Todo tiene sentido cuando nace en el amor, alimenta el amor y reposa en el amor. Por fuera del amor, todo es vacío y, en muchos casos, orgullo, vanidad y prepotencia. El amor a sí mismo no es otra cosa que, dejar de vivir en función de las expectativas de los demás para realizar la imagen interna que de nosotros guarda el corazón y celebra el alma. El amor a los demás consiste, en dejarlos ser y, acompañarlos en la realización de su destino como hizo Jesús con sus discípulos, en especial, con los que iban camino de Emaús. Bellamente, san Pablo nos recuerda: “Hermanos: A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera” (Rm 13, 8-10) Constelaciones Familiares enseñan que, los seres humanos cuando somos movidos por el afán de pertenecer, podemos llegar a dejar de vivir nuestra vida para vivir una vida que no nos corresponde. En un movimiento semejante, lo único que interesa, es sentir que hacemos parte. Mientras estamos dominados por la fuerza de la pertenencia, actuamos ciegamente. Así, es como un padre o un hijo diciendo amar, terminan arrastrando a los que aman al dolor y, en algunos casos, hacia la muerte. En constelaciones, señalamos la importancia que tiene para el pleno desarrollo del alma, “pasar del amor ciego al amor lúcido”. Cuando amamos lucidamente, sabemos que, antes que pertenecer, trabajamos por vivir en consonancia con el ser que somos y, que aún, no se ha revelado del todo.
Una tarde, un discípulo intrigado le preguntó a su mentor: Maestro, ¿Nunca te acontecen situaciones difíciles o que no puedes resolver? No entiendo cómo es que siempre dices; Está bien, todo está bien, en todo momento que se te pone al corriente de alguna contrariedad o se te presenta alguna vicisitud. El maestro sonrió y con una mirada apacible dijo: Es que cuando todo está bien, está bien. Pero, ¿Por qué? ¿Cómo es posible que siempre todo este bien? -preguntó escéptico e incluso un poco irritado el discípulo. El maestro explicó: Porque cuando no puedo solucionar una situación en el exterior, la resuelvo en mi interior, cambiando de actitud hacia esa circunstancia. Simplemente cambio o corrijo todas las cosas que dependen de mí, y las cosas que no puedo cambiar las acepto y me adapto a eso. Ningún ser humano puede controlar todos los escenarios o situaciones externas que se les presentan, pero sí puede aprender a controlar su actitud y emociones ante las mismas. Por eso, para mí, todo está bien. Los discípulos de Jesús suben a la barca. Se desata una tempestad muy fuerte. Antes, los discípulos estaba orgullosos, habían visto a Jesús realizar una serie de signos y prodigios que les daban la seguridad de estar caminando junto a un ser con poderes divinos. Sin embargo, viene la tempestad. La barca está a punto de hundirse y, todo el sentimiento que venían albergando en su corazón desaparece. Dice un autor: “cuando la gente salta, danza o canta, la máscara cae”. El Papa Francisco lo dice con estas palabras: “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. […] Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”. Muchos de nosotros, con el afán de pertenecer y sentirnos amados por los demás, hemos renunciado a nuestro propio ser y, nos hemos puesto una máscara que, de alguna manera u otra, nos hace sentir que, más allá de lo que somos realmente, merecemos amor. Jaime Tatay, jesuita, escribe: “Cuando le pides a una persona saltar, su atención está sobre todo dirigida al acto, la máscara cae y la persona real aparece. Cuando le pides a una persona, como lo hizo el Padre en la parábola que Jesús contó a la multitud, ir a la viña, poner en juego sus talentos, alegrarse por el otro o cuidar al herido, las máscaras caen y las personas reales aparecen”. Cuando tenemos que cuidar de un enfermo, aceptar una realidad que no habíamos soñado o planeado, enfrentar un momento difícil, la máscara cae y lo que llevamos en el corazón salta a la vista de todos. Una de las mejores formas de perder la vida, en lugar de conservarla, consiste en resistirse a la vida como se presenta. La neurosis no es otra cosa que la manifestación de la resistencia, de la batalla interior, que llevamos en el corazón intentando que la vida sea como la soñamos. Escribe Anselm Grun: “Muchas personas tienden a fijarse metas muy elevadas. Y, como al mismo tiempo, tienen miedo de realizar grandes esfuerzos, buscan atajos para llegar a la meta. Con esos atajos, lo único que logran es retroceder ante las exigencias de la vida. Con el atajo no alcanzamos la verdadera meta, sino una falsa meta”. Cuando andamos detrás de metas falsas, terminamos perdiendo la vida. Una vez que la vida se pierde, no hay nada que podamos hacer para recuperarla. Hace poco, vino una mujer a Constelaciones para trabajar el conflicto que tiene con sus hermanos. Según la consultante, ella ha volcado su vida, amor e interés en cuidar a sus padres ancianos. A cambio, recibe el menosprecio y las criticas constantes de sus hermanos. Ella se aferró, como meta de su vida, a la creencia de que, al volcarse celosamente a cuidar a sus padres, era la mejor hija. Para ella, sus hermanos son culpables de no permitirle mostrar todo el amor a sus padres porque parte de su vida se ha ido en resolver críticas y reclamos de sus hermanos, a quienes cada vez, trata con mayor menosprecio. Para esta mujer, el sacrificio y el conflicto son la señal de que está alcanzando su meta. Escribe Von Hertling: “Se engaña el que cree que tendría más éxito y felicidad si los demás no se hubieran confabulado en su contra. No se dan cuenta que, en su interior, fue él quien se confabuló contra los demás” Donde hay amargura, hay un autoengaño que se sostiene a punta de un esfuerzo que sobrepasa los propios límites. El Señor nos convocó a la alegría. Cuando en medio de la tristeza, aparece el Señor resucitado, todos se llenan de alegría. Es difícil creer que, una persona pueda tener una conexión profunda y honesta consigo misma y con Dios, cuando su corazón transpira amargura, reproche y superioridad. Depende de cada uno lo que alberga y alimenta en su corazón. Escribe Anselm Grun: “A través de Dios veremos la realidad de este mundo con otros ojos. Entonces la estrechez de miras propia y de nuestros conciudadanos ya no impedirán el compromiso. En Dios, vemos claramente que solo depende de nosotros dar el salto o permanecer sentados en nuestro sufrimiento como si se tratara del sillón más cómodo que podríamos haber conseguido para el descanso”. ¡Qué extraño trato con Dios...! ¡Señor, concédeme esto! ¡Señor, que consiga tal cosa! ¡Señor, cúrame! Como si Dios no supiera, mejor que nosotros, lo que necesitamos. ¿Acaso el pequeño dice a su madre: Prepárame tal papilla? ¿O el enfermo al médico: Recéteme tal medicina? ¿Quién podrá decir si lo que nos falta no es cosa peor que lo que tenemos? Digamos, pues, tan sólo esta plegaria: ¡Señor, no dejes nunca de amarnos...! (Raoul de Follereau)Francisco Carmona
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