En el libro de la sabiduría, según el Papa Francisco, encontramos las siguientes palabras: “Cuando la noche estaba en el silencio más profundo, ahí tu palabra bajó a la tierra”. Con estas palabras, el Papa Francisco, quiere resaltar el valor que tiene el silencio que nace de la contemplación en la vida del ser humano. Para le espiritualidad cristiana, Dios se manifiesta en el silencio, en la suavidad de la brisa, en la fragilidad de la condición humana. El silencio, según enseña la espiritualidad, es la máxima expresión que un ser humano puede mostrar hacia la vida, la situación y las búsquedas propias y del otro. Lo contrario al silencio, es el juicio, la palabra que interpreta y la desconexión representada en el desinterés por lo que vive el otro; es decir, la falta de empatía. Cuando se guarda silencio, se permite a Dios manifestarse. Nadie encuentra a Dios en el bullicio y, menos aún, en el juicio y el afán de sentirse mejor que los demás. En el momento de mayor oscuridad, donde todo entra en silencio, Dios se manifiesta y nos regala su Luz. Ese es, por ejemplo, el misterio de la Navidad. El silencio permite que sea Dios quien tomé la iniciativa en nuestra vida, en nuestras dificultades, frente a la oscuridad que nos rodea. Muchas cosas continúan igual, en la vida de muchos, porque aún no aprendemos a callar, seguimos, como lo dice Thomas Merton, bajo el efecto del papagayismo. En el silencio, la mente descansa y todas nuestras fuerzas se regeneran.
Cuando no paramos de hablar, tenemos miedo de callar, porque sabemos que, si el silencio emerge también lo hace la verdad que, de una manera u otra, queremos evitar. Bert Hellinger señala, por ejemplo, que el consultante que quiere contar la historia completa de lo que le sucede, que no para de hablar, es porque en el fondo no quiere trabajar y, menos aún, enfrentarse con la posibilidad de reconciliarse y sanar. Aquellos que, después de un trabajo terapéutico, sienten que lo realizado no fue suficiente, más que el deseo de curarse, están aferrados a la imposibilidad de ponerle fin al sufrimiento. No por mucho hablar y contar la historia, la integración y superación de la disociación se hará más rápido y efectiva. Detrás del mucho hablar, hay un afán de convencer al terapeuta, de que quien sufre, es realmente una víctima. La voz se propagó a través de la campiña, sobre el sabio hombre santo que vivía en una casa pequeña encima de la montaña. Un hombre de la aldea decidió hacer el largo y difícil viaje para visitarlo. Cuando llegó a la casa, vio a un viejo criado al interior, que lo saludó en la puerta. Quisiera ver al sabio hombre santo, le dijo al criado. El sirviente sonrió y lo condujo adentro. Mientras caminaban a través de la casa, el hombre de la aldea miró con impaciencia por todos lados en la casa, anticipando su encuentro con el hombre santo. Antes de saberlo, había sido conducido a la puerta trasera y escoltado afuera. Se detuvo y giró hacia el criado: ¡Pero quiero ver al hombre santo! Usted ya lo ha visto, dijo el viejo. A todos a los que usted pueda conocer en la vida, aunque parezcan simples e insignificantes… véalos a cada uno como un sabio hombre santo. Si hace esto, entonces cualquier problema que usted haya traído hoy aquí, estará resuelto. Detrás del afán de hablar, de explicar con detalles lo ocurrido, se esconde, la mayoría de las veces, un afán de destruir a otro. En el mucho hablar y hacerlo de afán, nunca faltan los juicios y las verdades a medias sobre lo que ha ocurrido. La lengua, con ser un miembro pequeño, puede vanagloriarse de ganar grandes batallas. Dice el libro del eclesiástico: “Son muchos más lo que caen por el filo de las palabras, que por el filo de la espada (28,18). Hasta uno mismo es presa fácil de las palabras dichas con ligereza y en el afán de salir de un momento de angustia o culpa. La profundidad del corazón se encuentra en el silencio. El que sabe guardar silencio también sabe que, todo lo que en el momento presente está sucediendo, va a pasar. El hombre perfecto, nos enseña el apóstol Santiago en su carta, no es el que habla mucho o tiene una gran elocuencia; por el contrario, detrás de palabras elocuentes, puede esconderse un embustero. De eso, puedo dar viva fe. El hombre perfecto es aquel que, en el silencio de su propia habitación o corazón, guarda silencio y se abstiene de mentir con su palabra o con su vida. El silencio es el espacio que el Ego le concede a la reflexión y a la sabiduría. Un corazón reconciliado consigo mismo, también se revela, en la reconciliación con la lengua; es decir, las palabras se vuelven cuidadosas y, en la medida de lo posible, mesuradas. No todo el que diga: Señor, Señor, dice Jesús, entrará en el Reino de los cielos. La espiritualidad cristiana auténtica se reconoce porque, en lugar de invitar al ruido, abre espacios para el silencio, la contemplación y la meditación del misterio. Escribe el Papa Francisco: “La profundidad del corazón crece con el silencio, silencio que no es mutismo, como he dicho, sino que deja espacio a la sabiduría, a la reflexión y al Espíritu Santo. A veces tenemos miedo de los momentos de silencio, ¡pero no debemos tener miedo! Nos hará mucho bien el silencio, agrega. Además, el beneficio del corazón que tendremos sanará también nuestra lengua, nuestras palabras y sobre todo nuestras decisiones. De hecho, José ha unido la acción al silencio. Él no ha hablado, pero ha hecho, y nos ha mostrado así lo que un día Jesús dijo a sus discípulos: No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7,21)”. La figura de José, en este camino de contemplación, resulta relevante porque, a través de su figura, podemos comprender cómo el silencio, la contemplación y la acción correspondiente a lo vivido interiormente contribuye a la realización de la voluntad divina. En el momento de mayor confusión, José guardo silencio y, en la oscuridad de la noche, pudo comprender que, “Dios siempre está actuando y dando orden a todo lo que sucede, para convertirlo en instrumento y camino de su santa voluntad”. Dios crece en el silencio. La dimensión contemplativa de la vida se recupera, cuando aprendemos a considerar el silencio como un alimento del alma y un atributo de la fe. El silencio nos invita a entrar dentro de nosotros mismos y conocer lo que nos habita. El que conoce la verdad y camina en ella, convierte su vida en un camino de sabiduría. La sabiduría es el fruto del silencio que contempla. Hay quien grita con su vida, aunque no pronuncie una sola palabra. Testigos callados que hablan en el gesto y la mirada. No anuncian, a voz en grito, lo que hacen o piensan. Ni alardean, ni justifican. Es su historia la que narra cómo aman, dónde viven, por quién luchan, qué anhelos tiran de ellos, en qué creen. Es su huella silenciosa la que deja adivinar al Dios que les habita (José María R. Olaizola, sj) San José, hombre de silencio, tú que en el Evangelio no has pronunciado ninguna palabra, enséñanos a ayunar de las palabras vanas, a redescubrir el valor de las palabras que edifican, animan, consuelan, sostienen. Hazte cercano a aquellos que sufren a causa de las palabras que hieren, como las calumnias y las maledicencias, y ayúdanos a unir siempre los hechos a las palabras. Amén. Francisco Javier Carmona
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