A mí parecer, la invitación de Jesús: “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo” puede convertirse en uno de los mayores retos, para quienes desean vivir una vida de relación profunda con Dios. Muchas personas están dispuestas a ceder la posesión de sus bienes materiales, tampoco tienen inconveniente en tomar distancia de sus familiares y amigos para ingresar en una institución que invita a vivir una vida al estilo de Jesús. Es más, muchos están dispuestos a agotarse hasta el extremo en el servicio a los demás; de hecho, algunos están disponibles veinticuatro siete para todo el que llegue a necesitarlos. Nadie puede dudar de la bondad que hay presente en este tipo de actitudes. Recordemos que, para hacer lo que deseamos, siempre necesitamos tomar algo de bondad; de lo contrario, nunca emprenderíamos algo que sea exigente para nosotros. Lo que la gran mayoría de nosotros no está dispuesto a renunciar, es a su propio Ego. Podemos ir al confín de la tierra, si es necesario, para mostrar la bondad que hay en el interior de cada uno; sin embargo, cuando se trata de hacer a un lado, las identificaciones que gobiernan nuestra vida y, que al parecer, ofrecen una confianza, que no logramos cultivar en el corazón, la cuestión se hace mucho más difícil. De un modo u otro, todos, sin excepción, tendremos que afrontar el llamado a la individuación: dejar de vivir implicados en la vida de otros para asumir la propia vida. Mientras estemos intentando resolver los asuntos de los demás, los nuestros quedaran estancados y, desde el inconsciente, dirigiendo y gobernando nuestra vida, muy a pesar nuestro. Decía san Pablo: “Dejó de hacer el bien que deseo y, termino haciendo el mal que aborrezco”. Menuda fuente de sufrimiento, para quien animado por un deseo narcisista de perfección, olvida que, el amor que damos a los demás es proporcional al amor, que sentimos por nosotros mismos, por el camino que hemos recorrido.
El evangelista Mateo pone en boca de Jesús las siguientes palabras: “También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró”. A quien desea seguir a Jesús, Él lo invita a venderlo todo. Para seguir a Jesús, es necesario renunciar a sí mismo; es decir, negarse a sí mismo, hacer a un lado lo que nos ha identificado, lo que nos hace leal con el Ego. Hay un momento, en la vida de todo ser humano, donde la totalidad que somos, el niño divino que hay en nosotros, desaparece como consecuencia de una experiencia que resulta dolorosa o traumática para el alma. En ese momento, como mecanismo de sobrevivencia surge el Yo o Ego. Este nacimiento es tan necesario como el primero. El Yo o ego serán quien guíe nuestro deseo de tener un lugar en el mundo, tarea ineludible de la primera mitad de la vida. Cuando Jesús invita a negarse a sí mismo; en realidad, está diciendo: “Para conocer a Dios realmente como es, para conocernos a nosotros mismos como realmente somos, es necesario dejar a un lado las identificaciones del Yo o del Ego y vivir, no desde nuestras defensas ante el dolor o el trauma, sino desde el fruto de nuestro trabajo interior. En el tratado de la Unidad, el místico sufí Ibn Arabi dice: “Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor"... Debes saber que lo que tú llamas existencia, no es en realidad ni tu existencia ni tu no existencia. Debes comprender que tú no existes ni eres nada, que no eres distinto de lo que existe ni distinto de la nada. Tu existencia y tu inexistencia constituyen Su Existencia Absoluta, aquella de la cual no puede ni debe debatirse si Es o no Es. La sustancia de tu ser o de tu nada es Su existencia”. El que entiende esto, encontró la perla preciosa. Cuando era niño vivía en mi reino, en la casa de mi Padre, y en la opulencia y abundancia de mis educadores encontraba placer. Y entonces sucedió que mis padres me equiparon y enviaron fuera de mi patria, en Oriente. De las riquezas de nuestro tesoro me prepararon un hatillo pequeño, pero valioso y liviano para que yo mismo lo transportara. Oro de la casa de los dioses, plata de los grandes tesoros, rubíes de la India, ágatas del reino de Kushán. Me ciñeron un diamante que podía tallar el hierro, me quitaron el vestido brillante que ellos amorosamente habían hecho para mí y la toga purpúrea que había sido confeccionada para mi talla. Hicieron un pacto conmigo y escribieron en mi corazón, para que no lo olvidara, esto: “Si desciendes a Egipto y te apoderas de la Perla única que se encuentra en el fondo del mar en la morada de la serpiente que hace espuma [entonces] vestirás de nuevo el vestido resplandeciente y la toga que descansa sobre él y serás heredero de nuestro reino con tu hermano, el más próximo a nuestro rango. Abandoné Oriente y descendí acompañado de dos guías pues el camino era peligroso y difícil y era muy joven para viajar. Atravesé la región de Mesena, el lugar de cita de los mercaderes de Oriente, y alcancé la tierra de Babel y penetré el recinto de Sarbuj. Llegué a Egipto y mis compañeros me abandonaron. Me dirigí directamente a la serpiente y moré cerca de su albergue esperando que la tomara el sueño y durmiera y así poder conseguir la perla. Y cuando estaba absolutamente solo, extranjero en aquel país extraño, vi a uno de mi raza, un hombre libre, un oriental, joven, hermoso y favorecido, un hijo de nobles, y llegó y se relacionó conmigo y lo hice mi amigo íntimo, un compañero a quien confiar mi secreto. Le advertí contra los egipcios y contra la sociedad de los impuros y me vestí con sus atuendos para que no sospecharan que había venido de lejos para quitarles la perla e impedir que excitaran a la serpiente contra mí. Pero de alguna manera se dieron cuenta de que yo no era un compatriota; me tendieron una trampa y me hicieron comer de sus alimentos. Olvidé que era hijo de reyes y serví a su rey; olvidé la perla por la que mis padres me habían enviado y, a causa de la pesadez de sus alimentos, caí en un sueño profundo. Pero esto que me acaecía fue sabido por mis padres y se apenaron por mí y salió un decreto de nuestro reino ordenando que todos se presentaran ante nuestro trono, a los reyes y príncipes de Partia y a todos los nobles del Oriente. Y determinaron sobre mí que no debía permanecer en Egipto, y me escribieron una carta que cada noble firmó con su nombre: De tu Padre, el Rey de los reyes, y de tu Madre, la soberana de Oriente, y de tu Hermano, nuestro más cercano en rango, para ti, hijo nuestro, que estás en Egipto, ¡Salud! Despierta y levántate de tu sueño, y oye las palabras de nuestra carta. ¡Recuerda que eres hijo de reyes! ¡Mira la esclavitud en la que has caído!. ¡Recuerda la perla por la que has sido enviado a Egipto! Piensa en tu vestido resplandeciente y recuerda tu toga gloriosa que vestirás y te adornará cuando tu nombre sea leído en los libros de los valientes y que con tu Hermano, nuestro sucesor, serás heredero de nuestro reino. Y mi carta fue una carta que el Rey selló con su mano derecha para preservarla de los males, de los hijos de Babel y de los demonios salvajes de Sarbuj. Voló como un águila (la carta), la reina de las aves; voló y descendió sobre mí y se convirtió enteramente en Palabra. A su voz y alboroto me desperté y salí de mi sueño. La tomé, la besé, quité su sello y la leí; y las palabras escritas en la carta concordaban con lo escrito en mi corazón. Recordé que era hijo de reyes, y libre por propia naturaleza. Recordé la perla, por la que había sido enviado a Egipto, y comencé a encantar a la terrible serpiente que produce espuma. Comencé a encantarla y la dormí después de pronunciar sobre ella el nombre de mi Padre, y el nombre de mi Hermano y el de mi Madre, la reina de Oriente. Y capturé la perla y volví hacia la casa de mis padres. Me quité el vestido manchado e impuro y lo abandoné sobre la arena del país, y tomé el camino derecho hacia la luz de nuestro país, Oriente. Y mi carta, la que me despertó, la tuve ante mí durante el camino, y lo mismo que me había despertado con su voz, me guiaba con su luz. Pues la (carta) real brillaba ante mí con su forma y con su voz y su dirección me animaba y atraía amorosamente. Continué mi camino, atravesé Sarbuj, dejé Babel a mi izquierda; y alcancé la gran Mesena, el puerto de los mercaderes que está en la orilla del mar. Y mi vestido de luz que había abandonado, y la toga junto a él, de las alturas de Hyrcania mis padres me los enviaban por medio de sus tesoreros, a cuya fidelidad se los habían confiado. Y, puesto que yo no recordaba su dignidad, ya que en mi infancia había abandonado la casa de mi Padre, de improviso, estando frente a ellos, el vestido me pareció como un espejo de mí mismo, lo vi todo entero en mí mismo, y a mí mismo entero en él. Nosotros éramos dos diferentes y, no obstante, nuevamente uno en una sola forma. Y a los tesoreros, quienes me lo traían, los vi igualmente en semejante manera, ya que ellos eran dos, aunque como uno, puesto que sobre ellos estaba grabado un único sello del Rey quien me restituía mi tesoro y mi riqueza por medio de ellos. Mi luminoso vestido bordado, que estaba ornado con gloriosos colores, con oro y con berilos, con rubíes y ágatas y sardónices de variados colores, también había sido confeccionado en la mansión de lo alto; y con diamantes, habían sido festoneadas sus costuras. Y la imagen del Rey de los reyes estaba pintada en él y, como zafiros, rutilaban sus colores. Y nuevamente vi que todo él se agitaba por el movimiento de mi conocimiento, y como si se preparase a hablar lo vi. Oí el sonido del canto que musitaba al descender, diciendo: Soy el más dedicado de los servidores que se han puesto al servicio del Padre. Y también percibí en mí que mi estatura crecía conforme a sus trabajos. Y en sus movimientos reales se extendió hasta mí, y de las manos de sus portadores me incitó a tomarlo. Y también mi amor me urgía para que corriera a su encuentro y lo tomara; y así lo recibí y con la belleza de sus colores me adorné. Y mi toga de colores brillantes me envolvió todo entero, y me vestí y ascendí hacia la puerta del saludo y del homenaje. Incliné la cabeza y rendí homenaje a la majestad de mi Padre que lo había enviado hacia mí, porque había cumplido sus mandamientos y él también había cumplido su promesa. Y en la puerta de sus príncipes me mezclé con sus nobles; pues se regocijó por mí y me recibió, y fui con él a su reino. Y con la voz de la oración todos sus siervos le glorifican. Y me prometió que también hacia la puerta del Rey de los reyes iría con él; y llevando mi obsequio y mi perla, aparecí con él, ante nuestro Rey. Negarse a sí mismo tiene que ver con la invitación que, a diario, Dios nos hace a través de su Palabra para que recordemos quienes somos, cuál es el propósito de nuestro viaje a Egipto y a qué estamos destinados cuando venzamos la esclavitud en la que caemos porque la identificación con el Yo o el Ego se convierte en una fuerza más fuerte y poderosa que la misión encomendada por Dios. Negarse a sí mismo está asociado al trabajo que realiza la ostra que, en el fondo del océano, intenta liberarse de la incomodidad que el grano de arena, que ingreso a su interior, le causa. Nadie puede evitar esa experiencia que nos separa de nosotros mismos. Si podemos elegir, cuando es el momento, si continuamos buscando las respuestas afuera o intentamos ir hacia adentro y vivir desde lo que es realmente auténtico y nos pertenece realmente. La invitación de Jesús: “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo” resulta escandalosa para quien, en lugar de ir hacia su corazón, dedica el tiempo a juzgar y corregir a los demás como si hubiese recibido de Dios semejante encargo. Lastimosamente, muchos prefieren dejarse guiar por el Ego y el desorden de sus pasiones que, por la voz y el amor de Dios. Cada uno es libre y, también de la decisión que tome. Lo cierto es que, nadie puede decir de sí mismo que sirve a Dios, sí aun, no ha encontrado la perla preciosa que está custodiada por la serpiente que habita en nuestro corazón y es, entre otras cosas, el símbolo de la herida que no hemos intentado ni logrado curar. Sólo en unidad con Dios, logramos hacer posible lo que para el Yo o el Ego pareciera un imposible. Un comerciante encontró una perla preciosa, vendió todo lo que tenía y compró la perla. ¿Quién me nombró juez de mis hermanos? ¿Quién me convirtió en perseguidor implacable, dispuesto a señalar cada falta, cada error, y cada carencia? ¿Cuándo me otorgaron el poder de condenar? ¿En qué espejo de extraña perfección creí reconocerme, para señalar, con dureza los fallos ajenos? ¡Qué ceguera, Señor, la mía! !Qué soberbia disfrazada de virtud! ¡Qué dureza revestida de méritos! ¡Qué inconsciencia sobre mis pies de barro ¡Ayúdame a evitar veredictos y sentencias, y que sepa dejarte a ti ser Juez y Padre de todos! (José María R. Olaizola, sj) Francisco Javier Carmona
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