Un autor espiritual comenta: “Cuando comencé a sentir la fuerza de Dios en mi propia vida, apenas podía entenderlo. Estaba ocurriendo algo, que no podía creer. Me costaba ponerle nombre a lo que estaba sucediendo. No sabía si decir si aquello era o no la conversión”. En muchas ocasiones, las cosas que suceden desconfiguran nuestro mundo interior. Cuando esto sucede, perdemos la noción de quienes somos. Nuestra identidad se resquebraja y la confusión cubre nuestra alma conduciéndola por caminos que, la mayoría de las veces, no son los que nos acercan a Dios, sino que nos alejan de Él y, nos arrastran hacia la incredulidad y la desesperanza. Unos guardias se presentaron ante el rey conduciendo a un hombre con aspecto de mendigo ¿Por qué traéis a este hombre?, preguntó el monarca. Majestad, no sabemos si es un loco, o quiere ofenderos, pero... ¡dice que desea dormir en esta posada!, contestó el jefe de la guardia. ¿Cómo llamas posada a mi fabuloso Palacio?, inquirió el rey al detenido. ¿De quién era este lugar antes?, preguntó a su vez el mendigo. De mi padre ¿Y antes? De mi abuelo ¿Y antes aún? Del padre de mi abuelo ¿Y dónde están todos ellos ahora? Murieron ¿Y cómo a un lugar donde van y vienen gentes de paso no lo llamáis posada?
Existen experiencias tan dolorosamente profundas, que llegan a convertirse en la realidad existencial que, sin ser nuestra decisión, terminan definiendo quienes somos y qué podemos o no hacer en realidad. Cuando Dios entra en esas realidades que nos definen, no cómo somos realmente, sino como ellas quieren hacernos creer que somos, entonces todo toma un cariz diferente. El desconcierto que produce la presencia de Dios en medio de nuestra oscuridad sólo es comprensible, si nos aventuramos a dejar que Dios, no sólo irrumpa en nuestra vida, sino que actúe en ella transformándola, consolándola y llenándola de sentido. Gran parte de nuestra vida transcurre en la lucha por aceptar lo que vivimos como parte del proceso que nos lleva indefectiblemente a saber quiénes somos realmente. Lo que somos realmente está oculto en el corazón. Algunas experiencias han sepultado en el fondo del corazón aquello que somos realmente. La verdadera experiencia religiosa y espiritual, dicen los místicos, es aquella que conduce hacia el encuentro con el Yo interior que, es nuestro verdadero Yo. La experiencia religiosa, cuando es auténtica, está invitada a ponerse al servicio del descubrimiento de sí mismo que, entre otras cosas, es la única forma de nacer de nuevo, del Espíritu, como le señala Jesús a Nicodemo. Lo que somos, realmente, es divino, porque según la Escritura somos imagen y semejanza de Dios. Para que Dios se haga presente en nuestra vida, es necesario morir a la viejas formas de ser que están albergadas en el corazón. En el corazón guardamos muchas cosas. Algunas de ellas, en lugar de promover nuestro crecimiento, lo obstaculizan, frenan o distorsionan. El corazón es la fuente y el centro del ser. Entre las cosas más importantes que pueden suceder en nuestro camino, está saber cómo podemos relacionarnos con Dios que, más que una realidad filosófica o teológica, es una necesidad primordial del alma. Hablar de Dios significa hablar de quienes somos nosotros. No es el Yo quien define a Dios; al contrario, es Dios quien le revela al Yo su identidad, su propósito y su misión. Dios es la fuerza que libera al Yo de sus engaños y falsas percepciones, el que conduce, a través del Desierto, al corazón hacia la verdad y la libertad. La religión o espiritualidad es la respuesta que nace en el corazón cuando conoce la verdad que habita en él. Se llega a ese resultado después de un encuentro serio consigo mismo en el silencio, la meditación y la contemplación. En la medida, que vamos madurando psicológicamente, también lo hacemos en la fe. La única verdad que una experiencia religiosa puede sustentar es aquella donde se afirma que, Dios y el alma son Uno, no dos. La fe es la sabiduría del corazón que comprende que, en la medida que nos liberamos de lo que nos impide ser, más nos acercamos a la realidad trascendente que realmente nos define. Somos en la medida, que Dios va revelándose en nosotros y, a través nuestro. La divinidad que somos necesita manifestarse en la relación y el servicio a los demás. En una ocasión, le preguntaron a un maestro espiritual: ¿si pudieras definir en una frase todo lo que enseñas, cuál sería? El autor respondió: escucha la vida. Lo anterior, es una invitación a reconocer que la vida es, ante todo, un misterio no sólo difícil de comprender sino también de abarcar desde la razón. Aquello que impacta el corazón termina creando la realidad afectiva que inspira nuestros actos, decisiones e intenciones. Un mundo afectivo desordenado, con mucha facilidad, cierra sus puertas a Dios y se deja guiar por el egoísmo, la ambición y el afán de poder. Donde el ser humano pierde la libertad para ser el mismo, se cierran las puertas para escuchar a Dios y entrar en contacto con Él. Escuchar la vida nos conduce, necesariamente, a la escucha de Dios que, en primer lugar, es el autor de la vida. En el corazón está escondido todo lo santo que hay en nosotros. La santidad no es otra cosa que la vida en conexión con nuestro centro interior, con nuestro espíritu, con el fuego de nuestro corazón. ¿Qué hace arder nuestro corazón? En el pasaje de Emaús, los discípulos sienten que el corazón arde cuando escuchan la Palabra. Cuando Dios habla, el corazón se abre y de él nacen las respuestas que hacen resplandecer al ser en su autenticidad. Todo lo que es contrario al amor, en lugar de encender el corazón, lo vuelve frío, indiferente y duro. Sólo Dios pueden encender el corazón con el fuego auténtico del amor, de la compasión y de la entrega. Cuando Dios toca las puertas del corazón, el ser humano se encuentra ante algo que, por más que intente comprender y expresar, no lo logra plenamente. Pon tu palabra en medio de mi vida. Pon mi vida en tu mano, pon tu mano en la voz que ahora digo. Pon el sol en mis ojos, pon tus ojos aquí, en estas preguntas; tus caminos trázalos en los míos. Quiero irme en tu marcha, quiero darle tu música a mis pasos. Estos hombres que veo, que me miran, a los que yo les hablo, que preguntan al pasar por tus señas, son, seguro, el destino marcado de mi vida, mi mano, mi palabra. Ponme de par en par porque te encuentren (Valentín Arteaga) Francisco Javier Carmona
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