Cuando la familia se divide y los hermanos dedican sus esfuerzos a pelearse, difamarse, hacerse daño es inevitable que, haya algunos miembros que quedan en la mitad del conflicto sin saber qué hacer, qué postura tomar, cómo ayudar para que la oscuridad se disipe y la luz vuelva a iluminar el alma familiar. Escribe Inés Ordoñez: “Aunque la crisis nos coloque al borde de nuestras fuerzas o situaciones impredecibles y su espesura nos impida transitarla con facilidad, la decisión de amar, será como un faro en medio de la oscuridad”. Por fidelidad al Señor, es importante que, no dejemos al dolor instalarse en nuestro corazón porque, cuando menos lo pensamos, estamos sirviendo al mal y apartándonos de Dios. El mismo amor con el que los padres iniciaron su camino hacia la construcción de la familia debe servir como faro para resolver cualquier conflicto en la pareja y en la familia. Se elige un compañero para juntos mirar hacia Dios, no para hacernos daño y terminar alejados de Dios y con el corazón lleno de odio y resentimiento. Érase una vez un grupo de personas. Estaban invitados a un banquete en un castillo medieval. Era una fiesta espléndida. Los mejores manjares. Los vinos más costosos. No faltaba la orquesta. Los invitados tenían buen apetito. Y una vez saciados, en lugar de ir a casa, continuaban degustando alimentos. Eran tan voraces que se acabó la comida. El dueño de la casa envió a sus criados, apoyados por los guardias de seguridad, a buscar más alimentos entre los pobres campesinos del entorno. También el gas empezó a escasear, y los cocineros ordenaron a algunos criados que cortaran madera de las columnas y del tejado para hacer fuego y continuar cocinando. Pasado un buen rato las columnas cedían y aparecían grietas en el techo. Pero los siervos y los comensales estaban tan absortos en lo suyo que no se daban cuenta de las consecuencias de sus acciones...
Inés Ordoñez escribe: “Las grandes crisis nos sacuden con fuerza, nos dejan a la intemperie de lo que somos, cuestionando todas nuestras certezas, desarmando todas las estructuras que hemos construido con tanto esfuerzo. Entra en crisis la capacidad de ver y entender, la capacidad de discernir, la capacidad de elegir mejor. Llegamos a la crisis de la impotencia, en donde sentimos que ya no hay nada qué hacer, porque ya hicimos todo lo posible. Nos percibimos como en un callejón sin salida, en la que a cada paso nos preguntamos atemorizados y llenos de angustia: ¿Y ahora qué hago? Son momentos muy sagrados en donde tocamos el límite de la relación, y el límite de nuestra capacidad de amar. Podemos decir con justicia:¡ya no doy más!” En momentos de crisis, hay cosas que se hacen, se dicen, se ocultan que terminan despertando la oscuridad en el corazón de quienes se sienten ofendidos. Hay cosas que, aunque puedan explicarse, nunca tendrán justificación. El daño que se hace a otros o a sí mismo nunca tendrá justificación. Hace poco, en una película, el inspector de policía secuestro a un niño compatible con la sangre de su hija, que necesitaba urgente un trasplante de corazón, para matarlo y convertirlo en donante del corazón que salvaría la vida de su hija. Este dolor, intenso, no justifica que se le intente quitar la vida a un niño y destruir a una familia para salvar a otra. Dice Álvaro Lobo sj: “Entender los problemas nos acerca a la persona, a sus sentimientos y a sus razones –es algo bueno–, pero estas impresiones no pueden justificar los actos. El mal sigue estando mal, se comprendan o no los actos. La explicación de un problema nos humaniza y nos recuerda que podríamos haber sido nosotros y que quizás uno no es tan malo como demuestran sus actos, pero eso no significa que las razones se conviertan en razones buenas. Desde la explicación podemos casi comprender todo, desde la justificación sencillamente no vale todo”. Cuando las personas que están en conflicto, en lugar de abrir el corazón a la reconciliación, intensifican sus ataques, la vida se va convirtiendo en un campo de batalla. Llegar hasta estos extremos indica que, el corazón se ha endurecido y, se le han cerrado las puertas a Dios, para abrirlas al mal. Es curioso, ver a personas que dañan a otras participar, sin ningún escrúpulo, en rituales de todo tipo, para protegerse del mal, en el que ellas se han envuelto por la incapacidad de darle un lugar al amor y la Palabra de Dios que, siempre invita a superar las divisiones, el egoísmo, la soberbia y, lógicamente, a la tentación de devolver el mal recibido haciendo un daño mayor. Sólo cuando apostamos por seguir creciendo en el amor podemos alcanzar la luz que, anhelamos en lo profundo del corazón. El camino para superar las dificultades, para por volver, de nuevo, al corazón tiene que ver con el cultivo de las virtudes. Para nadie es un secreto que, las virtudes nos conducen hacia el corazón de Dios, mucho más que los valores. Los valores lo son porque un grupo decide que lo sean. En cambio, las virtudes en sí mismas merecen ser cultivadas, vividas y enseñadas. Escribe un autor católico: “La palabra virtud ha adquirido la connotación de ser algo antiguo, o perteneciente a otra época, salvo que se hable del virtuosismo de aquel que toca algún instrumento musical. Ante esta realidad, surge la pregunta de si los valores no serán un sinónimo o una actualización de las virtudes. Sin embargo, lo cierto es que no es así, puesto que la definición de virtud la afirma como disposición habitual y firme a hacer el bien, que permite a la persona no sólo realizar actos buenos sino dar lo mejor de sí misma (CIC 1803). Por lo tanto, las virtudes tienden siempre al bien, y, en último término a Dios” (pastoral sj). La inmensa mayoría de nosotros vive creyendo que, su familia real es la que vive en la mente. Mientras no nos desprendamos de esas falsas imágenes, difícilmente, podemos experimentar la paz interior. Una de las tareas más importantes, con respecto a la familia, consiste, en llevar a los hermanos reales a que tengan un buen lugar en el corazón. Me encanta la imagen del barro como condición de nuestra naturaleza humana. Así, como el barro puede ser moldeado fácilmente por el Alfarero, también puede suceder que, éste se seque y se convierta en una piedra, en un instrumento, con el que podemos herir y, si nos lo proponemos, destruirnos a nosotros mismos y a otros. En la familia estamos empeñados en querer que el otro cambie. Nos olvidamos de aceptarlo como es. Los conflictos familiares tienen lugar en el deseo de cambio del otro. No nos cuestionamos, en lo más mínimo, nuestra capacidad de aceptar y amar al otro como realmente es. Gastamos mucha energía en querer cambiar al esposo, a la esposa, a los hijos, a los suegros. Las imágenes que llevamos en la mente, pero no en el corazón, dirigen nuestras relaciones, nos lastiman y nos impiden amar. En consulta y en los talleres de Constelaciones Familiares es fácil ver que, las personas con las que los consultantes están en conflicto distan mucho de las personas reales. Sufrimos mucho porque el otro no es como lo soñamos, los proyectamos, lo anhelamos y olvidamos que, a nuestro lado hay un ser real que sufre, lucha, se acompleja, se disocia y, desea amar y ser amado. Sólo si estamos decididos a amar podemos superar las crisis y conflictos entre hermanos. Para lograrlo, es necesario tener entrañas de misericordia y aprender las palabras y gestos oportunos que nos conduzcan del conflicto a la paz. Todo empieza a ser diferente cuando dejamos de luchar para que el otro cambie y comenzamos a renovar nuestra confianza en la fuerza del amor que nos tenemos, en la paciencia que exige reconocer que cada quien tiene un destino que no sólo le pertenece sino que también tiene sus encrucijadas propias, aprender a dar la vuelta a la página e ir descubriendo que, se nace dentro de una familia, pero se aprende a ser familia a través del tiempo, de las crisis, de la fe en un Dios que siempre está ahí fortaleciendo, animando y deseando que permanezcamos en el amor que es la única forma de dar fruto abundante y en su nombre. Sin imponer, sin juzgar, sin segundas intenciones. Así te acercas, Jesús, al que más te necesita. Y a mí también. Dejas espacio, silencio, posibilidad para que sea él -para que sea yo- quien exponga su deseo, mi necesidad, mi anhelo. Sin prisas, sin condiciones, sin exigencias. Así, Jesús, perdonas, curas, sanas. ¿Me lo creeré alguna vez? ¿Aprenderé tu modo de acercarme, de dejar espacio, de perdonar, de curar y de sanar? (Óscar Cala sj) Francisco Carmona
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