En el desierto encontramos la oportunidad para reinterpretar las experiencias vividas; especialmente, aquellas que nos han distanciado de nosotros mismos, de quienes nos rodean, de nuestra vocación y propósito en la vida. También podemos aprender a darle el verdadero y auténtico valor a la salud, a la enfermedad, a la muerte, a la separación y a todo aquello que, por nuestro afán de ser felices y exitosos, tendemos a minimizar. En el desierto las crisis toman sentido y se convierten en el camino que nos conducen de regreso hacia Dios y hacia nosotros mismos. Aprendemos a dejar a un lado lo que resulta ineficaz para alcanzar la vida en el amor. El Espíritu, en determinadas ocasiones, nos conduce al desierto. El propósito del viaje al desierto, la mayoría de las veces, no es otro que, como dice Fernando Vera, “enfrentarnos a la tentaciones, a los demonios y a las fuerzas oscuras que impiden que entremos en contacto con Dios, con el núcleo esencial del ser. Cuando la ausencia de Dios pesa en el alma, el Espíritu escucha nuestro clamor y hace posible el viaje al desierto que, sin lugar a dudas, es el espacio más adecuado para ver a Dios cara a cara, tal como es. Recordemos que, el desierto más que un lugar geográfico es una experiencia, un estado del alma, una actitud personal.
En el blog del Santo Nombre encontramos lo siguiente: “Nuestra particular situación interna se manifiesta clara cuando estamos en medio del desierto. Cuando nos quedamos sin poder disponer de aquello a lo que nos aferramos. De pronto, no podemos repetir la ejecución de aquél hábito o entablar conversación con aquella persona, no podemos ya contar con lo que contábamos. El desierto puede sobrevenir al surgir la enfermedad, el desempleo, la soledad no querida o una repentina variación del ánimo que nos deja en la acedia. El desierto, aquello que no tiene confines, nos deja sin asideros, nos arranca las dependencias, nos desnuda; nos muestra el propio rostro, ese que no queremos ver, para no sentir el dolor de nuestra constante postergación del cambio. Esta figura –la del desierto– a la que siempre se menciona en la historia de la espiritualidad, refleja la situación del alma humana: Estamos aquí, en medio de la inmensidad, incluidos en lo que no se puede medir ni comprender”. Se dice que hace tiempo, en un pequeño y lejano pueblo, había una casa abandonada. Cierto día, un perrito, buscando refugio del sol, logró meterse por un agujero de una de las puertas de dicha casa. El perrito subió lentamente las viejas escaleras de madera. Al terminar de subir las escaleras se topó con una puerta semiabierta; lentamente se adentró en el cuarto. Para su sorpresa, se dio cuenta que dentro de ese cuarto había 1000 perritos más, observándolo tan fijamente como él los observaba a ellos. El perrito comenzó a mover la cola y a levantar sus orejas poco a poco. Los 1000 perritos hicieron lo mismo. Posteriormente sonrió y le ladró alegremente a uno de ellos. El perrito se quedó sorprendido al ver que los 1000 perritos también le sonreían y ladraban alegremente con él …Cuando salió del cuarto, se quedó pensando para sí mismo: ¡Qué lugar tan agradable! Voy a venir más seguido a visitarlo. Tiempo después, otro perrito callejero entro al mismo sitio y se encontró entrando al mismo cuarto. Pero a diferencia del primero, al ver a los otros 1000 perritos del cuarto se sintió amenazado, ya que lo estaban viendo de una manera agresiva. Posteriormente empezó a gruñir; obviamente vio como los 1000 perritos le gruñían a él. Comenzó a ladrarles ferozmente y los otros 1000 perritos le ladraron también a él. Cuando salió del cuarto pensó: ¡Qué lugar tan horrible es este !¡Nunca más volveré a entrar. En el frente de dicha casa, se encontraba un viejo letrero que decía: La casa de los 1000 espejos. Al desierto llegamos para resolver una situación existencial; por esa razón, hasta una adicción puede ser una experiencia de desierto. La situación existencial es un período de confusión con respecto a nosotros mismos y a los cambios que la vida pide que afrontemos. La situación existencial también puede ser comprendida como una experiencia de duda acerca de nosotros mismos, de nuestra identidad. El desierto puede revelarnos que estamos ante una encrucijada y tenemos qué elegir un camino, una misión, un estilo de vida o, simplemente, la transformación de los valores que han guiado, orientado y sostenido nuestra existencia durante mucho tiempo. Escribe Fernando Vera: “El desierto puede ser visto como el código a partir del cual reinterpretamos las experiencias que definen nuestra vida: limitación, vulnerabilidad, sufrimiento, tentaciones y la presencia escondida de Dios”. Recordemos que, el alma anhela sentirse unida a una fuerza superior que la llene de sentido y le permita sentirse segura, completa y amada incondicionalmente. En el desierto, dice Fernando Vera, “nos damos cuenta que Dios está escondido en el corazón de las cosas y de la historia”. A medida que, nuestro corazón y nuestros ojos se purifican, Dios comienza a revelarse de manera distinta a la que estábamos acostumbrados. Elías había visto a Dios como una fuerza inquebrantable. En el desierto, el profeta descubre que Dios es, en primer lugar, brisa suave que acaricia y transforma el corazón. En segundo lugar, la fuerza que nos sostiene y alienta. Aquello que llevamos en el corazón y es custodiado celosamente por nosotros, como si se tratara de algo sagrado o numinoso, sin que sea nuestra intención, puede convertirse en nuestro Dios. Mientras lo numinoso no se convierta en luminoso puede ser la fuerza que domine y transforme nuestra psique provocando un gran sufrimiento o tentación en nuestra alma. Un niño que, en su corazón lleva el deseo de llamar la atención de su padre, mostrando que es fuerte, un macho, un hombre a carta cabal puede terminar cargando sobre sus espaldas un peso enorme: una deuda, una obligación o una relación sumamente difícil. Este afán puede convertirse en la fuerza que gobierna el corazón, dirige sus decisiones, acciones y relaciones. En estos casos, el desierto revelará el verdadero rostro de Dios, el que liberará a este ser humano del peso que su corazón ha soportado. Llegamos al desierto porque el Espíritu nos empuja. Una vez instalados allí, no tenemos otra alternativa que enfrentar las imágenes falsas que tenemos de Dios. Muchos, se han negado a desarrollar sus talentos, los dones que la vida ha puesto en sus manos al ser engendrados. Al actuar de esta forma, también se niega a Dios que actúa a través de nuestros dones y talentos, cuando los rechazamos, los desconocemos, nos resistimos a desarrollarlos entramos en una batalla no sólo con la vida, con nosotros mismos, sino también con Dios. Cuando una mujer aborta, le dice al hombre con el que engendró: ¡No quiero nada tuyo!; del mismo modo, el que se niega a vivir, a desarrollar sus talentos, a seguir su destino, le dice a Dios en su corazón: ¡No tengo nada que ver contigo! Nunca estamos solos. A veces la soledad es mordiente compañera. Asalta, inquieta, duele. Los muros de dentro no tienen puertas. Hay gritos ahogados que nadie escucha. La furia, la tristeza, el desencanto, el miedo. Oleadas de zozobra golpean contra un silencio enmascarado en rutinas. ¿No hay nadie ahí? ¿Es nuestra libertad una condena? ¿Cómo se acarician las heridas invisibles? Hasta que una voz sutil, distinta, nueva, intenta hacerse oír sobre el fragor de la tormenta que te agita. Yo siempre estoy contigo. Siempre. Conmigo. Entonces intuyes que es verdad, y el muro interior se resquebraja, mientras renace la esperanza (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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