En Israel, dos jueces acusan a una mujer, llamada Susana, de adulterio, después de que ella se resistió a ser violada. Con sus testimonios logran que la mujer sea condenada a morir apedreada. Durante años, estos dos hombres han cacareado, delante de todo el pueblo, su identidad: “hombres justos que cumplen la voluntad de Dios”. Nadie se atreve a cuestionar lo que estos hombres afirman. ¿Quién podría hacerlo sin cometer una falta grave contra el Dios que, según ellos, los eligió y nombró para juzgar las conductas de su pueblo? Lo que menos se nos pasa por la cabeza es, cuestionar nuestra forma de pensar y, menos aún, la identidad que hemos construido aunque sea falsa. El Ego no soporta asumir que estamos equivocados aunque la consciencia, de una forma u otra, nos lo haga saber todo el tiempo. Entre la multitud que observa el juicio, hay un joven llamado Daniel. En su corazón, algo se agita, una voz que proviene de un lugar diferente a su Yo o de su Ego, le anima a intervenir. Muchos, ante esta voz, prefieren aferrarse a su comodidad, deciden actuar superficialmente y continuar llevando una existencia vacía, ínsipida y sin sentido porque lo suyo es alimentar el autoengaño, aunque en lo más hondo, se sientan perdidos y desorientados. Pero Daniel decide obedecer la voz e interviene poniendo en evidencia la maldad de aquellos ancianos que, valiéndose de la posición, que su identidad les había otorgado, en lugar de servir a Dios, se habían alejado de Él para satisfacer el desorden de sus pasiones.
Era un eremita de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma, y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero su mente continuaba siendo sagaz y despierta y su cuerpo flexible como un lirio. Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su arrogante ego. La muerte no perdona a nadie, y cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente, intuyó las intenciones del emisario de la muerte y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, siéndole imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto eremita y llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a Yama y le expuso lo acontecido. Yama, el poderoso Señor de la Muerte, se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído del emisario y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó en el rostro habitualmente circunspecto del emisario, que se puso seguidamente en marcha hacia donde habitaba el ermitaño. De nuevo, el eremita, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba el emisario. En unos instantes, reprodujo el truco al que ya había recurrido anteriormente y recreó treinta y nueve formas idénticas a la suya. El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales. Siguiendo las instrucciones de Yama, exclamó: Muy bien, pero que muy bien. !Qué gran proeza! Y tras un breve silencio, agregó: Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo. Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar: ¿Cuál? Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte. Añadió el Maestro: El ego abre el camino hacia la muerte y nos hace vivir de espaldas a la realidad del Ser. Sin ego, eres el que jamás has dejado de ser. Junto al pozo, Jesús se encuentra con una mujer que, desilusionada de los múltiples fracasos en su vida matrimonial, decide alejarse de la gente y refugiarse en sí misma. Va al pozo a la hora en que nadie va, quiere evitar las preguntas incómodas. Christian Bobin, escritor francés, dice: “Sólo el corazón es real en esta vida, entonces, ¿Por qué persistimos en soñar con cualquier otra cosa?” El reflejo de lo que somos está inscrito en el corazón. La espiritualidad siempre insiste: un corazón herido o profundamente lastimado deforma nuestra identidad y las relaciones que podemos llegar a construir con los demás. Sólo cuando nos ponemos de frente al corazón y renunciamos a lo que hemos creído ser, para mantener la fidelidad al dolor, antes que, al corazón mismo, nos descubrimos reflejando un ser que, por el tiempo que ha permanecido oculto, nos parece desconocido. Escribe Anselmo Rabadán: “Muchas veces he rezado al Padre Dios enfadado diciéndole: Pero ¿qué quieres de mí? ¿Por qué permites que suceda esto? ¿Dónde estás? ¿Por qué no te percibo? ¿Por qué no me van las cosas bien? Llevo una vida ordenada, rezo, intento hacer cada día aquello que te agrada, sigo tus consejos… y, sin embargo, Tú no estás. ¿Por qué, Señor?» Y entonces me bloqueo, maldigo, me enfado… Porque no es que Dios me haya abandonado, sino que yo, a veces, en la vida y en la oración lo he abandono a Él”. Cada vez que nos aferramos a las ideas preconcebidas sobre nosotros mismos, a las imágenes que nos ofrece el Ego o al cacareo de la bondad postiza que, de vez en cuando, exhibimos como máscara, el alma se siente lejos, abandonada y rechazada por Dios. Esto nunca sucede de parte de Dios. Seguramente, la Samaritana, día tras día, se preguntaba: ¿qué paso? ¿Por qué a pesar de la entrega, de la dedicación y del amor, las cosas nunca funcionan?¿Qué sucede conmigo qué siempre vivo, una y otra vez, las mismas historias? La desolación se apodera del corazón cuando las cosas no salen como lo esperábamos y, de manera especial, cuando a pesar del esfuerzo y el trabajo interior, las cosas no logran fructificar como corresponde a lo que se ha hecho. En los momentos más difíciles, suele irrumpir Dios en nuestra existencia como si fuera una oleada de ternura. Ahí, es cuando el corazón siente que, la alegría, por fin, viene no sólo a visitarnos, sino a quedarse para siempre con nosotros. La mujer samaritana, al escuchar a Jesús, revelándole el misterio que habita en su corazón: un amor que dure para siempre como lo es el amor de Dios, deja de aislarse y se acerca aquellos de los que había tomado distancia. Aquel amor que, un día se experimentó, vuelve a hacer latir con fuerza el corazón porque la gracia del amor de Dios nunca abandona a quien desea acogerlo en su vida. Quien se había distanciado de la comunidad, regresa nuevamente a ella con un mensaje: “entre nosotros hay un hombre que conoce el corazón como nadie sabe hacerlo y me ayudo a comprender mi vida en clave de salvación, de encuentro amoroso con Dios. Escucha a Jesús quien dispone el corazón y, en lugar de aferrarse a la identidad cacareada: soy un adicto, soy un desgracias, soy un desafortunado, permitimos que, a través del encuentro con Dios el Yo se transforme y encuentre la verdad sobre sí mismo que realmente lo define, lo sana y lo reconcilia consigo mismo. A medida que, vamos encontrándonos con nosotros mismos, desde un lugar diferente al de las expectativas, los afanes de perfección, el temor a ser rechazados o tratados como inútiles, empieza a resonar en el corazón una voz que invita a perdonar, acoger, amar y tratar con caridad a todos. Escuchar esa voz hace que la vida tome una perspectiva diferente. Ya no podemos seguir maltratándonos ni ocultándonos bajo falsas identidades. Dios, a través de Jesús, nos revela quienes somos realmente. Es imposible conocernos e ignorar a Dios; es también imposible amar a Dios y no ser transformados por la fuerza de su amor. Es imposible abrir el corazón al amor de Dios y seguir añorando lo que no es porque todo lo que somos está en el corazón que se deja sanar, reconciliar y amar. Al atardecer, llega a mí, como suave brisa, como fuego alentador, Tu Palabra. Las olas del mar y las corrientes del agua, traen a mí, tu Voz. Estoy contigo, no temas. Aquí estoy contigo, vive. Al atardecer, juntos contemplamos la faena de ir anunciando tu Presencia (David Cabrera sj)Francisco Carmona
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