Matu Hardoy) Francisco Javier Carmona
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