Jesús le dijo a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios, si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y él te la daría”. Una de las cosas más difíciles para el alma consiste en llegar a conocer realmente a Dios. Dentro de cada uno de nosotros existe un fuerte deseo de conocer y, también, de ser conocidos. Jesús en el Evangelio señala el conocimiento de Dios como el camino hacia la vida eterna. El deseo de conocimiento nos conecta directa e indirectamente con el deseo de trascender esta existencia. En la medida que nos conocemos, sabemos que, aquello a lo que hemos estado atados por años, no +es la verdad último sobre nuestro destino. El alma desea conocer porque, entre otras cosas, anhela vivir y amar en libertad. Junto las hojas secas, en mi jardín secreto, corto las ramas muertas con mucho amor, dando las gracias por haber compartido conmigo tanta belleza; después, doy masajes a la tierra con un rastrillo de bambú, me hace sentir tan bien en este momento, soy el que masajea y al que masajean a la vez, yo tierra, tierra yo, sé que se está anunciando un nuevo florecer en mi jardín, aún falta, claro, pero la esencia de lo que viene está presente en todo, lentamente, me retiro, miro por última vez hacia atrás, volveré mañana a cuidar mi jardín secreto
En una ocasión, Jesús entra en la casa de Marta y de María, ambas hermanas de Lázaro. Marta, mientras escucha a Jesús, hace las otras tareas de la casa. El trato es sumamente familiar. Aquello que Jesús cuenta es, para Marta, algo familiar. Dicen algunos que, escuchar al otro mientras hacemos otras actividades denota, por un lado mucha familiaridad y, por otro, la presunción de que ya sabemos de memoria aquellas palabras que resuenan en los oídos, pero no en el corazón. Muchas personas han recibido mensajes realmente transformadores, que tienen poco o ningún efecto, porque no los dejaron descender al corazón. Es muy difícil que, la Palabra de Dios transforme el corazón, cuando la escuchamos como algo que ya sabemos de memoria, que lo tenemos dominado o, como dice alguno, domesticado. María, al contrario a Marta, se sienta a escuchar a Jesús. Ella advierte que, la Palabra solo transforma a quien se deja interpelar por ella. María sabe que, para calmar la sed del alma, conocer y amar a Dios, necesitamos hacer una pausa y detenernos a preguntarnos sobre nuestras actitudes a la hora de acoger a la persona de Jesús y su mensaje. Ante Jesús, no es suficiente la familiaridad, es necesario cultivar la intimidad, cultivar la interioridad y dejar que el encuentro sea algo más que, una buena conversación entre amigos. Donde se acoge con amor la Palabra de Jesús, ésta se convierte en la verdad que puede dirigir la vida y ayudarnos a convertir en piedra angular aquello que, ante el afán desmedido de éxito, consideramos un desecho o un obstáculo. Hoy, hay una gran preocupación por la historicidad de las palabras y hechos de Jesús. Al final, terminamos dejando de lado lo esencial, lo que realmente transforma al ser humano. La esencia de Dios se hace presente a través de las metáforas del tiempo. Algunos, con respecto al misterio de Dios, actúan como si fueran niños mimados: botan el dulce porque la envoltura no les convence. Para una sensibilidad adulta y educada la Encarnación de Dios, por ejemplo, es la irrupción de la divinidad donde la humanidad amenaza autodestrucción. La mujer samaritana no quiere escuchar críticas, cuestionamientos y, seguramente, palabras que le ayuden a superar el aislamiento en el que se encuentra. A pesar de todo, el anhelo de Dios permanece en el alma, al parecer, nunca ha dejado de preocuparse por Dios y la mejor forma de adorarlo y servirlo. Allí, donde se permite que Dios entre, la realidad humana desfigurada termina siendo transfigurada. Cuando Dios toca el corazón y éste se abre, todo se transforma porque es imposible acoger a Dios y no dejarse llenar de su amor. Recordemos las palabras de Jung: “Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de su vida, fuerzan la consciencia a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido”. La mujer ha fracasado seis veces en sus relaciones. Algo de sus experiencias infantiles se constela una y otra vez, no lo resuelve porque aún no ha dejado entrar a Jesús como la razón de ser de su existencia. Recordemos que, estamos llamados a vivir para Dios, no para el dolor de aquello que proviene de nuestro entorno familiar infantil y que no hemos sido capaces de curar. La mejor elección que podemos hacer en la vida, cuando nos sentimos insatisfechos, no consiste en huir, sino en dejarnos amar por Jesús. El amor de Dios transforma a quien lo acoge y calma la sed de amor de aquel que, en su soledad, siente que no ama y tampoco es amado. Los que tuvieron una relación íntima con Jesús, se acercaron a Él y dejaron que su corazón, de alguna forma lo amara, vieron como su vida se transformaba. Dejaron a un lado lo que representaba un obstáculo para la felicidad y abrazaron el don de Dios que Jesús les ofrecía. Muchos empezaron a sanar a los enfermos; otros, a servir con generosidad donde era necesario. Algunos más, dejaron de crear división y comenzaron a trabajar por hacer posible la reconciliación. Crecemos en la medida en la que, nos dejamos encontrar por Jesús y abrimos el corazón a la novedad que trae, en un mundo dividido por las guerras y las discordias, el amor que todo lo abarca, lo incluye y lo sana. La samaritana aprende de Jesús a amar de manera diferente a quienes llegan a su vida. Al principio, todos amamos desde nuestras expectativas, queremos que el otro sea como lo soñamos o proyectamos. Un día, la desilusión o decepción nos lleva a dejar de amar desde nosotros para empezar a amar desde la vida y, desde el mismo Dios. Ese día, comprendemos que no somos mejores que nadie. Así que, nadie tiene porque estar a nuestra altura, también tenemos que estar a la altura de quienes nos acompañan. Entendemos que, las heridas que aún no sanan distorsionan las relaciones y hacen que pidamos a los demás lo que no nos atrevemos a tomar de la vida. Nos arriesgamos a amar con el amor de Dios que, acoge a todos porque el amor es más grande cuando aprendemos a acompañar, a escuchar, a reconciliar y a caminar junto al otro, en lugar de exigirle, reprocharle, acusarle e intentar hundirle. Jesús, en el camino: no quiero cansarme, pero me cansaré, no quiero caerme, pero me caeré, no quiero tardar en llegar, pero tardaré, algunos dirán que estoy loca, porque aun así me echo a andar. Porque sé que en el camino: Tú me animarás cuando las fuerzas me fallen, Tú me levantarás cuando esté en el suelo, Tú me darás paciencia para no saltarme ningún paso. Aparecerán muchos rostros, pero en todos ellos, te encontraré a Ti (Marta Leirós)Francisco Carmona
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