El evangelio de Mateo, en el capítulo 8, nos cuenta: “Y cuando era ya tarde, trajeron a él muchos endemoniados; y echó fuera los demonios con su palabra y sanó a todos los enfermos, para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta Isaías, que dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”. Carl Gustav Jung y otros grandes maestros señalan que la espiritualidad es autoconocimiento. Para San Ignacio de Loyola, el conocimiento interno de sí, nos dispone para servir a Dios, sin otro interés y querer que el de hacer su voluntad. Cada vez que escucho estas palabras, de inmediato, viene la imagen de María, que ante el anuncio del ángel no duda en decir: “Hágase, Señor, según tu voluntad”. En un taller de constelaciones, una mujer consultó porque, desde hace algún tiempo, no hace otra cosa sino sufrir de una enfermedad tras otra. Le han trasplantado riñones y pulmones, le pusieron una válvula en el cerebro y otra en el corazón, había superado un cáncer y, ahora, estaba sufriendo de fuertes dolores en las articulaciones. Al principio, creí que la mujer exageraba. Después, me di cuenta del gran sufrimiento que llevaba encima. El alma comenzó a transitar por el dolor, tres meses después de la muerte de su padre en un accidente. Habían estado enojados durante muchos años. Cuando ocurrieron los sucesos, el padre la tenía como contacto de emergencia. Ella acudió y cuando llegó, el padre ya había fallecido. Comenzó a lamentarse profundamente por no haber tenido la oportunidad de perdonar a su padre. Ese lamento, como suele suceder, se convirtió en un bucle permanente de repetición y en el origen emocional de la enfermedad.
Durante el desarrollo de la constelación, sucedía algo curioso: cada vez que la consultante hablaba de perdonar al papá, el representante de la enfermedad se activaba nerviosamente. Suele suceder que, nuestro Ego, saboteador de nuestro crecimiento personal, suele dejarnos anclados en recuerdos donde nuestra superioridad moral fue puesta en duda. Bert Hellinger señalo la jerarquía como uno de los tres órdenes del amor. Este orden nos recuerda que, los miembros del sistema familiar que llegaron primero tienen prioridad sobre los que vinieron después. En este caso, los padres están primero que los hijos. Cuando alguien que llegó después, se pone por encima de quien llegó primero, viola el orden y la relación se conflictúa. Creer que estoy por encima de los padres causa un desorden grave en el sistema familiar. Hace unos días, una muchacha decía con rabia: “Esos señores, no merecen ser mis papás”. Cuando el orden de jerarquía se desconoce, el agresor termina sintiendo en su consciencia que ya no pertenece. De esta forma, se pone en entredicho el bienestar emocional, psíquico y espiritual. Sabemos que la enfermedad es la pérdida del equilibrio y bienestar que experimenta un organismo como resultado de una reacción ante una amenaza proveniente del medio en el que se encuentra el individuo que enferma. El alma se protege enfermando de lo amenazante que resulta deshonrar a los padres, desconocerlos, humillarlos o ponerse por encima de ellos intentando dirigirles la vida, sobre todo cuando ellos aún tienen consciencia de sí mismos. Sabemos que la pertenencia está siendo amenazada porque nos sentimos excluidos y, curiosamente, los excluidos siempre que pueden, excluyen y menosprecian a los demás. Un discípulo llegó a lomos de su camello ante la tienda de su maestro sufí. Desmontó, entró en la tienda, hizo una profunda reverencia y dijo: Tengo tan gran confianza en Dios, que he dejado suelto a mi camello ahí afuera, porque estoy convencido de que Dios protege los intereses de los que le aman. ¡Pues sal fuera y ata tu camello estúpido!, le dijo el maestro. Dios no puede ocuparse de hacer en tu lugar lo que eres perfectamente capaz de hacer por ti mismo. La constelación termina, los participantes encuentran el bienestar y equilibrio, cuando la consultante dice al padre: “Papá fue doloroso lo que pasó entre los dos. Me dolió la distancia. Puse un muro entre tú y yo. Hubiera querido un abrazo tuyo antes de morir. En lugar de reproches, tengo muchas cosas que agradecerte. Sé que comprendes, ahora que estás en el corazón de Dios, lo que aún yo no comprendo. Te amo y me siento orgullosa de ser tu hija. Gracias, papá. Te dejo ir en paz y me quedo con lo mejor que puedo tener de ti, la vida”. De inmediato, y espontáneamente, la mujer exclamó: “la guerra conmigo misma, terminó”. A diario, pienso en las personas que teniendo la oportunidad de reconciliarse con la vida, de hacerlo diferente a la consciencia de su sistema familiar, deciden permanecer en sus conductas llenas de rencor, de superioridad moral y seguir los dictados de sus complejos, de sus sombras, de su propia oscuridad. Teresa de Ávila señala la humildad, caminar en la verdad, como el mejor camino para que el alma celebre la unión con Dios y pueda extasiarse y embriagarse de su amor. Todo el tiempo estamos reclamando para nosotros unos derechos y unos privilegios que, en lugar de mostrar nuestra dignidad, revelan la fuerza que tienen los complejos sobre nuestra alma y cómo la atrapan impidiéndonos ser nosotros mismos. Curar el alma es una tarea tan comprometedora como la jardinería. Al atardecer de la vida, cuando ya no tengamos fuerzas para lidiar con nuestros complejos, con los síntomas que aquejan el alma, tendremos aun la posibilidad de ser llevados ante Jesús para ser curados por Él. Cada cierto tiempo, aparece la imagen de Jesusita, una mujer anciana que vivía en una vereda llamada Palo Blanco y a la cual pude darle la comunión antes de morir. Esa imagen es para mí, lo que fue la zarza ardiendo para Moisés. Después de darle la comunión, mi alma expandida se preguntaba: ¿cómo puede uno llegar a viejo feliz enfermo, pobre y apartado de todo? La respuesta siempre es: ¡siendo uno mismo! Dice Willigis Jagër: la mayor bendición que un ser humano puede recibir es saber quién es y realizar aquello que se es. Todo esto sólo es posible cuando decidimos abandonar lo que somos y lo que vivimos en manos del único que nos puede acompañar, sanar y sostener: Dios. Jesús me dice, también hoy: Yo soy el pan de la vida. Si vienes a mí, no tendrás hambre, y si crees en mí, no tendrá nunca sed. Pero, escúchame. Me has visto y no terminas de creer. Yo sé que el Padre te ha puesto en mis manos. Fíate, ven a mí, y yo no te echaré fuera. He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de mi Padre, que me ha enviado. Y, ¿sabes qué es lo que quiere mi Padre? Que nadie se pierda. Que nadie se extravíe. Que todo resucite el último día. Esta es la voluntad de mi Padre. Que quien me vea y crea en mí, tenga vida eterna y yo le resucite el último día. Por eso te digo. Mírame, ven a mí, cree en mí… y vive en plenitud (adaptación de Jn 6, 35-40, por Rezandovoy) Francisco Javier Carmona
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