Dice Jung: “Tenemos tantas razones para la incertidumbre que sería mejor que reflexionáramos dos veces sobre lo que estamos haciendo”. Muchos presumimos de actuar con autonomía y de saber lo que estamos haciendo. De vez en cuando, nos enojamos cuando alguien, atrevido o no, pregunta sobre el origen de nuestras decisiones. Nadie actúa siempre de manera consciente. En nuestras decisiones, siempre hay una mezcla de sombra, complejo, temor, narcicismo, miedo, honestidad y voluntad de Dios. Al respecto, conviene tener presente las siguientes palabras de Carl Gustav Jung: “Es fácil creer que yo soy el señor de mi propia casa, pero no lo soy si no soy capaz de controlar mis emociones y estados de ánimo ni tomar consciencia de los innumerables caminos secretos por los que factores inconscientes se infiltran en nuestros planes y decisiones”. Muchos de nosotros somos arrastrados o aconsejados por la sombra en muchas de nuestras decisiones y actuaciones. Siempre estamos deseando que los demás cambien, que las personas actúen y piensen de manera diferente pero, con dificultad somos capaces de ver como la sombra está actuando a través nuestro y, muchas veces también lo hace, no para manifestarse, sino para mantener la disociación, la incapacidad de conectar con la verdad que hay en nuestro interior y de la cual, a veces, nos avergonzamos o nos cuesta admitirla. La cuestión está en las veces que no vemos las cosas como son realmente o que estamos actuando bajo la influencia de criterios y principios que corresponden más bien a nuestro complejo y disociación que a la realidad misma de las cosas.
Un indio oyó en la selva el canto de un jilguero. Nunca había oído una melodía igual. Quedó enamorado de su belleza y salió en la búsqueda del pájaro cantor. Encontró a un gorrión. Le preguntó: ¿Eres tú el que canta tan bien? El gorrión contestó: Claro que sí. A ver, que te oiga yo. El gorrión cantó, y el indio se marchó. No era ése el canto que había oído. El indio siguió buscando. Preguntó a una perdiz, a un loro, a un águila, a un pavo real. Todos le dijeron que sí, que eran ellos, pero no era su voz lo que él había oído. Y siguió buscando. En sus oídos resonaba aquel canto único, distinto, ensoñador, que no podía confundirse con ningún otro. Siguió buscando, y un día a lo lejos volvió a escuchar la melodía que había escuchado una vez y que desde entonces llevaba en el alma. Se paró silencioso. Sintió la dirección y midió la distancia con sus sentidos alerta. Se acercó sigiloso como un indio sabe andar en la selva sin que sus pies se enteren. Y allí lo vio. No necesitó preguntarle. Lo supo desde la primera nota, sació su mirada con la silueta del pájaro cantor, y volvió feliz a su aldea. Ya sabía cuál era el pájaro de sus sueños. Añadió el Maestro: La voz del Espíritu es inconfundible en el alma. Nos quedó grabada desde que nuestro cuerpo fue cuerpo y nuestra alma fue alma. Y vamos por el mundo preguntando ignorantes: ¿Eres tú? Mientras preguntamos no sabemos. Cuando se oye, ya no se pregunta. Dios se revela por sí mismo, y sabemos que está ahí con fe inconfundible. Que no se nos borre nunca el canto del jilguero. Muchos hemos caído en el mito de la superioridad moral sobre los demás. Mientras más afán tenemos de estar por encima de los demás, más profundo es el pozo de neurosis en el que estamos atrapados. En la disociación, los instintos perdieron el contacto con la consciencia. Recordemos que los instintos son ese impulso que tiene como propósito realizar acciones complejas. Los instintos son los portadores de nuestras necesidades corporales y psíquicas. La repetición de la conducta es la que nos revela que estamos ante un instinto independiente de que esté asociada o no a una motivación consciente. El instinto, como fuerza que nos impulsa a la acción, tiende a afirmarse, porque ha sido reprimido, a través de los automatismos. Aquello que intentamos reprimir y ocultar, porque pone en entredicho la buena imagen que tenemos de nosotros mismos, tiende a manifestarse en nuestro modo automático de actuar. Si de vez en cuando, nos escucháramos, nos observáramos, con la misma atención con la que escuchamos y observamos a los demás, tal vez, podríamos hacernos conscientes de que, lo que llamamos autonomía, pensar en nosotros mismos, actuar por amor y respeto a sí mismo, obedecer a Dios no es más que una forma de negar nuestros anhelos más profundos y el asentimiento que la vida viene pidiéndonos desde hace rato. El dolor que no se asume, genera respuestas automáticas que, generan dolor en quienes está a nuestro alrededor y a nuestra conexión con la vida. Después de una experiencia dolorosa, no podemos levantarnos de la cama al día siguiente, como si no hubiera pasada nada. En un taller de constelaciones, llamó profundamente la atención, como una consultante se maravillaba del temblor que sentía en todo su cuerpo. Hacía mucho que no sentía el cuerpo, dijo. Después de perder al hijo y ver como el esposo se marchaba de la casa, para irse a vivir con otra pareja que tenía el mismo tiempo de embarazo que ella, esta mujer se levanta de la cama al día siguiente para irse a trabajar como si no pasara nada. Según ella, para no darle gusto a quienes querían verla destrozada. Esta negación se fue convirtiendo, a medida que pasaba el tiempo, en una irascibilidad y agresividad incontrolable. Lo que en su momento fue negado, ahora, se manifiesta desproporcionadamente impidiendo que la vida fluya. La vida del ser humano se mueve, inexorablemente, entre dos polos: vida y muerte, bienestar y sufrimiento, bien y mal. Nunca sabremos quien prevalecerá. De ahí, que la vida sea necesariamente una lucha. Así es la vida, no hay nada qué hacer al respecto. A nosotros nos concierne vivir en conexión permanente y profunda con las corrientes de la vida, si deseamos conservar la vida y, a pesar de lo que suceda, mantener la fuerza para mantenernos en pie y con deseos de seguir avanzando en el camino de la realización plena de lo que somos, de nuestra identidad. Intentar darle la espalda a la realidad puede hacer que la desconexión se convierte en el patrón de conducta a través del cual intentamos satisfacer nuestras necesidades sin hacernos responsables. Las personas desconectadas no sólo niegan sus necesidades, también desconocen las necesidades de los demás y, por esa razón, actúan sin consideración y respeto por las necesidades de los demás. Las cosas podrían ser diferentes, si tuviéramos una mirada positiva sobre la vida con sentido, en la inmortalidad o en Dios. En la tradición católica existe, desde siempre, la preocupación por la cura del alma. Siempre se ha insistido en la necesidad del acompañamiento espiritual como camino de experiencia que ayuda al alma a liberarse del vacío, del dolor que produjo en su momento la relación con los padres o cuidadores primarios. El anhelo del alma por sentirse parte de Algo Superior y en unión con ese Algo ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes y, como señala la psicología profunda, Dios aún está listo para irrumpir en la psique, en la consciencia del ser humano a la menor provocación o deseo de éste. Cuando Dios irrumpe en la vida, la psique o consciencia de algo, lo que está disperso, disociado, se reúne. Hoy Señor, vuelvo a sentarme a tu mesa. Esta vez como Pedro. El brabucón y cabezota de corazón noble. Tu advertencia, seguramente, le traspasó el corazón y la idea de negarte le llenaría de angustia y confusión. Pedro, el primero de todos y, sin embargo, el que hasta tres veces te negó. El cobarde que huyó de tu mirada al salir del pretorio. Pero Tú, Jesús, viniste por las ovejas perdidas, por los pecadores que se sitúan arrepentidos al final del templo, y no por los fariseos de los primeros puestos. Y, por eso, vuelves a sentarte con Pedro... Y conmigo. Tú eres el Dios de la contradicción y, por eso, el Dios del perdón a Quien continuamente puedo volver (Óscar Cala sj) Francisco Javier Carmona
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