El desierto es una imagen muy bella, a mi parecer, que describe con mucha propiedad el proceso de madurez espiritual. Entrar en el desierto significa, entre otras cosas, acercarse al corazón mismo de la vida contemplativa. Cuando experimentamos una ruptura interna, parece que la disociación o fragmentación están muy cerca de nosotros, es necesario retirarse, para volver a lo esencial. La conexión con aquello que es invisible a los ojos; pero, no al corazón, es lo que permite que podamos sentirnos dueños de nuestra vida y, sobretodo, libres ante Dios y, ante nuestra vocación o propósito de vida. La libertad espiritual sólo se conquista luchando con los demonios, complejos, que habitan en nuestro corazón y, que al inundar la psique, toman el control de nuestro mundo afectivo, relacional, cognitivo, laboral, familiar y espiritual. Es necesario reconocer que, existen estructuras que hacen posible la manifestación de nuestro ser y, junto a ellas, otras estructuras que obstaculizan no sólo el ser sino que nos oprimen de tal forma que nos hacen sentir que, no tenemos derecho a existir. Las estructuras que niegan el derecho a la existencia provienen, la mayoría de las veces, de la imagen negativa de la vida que se formó en el vínculo con el mundo de la madre. Ellas hacen que la desvalorización y la culpa sea un sentimiento constante. Así, en el mundo externo, nos llegamos a sentir paralizados, con temor a ser agredidos, sin derecho a destacarnos, a disfrutar. El esfuerzo, la disciplina y el trabajo se convierten en la estrategia adecuada para poder sobrevivir. Sólo la conexión con la vida, desde un lugar diferente, puede permitirnos ser plenamente. Quien reconoce que, el amor viene de una Fuente superior a los padres, puede conectar con la vida, sintiéndose con derecho a existir, amar y ser amado.
Cierto día, el maestro prometió a su discípulo una gran enseñanza, una que no podría encontrar en ninguno de los libros escritos por el hombre. El alumno, impaciente, le pidió al sabio que cumpliese su promesa con celeridad. El maestro, entonces, le ordenó: Sal afuera, bajo la lluvia y quédate con los brazos abiertos, mirando al cielo. Permanece así durante tres horas. Así de esta forma, se te revelará la enseñanza. Al día siguiente, el discípulo, resfriado, fue en busca de su maestro, y le dijo: Maestro, seguí vuestro consejo y me calé hasta los huesos. Me sentí como un verdadero idiota. Muy bien, dijo el sabio, para ser el primer día creo que es una gran enseñanza... ¿no te parece? Antes de poder convertirnos en lo que realmente somos, es necesario convertirnos en seres que logran conectar con su alma y con el sentido de la vida; es decir, superar el vacío que llevamos en las entrañas. Una vez que, nos reconocemos a nosotros mismos como somos, podemos atrevernos a vivir por fuera de las estructuras que, por su rigidez y fuerza sistémica, impiden que nuestro ser manifieste la verdad, libertad y luz que hay en él. Muchos, no se atreven a salir de las estructuras asfixiantes en las que se encuentran por miedo a perder la vida, creen que, si se alejan de lo que los ha sustentado durante muchos años, no serán capaces de continuar viviendo. De ahí, la necesidad espiritual de ir al desierto, al lugar donde no hay apoyos, pero, donde todos nuestros, demonios se manifiestan. En el desierto podemos abrazar nuestra identidad y conocer cuál es nuestra misión. Al respecto, escribe Carlos de Foucauld: “Hay que atravesar el desierto y permanecer en él para acoger la gracia de Dios. Es aquí donde uno se vacía de sí mismo, donde uno echa de sí lo que no es de Dios y donde se vacía esta pequeña casa de nuestra alma para dejar todo el lugar para Dios solo. Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió en el desierto antes de recibir su misión, san Pablo, san Juan Crisóstomo se prepararon en el desierto. Es un tiempo de gracia, un período por el cual tiene que pasar todo el mundo que quiera dar fruto. Hace falta este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, en medio del cual Dios establece su reino y forma en el alma el espíritu interior: la vida íntima con Dios, la conversión del alma con Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Más tarde el alma dará frutos exactamente en la medida en que el hombre interior se haya ido formando en ella. Sólo se puede dar lo que uno tiene y es en la soledad, en esta vida solo con Dios solo, en el recogimiento profundo del alma donde olvida todo para vivir únicamente en unión con Dios, que Dios se da todo entero a aquel que se da también sin reserva. ¡Date enteramente a Dios solo y Él se dará todo entero a ti!” La contemplación es un desierto permanente, un vaciarse continuo de sí mismo para dejar que sea Dios, antes que nuestros complejos, quien habite en nuestro corazón y dirija nuestras decisiones y nuestros pasos hacia la plenitud de la vida. El desierto es, entonces, la experiencia de encuentro permanente con nosotros mismos en la desnudez de nuestro ser, sin apoyos en las estrategias de sobrevivencia y, menos aún, en las racionalizaciones que provienen de la máscara y nos tranquilizan porque nos hacen sentir leales con el sistema familiar y con aquello doloroso que intentamos sepultar en el inconsciente. El desierto representa entre otras, la vida que se vive en soledad, en compañía de uno mismo y de Dios. La soledad se vuelve angustiante cuando estamos desconectados de nosotros mismos y preocupados por estar a la altura de lo que esperan de nosotros los demás. El desierto como experiencia interior es el espacio que podemos construir para alimentar la pasión por la vida y la relación con Dios como fundamento de nuestra vida. El principal aprendizaje que tiene que realizar, quien desea llevar una vida de íntima comunión con Dios, consiste en, aprender a cultivar la disciplina de entrar en contacto con aquello que habita en su corazón. La vida contemplativa es aquella que encuentra su razón de ser en vivir para aquello que da sustento, vitalidad, fuerza y consistencia a la propia vida porque la llena de sentido y, además, le hace sentir que vivir es un acto no sólo profundamente bello, sino también de autoafirmación, de todo aquello que vale la pena ser vivido porque hace posible la reconciliación, el encuentro y el amor. La vida que se reafirma como algo valioso, necesariamente, está llamada a ser una vida contemplativa. En el silencio, en el encuentro, en la oración y en la entrega, lo contemplado se convierte en acción y la acción en llama viva del amor. La vida en el desierto, en la vigilancia del corazón, se convierte en una protesta contra el mundo que, al inundarnos de información, quiere vernos distantes de nosotros mismos y conectados con el afán de producir para algún día, conquistar la felicidad que da el descanso. Trabajamos sin parar para poder descansar y, cuando llega el momento anhelado, nos ponemos a hacer miles de tareas porque no sabemos vivir en comunión con nosotros mismos y con el amor que habita en nuestro corazón. El silencio nos asusta y el encuentro nos agobia. Entrar en el desierto es fácil, permanecer en él es un acto no sólo de disciplina sino de entrega y generosidad. El que ama va al desierto porque sabe que allí, el amor le susurra al oído las palabras que hay guardadas en el corazón. Vengo a Ti para que me acaricies antes de comenzar el día. Que tus ojos se posen un momento sobre mis ojos. Que acuda a mi trabajo sabiendo que me acompañas, Amigo mío. ¡Pon tu música en mí mientras atravieso el desierto del ruido! Que el destello de tu Amor bese las cumbres de mis pensamientos y se detenga en el valle de la vida, donde madura la cosecha (Rabindranath Tagore) Francisco Javier Carmona
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