La necesidad de atender a nuestra vulnerabilidad es la fuerza que nos lleva al Desierto. Cuando nos encontramos en una situación, que reviste una amenaza o ante la posibilidad de experimentar un daño, es cuando más sentimos la indigencia de nuestra condición humana. Al Desierto, somos conducidos para que descubramos que, al poner la confianza en Dios, nunca quedaremos defraudados. San Pablo en la Carta a los romanos afirma: “Nadie que ponga su confianza en el Señor queda defraudado”. El Desierto se atraviesa abandonándose en Dios. La fe es la que nos conduce; no sólo es nuestro escudo, también es la lámpara que guía nuestros pasos y la fuerza que nos sostiene. La vulnerabilidad nos lleva a preguntarnos: ¿Dónde estamos poniendo nuestra confianza? Al Desierto, vamos para protegernos de las acechanzas de nuestros enemigos. Por enemigos internos entendemos, a los pensamientos que nos atrapan en un bucle del cual no logramos salir y que, nos va llenado de enojo, furia, soberbia, deseos de destruir lo que está a nuestro paso, etc. También podemos considerar enemigos al orgullo, los celos, la envidia, la lujuria, la codicia. Muchos, enseñan que, para vencer a los enemigos hay que deshacerse de ellos. Curiosamente, esta espiritualidad incita a la violencia. Deshacernos de lo que nos incomoda, puede llegar a extenderse a otros ámbitos de la vida, sin que seamos conscientes. Jesús, nos invita a orar por nuestros enemigos y a acoger aquello que intenta hacernos daño. Lo anterior, revela que, donde hay celos, envidia, rabia, enojo, etc., también está faltando el amor hacia nosotros mismos. Todas estas pasiones nacen como respuesta a una experiencia de desamor. El amor es el que vence todos los obstáculos.
Al huir de nuestros enemigos, sin darnos cuenta, estamos buscando una fuerza superior que nos proteja, que nos haga sentir seguros, a salvo. La experiencia Bíblica enseña que, en el Desierto Dios nos espera para hablarnos de su amor, de su fidelidad y, de manera especial, de su entrega. En el Desierto, poco a poco vamos tomando consciencia de las cualidades que nos acompañan y con las cuales podemos hacer frente a los desafíos de la vida. El libro del Deuteronomio (32,10) nos recuerda que, en el Desierto Dios encontró a su pueblo, las condiciones en las que éste estaba y, lo que Dios hizo por ellos. “Los encontró en un lugar salvaje, en un terreno baldío poblado de aullidos. Los cubrió con su manto, cuidó de ellos, los guardó como a la niña de sus ojos" Keichu, el gran maestro zen de la era Meiji, era el abad del templo de Tofuku, en Kioto. En cierta ocasión recibió la visita del gobernador. Era la primera vez que este venía a verlo. Un sirviente presentó su tarjeta, en la que se leía: Kitagaki, gobernador de Kioto. No tengo nada que ver con ese señor, declaró Keichu al mensajero. Dile que se marche. El sirviente, disculpándose, devolvió la tarjeta al gobernador. Fue culpa mía, dijo este. Tomando un lápiz tachó las palabras gobernador de Kioto. Ve y anúnciame de nuevo. ¡Ah! ¿Es Kitagaki?, exclamó el abad al leer la tarjeta. Dile que pase; quiero verlo. Recordemos que, el Desierto representa un estado interno del ser humano, una experiencia de desolación del alma, un período de confusión del Espíritu. En el Desierto, se experimenta con toda su intensidad el vacío existencial y el rechazo a Dios. Es decir, se evidencia la pelea interna que sostenemos con la necesidad de darle a nuestra vida un fundamento y orden a nuestras emociones. Si bien es cierto que, en el Desierto la vida se siente amenazada también lo es que, sin ir al Desierto no logramos vivir auténticamente. El Desierto es el lugar donde se muere y se recupera la vida. El Desierto representa entonces, la situación existencial en la que nos encontramos y a la que intentamos dar respuesta, muchas veces, sin contar con lo que es esencial para nosotros e invisible para los ojos. El Desierto representa tres realidades del mundo interno propio. En primer lugar, el Desierto refleja el vacío existencial en el que nos encontramos. La vida se vuelve difícil cuando la superficialidad comienza a desbordarnos. Llega un momento, en el que el alma se hastía de lo banal, superficial e inocuo. Aquí es cuando aparece la enfermedad psicológica. El segundo aspecto tiene que ver con el caos en nuestras relaciones interpersonales. Cuando abandonamos el lugar que nos corresponde en las relaciones o sentimos temor de tomar nuestro lugar en la vida, el alma y el Espíritu comienzan a sufrir enormemente. Aquí es cuando aparecen las adicciones, los accidentes involuntarios, las manipulaciones, etc. Finalmente, se refleja la ausencia de Dios; es decir, la incapacidad de darle a la vida un fundamento sólido, aquello que, en los momentos de mayor dificultad, sea nuestra fuente de fortaleza y solidez interior. El Desierto, contemplando la imagen del profeta Elías, representa el itinerario interior que debe recorrer todo aquel que busca el consuelo en Dios cuando siente que su vida está amenazada y no hay un lugar donde encontrar refugio, que no sea en la soledad, en Dios. Elías, en primer lugar desea morir, renuncia al alimento. Viene el ángel del Señor y le ofrece pan. Podemos alimentarnos de las obsesiones, del miedo, de la insatisfacción, del victimismo, del rencor, de la culpa, de la soberbia, del orgullo, de la desconexión, etc. Con este alimento, nos mantenemos de pie durante poco tiempo, la fuerza que nos da termina convertida en agresividad. El pan que el Señor nos da, que no es otra cosa que su propia vida, siempre permanece con nosotros, siempre nos anima y conforta. Al tomar este pan, podemos subir hacia el Monte del encuentro con el Señor. La imagen del Monte del encuentro con el Señor refleja el proceso interior del ser humano que, anhelando a Dios, se fatiga, se cansa y tiene que vencerse a sí mismo para alcanzar la meta auténtica de su existencia: ver el rostro de Dios y verse a sí mismo como en realidad es. Para lograr este objetivo, es necesario, desprenderse de todo lo que es aparente, lleno de orgullo y falsedad. La conexión con Dios es la única forma viable y sana de lidiar con nuestros enemigos internos. Quien ama el barro que es, puede dejarse moldear por el amor y, ver el milagro en el que puede llegar a convertirse. El que ama su vulnerabilidad y la acoge puede ver la vida nueva que Dios es capaz de regalarle. Recordemos que, Dios nos lleva al Desierto para volvernos a enamorar. En el Desierto, podemos ver la zarza que siempre arde, ese fuego divino desde el que Dios invita a realizar la vida en el amor, la entrega, la bondad, etc. En el Desierto, lo que está roto, se sana; lo que es apariencia, se desvanece; lo que es efímero, se convierte en deseo de eternidad, etc. Donde Dios se hace presente, las realidades que nos quitan la vida, se transforman. En el Desierto, el ser humano puede exclamar, sin sonrojarse, ¡sólo en Dios tengo puesta mi confianza porque Él, nadie más, puede llenar mi existencia de sentido y colmarla de amor verdadero! En el Desierto descubrimos a quien y a qué vale la pena consagrarle definitivamente la vida. El camino te lleva a un extraño Desierto, que se extiende, inmenso, por donde alcanza la vista. El Desierto no tiene ni tiempo ni lugar, su manera es única. Ningún pie atravesó esta tierra desierta, nunca llegó allí un ser creado: existe, pero nadie sabe nada. Está aquí, está allí, es lejano y cercano, es profundo y alto, es tal que no es ni esto ni aquello. Es luminoso, es claro, cuando no es oscuro, es desconocido, no tiene nombre, no tiene comienzo ni tampoco fin, es silencio, desnudez sin ropajes. ¡Quién conoce su morada? Qué salga uno y nos diga cuál es su forma. Vuélvete como un niño, vuélvete mudo, vuélvete ciego. Tu propio yo nada ha de volverse, ahuyenta lejos de ti todo yo y toda nada. Ni el lugar ni tiempo, hasta imágenes evita. Marcha sin camino por la estrecha vereda, llegarás así a la vía del Desierto. Oh, alma mía, sal y entra en Dios. Húndase todo mi yo, en la nada de Dios, húndase en la inmensa marea. Si huyo de ti, tú vienes a mí. Si yo me pierdo, a ti te encuentro: ¡oh, bien más allá de todo ser! (El grano de mostaza, del entorno del Maestro Eckhart) Francisco Javier Carmona
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