El Desierto como experiencia de encuentro con nosotros mismos también es el espacio para que, sanemos de nuestras enfermedades, lagunas, debilidades y nos reconciliemos con las sombras, con nuestros deseos más profundos, con nuestro Yo interior. Según la psicología profunda, el Yo interior es la parte más sensible y abierta a la divinidad que tenemos. Entramos en contacto con ese Yo interior, a través de la meditación, la reflexión, la contemplación y la purificación de nuestras pasiones, deseos y afectos desordenados. Esta parte de nuestro ser profundo se revela en la medida que, somos capaces de contener los impulsos, los instintos, al mismo amor. En el desierto aprendemos que el deseo de Dios no niega nuestros deseos. Como dice Fernando Vera: “El desierto integra el deseo de Dios con nuestros deseos. El pecado no está en tener deseos, sino en ignorar la llamada que anida en ellos. El desierto, obliga, por tanto, a vivir la soledad de una manera sana y creativa, alejándonos de su rostro insolidario y acercándonos a su faceta transformadora, pues es en la soledad donde podemos encontrar paz interior y sentirnos escuchados por el otro como personas adultas”. En este proceso, todos nos transformamos en amigos de Dios. Cuando los prejuicios, el desorden y la incertidumbre apremian, podemos ir al desierto y, animados por el deseo de encontrarnos con Dios en el amor, liberarnos de todo lo que se volvió inútil para vivir plenamente.
El desierto, nos dice Fernando Vera, permite que encontremos a Dios en nuestras incertidumbres, en nuestros desvelos, en nuestros afanes y en nuestras dudas. El desierto anima a poner la confianza en Dios, sólo en Él. Cuando hacemos esto, nos sentimos animados a descubrir nuevas capacidades en nosotros, a encontrar la vocación personal y a vivir de manera única la vida. Podemos evocar los versos de León Felipe, citados por Fernando Vera en acompañar la incertidumbre: “Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este camino que yo voy. Para cada persona guarda un rayo nuevo de luz el sol… y un camino virgen, Dios”. Hacia Dios avanzamos, en la medida que, vamos reconociendo nuestra individualidad. Un avaro enterró su oro al pie de un árbol que se alzaba en su jardín. Todas las semanas lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero, un buen día, llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío. El hombre comenzó a dar alaridos de dolor, al punto que sus vecinos acudieron corriendo a averiguar lo que ocurría. Y, cuando lo averiguaron, uno de ellos preguntó: ¿Empleaba usted su oro en algo? No, respondió el avaro. Lo único que hacía era contemplarlo todas las semanas. Bueno, entonces, dijo el vecino, por el mismo precio puede usted seguir viniendo todas las semanas y contemplar el agujero. En el mundo actual, donde las personas hacen todo lo que está a su alcance para huir de lo que represente un esfuerzo, encuentro con el dolor, con la incertidumbre y hasta consigo mismo, va tomando valor, cada vez más, lo que nos conduce al desierto. De un modo u otro, vamos comprendiendo que los valores que la cultura actual nos propone, que de alguna forma bloquean nuestra relación con los demás y con Dios, no son caminos hacia la felicidad como, en un momento determinado, cuando los aceptamos, creíamos. Hoy, son cada vez más las personas que sienten la necesidad de abrazar lo que nos humaniza, lo que nos ayuda a crecer y, lo que hace posible un encuentro honesto con Dios. La preferencia por el desierto, por los espacios de encuentro con nosotros mismos, con la incertidumbre permiten que conozcamos los espacios baldíos y estériles del alma. También que sepamos cuáles territorios de nuestra alma son habitados por las fieras, los demonios y las fuerzas que, de una u otra forma, ponen a la vida en la encrucijada de tener que elegir entre la vida y la muerte. En el desierto sabemos de las tentaciones y de las quimeras detrás de las cuales hemos corrido importantes períodos de nuestra existencia. Finalmente, en el desierto aprendemos que los momentos más difíciles han sido los momentos de mayor crecimiento y conversión. Donde hubo dolor, cuando este fue asumido amorosamente, muchos aprendieron sobre sí mismos y sobre la sabiduría con la que debían comenzar a vivir desde entonces. La estancia en el desierto está encaminada, orientada, hacia nuestra transformación. En el desierto aprendemos que lo estéril puede ser fértil, que lo oscuro puede ser iluminado, lo intransitable también puede convertirse en camino y la rigidez puede llegar a ser mirada nueva y flexible. En la espiritualidad marianista se considera que el hombre de fe es, ante todo, un ser que se adapta al cambio. En el desierto, nos dicen los expertos, encontramos ciertamente oasis, lo que significa, en palabras de Fernando Vera: “poner orden en nuestras relaciones, permitir que sea un tiempo para recuperarnos de las heridas y problemas, hacer higiene frente a los estímulos y pasiones desordenadas, conectar con los diferentes momentos de nuestra vida y, sobretodo, aprender a poner atención al Espíritu que, siempre está presente”. En el desierto, el hombre se encuentra con Dios. Esa experiencia es larga, exigente y laboriosa. Dice Fernando Vera: “se caracteriza por el desarraigo, la ignorancia y el vacío interior, hasta el punto que podemos decir que es el encuentro entre dos desiertos: el vacío del ser humano que se vierte en el vacío de Dios”. Donde hay dureza de corazón, el Señor, con su amor, puede hacer que brote un manantial de vida. Marc Foley escribe: “La felicidad es una cualidad del alma, algo que se obtiene cuando nuestra naturaleza más profunda alcanza su plenitud. Y dicha plenitud, para la escolástica significa, unión con Dios. Lo que realmente nos hace felices no es saber cómo fuimos creados o modelados sino que estamos destinados a vivir en comunión de amor con Dios”. Podemos sobrevivir a las tentaciones del desierto si guardamos celosamente en el corazón la convicción de que Dios nos acompaña, de que Él nos sana y, sobretodo, de que Él, nadie más, puede hacer fecundos nuestros esfuerzos, fatigas y cansancios. El deseo más profundo de nuestro corazón está relacionado con el deseo de vivir el amor de Dios como lo hace una pareja dentro del matrimonio; es decir, afrontando las luchas, los vacíos, las ausencias, las tentaciones de abandono, pero sobre todo, con el deseo firme de perseverar hasta el final, pase lo que pase. El alma enamorada sabe que, ninguna creatura, ningún éxito por aclamado que sea, ni ninguna comodidad pueden calmar la sed de amor que habita en ella. Amo Señor tu sendas, y me es suave la carga que en mis hombros pusiste; pero a veces encuentro que la jornada es larga, que el cielo ante mis ojos de tinieblas se viste, que el agua del camino es amarga, es amarga, que se enfría este ardiente corazón que me diste; y una sombría y honda desolación me embarga, y siento el alma triste y hasta la muerte triste... El espíritu es débil y la carne cobarde, lo mismo que el cansado labriego, por la tarde, de la dura fatiga quisiera reposar... Mas entonces me miras... y se llena de estrellas, Señor, la oscura noche; y detrás de tus huellas, con la cruz que llevaste, me es dulce caminar (José Luis Blanco Vega, sj) Francisco Javier Carmona
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