Muchas personas, se sienten a disgusto consigo mismas. La samaritana, le dice a Jesús: ¿Cómo es que Tú, siendo Judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? Entre Judíos y Samaritanos existe una larga enemistad. Muchos viven en el prejuicio: “¡Sé que no lo caigo bien!” por eso, me comporto como lo hago. Sin darnos cuenta, vamos por la vida levantando muros que nos aíslan. En Constelaciones, se insiste en “darle a todos, sin excepción, un lugar en el corazón para que sea el amor quien dirija nuestra vida, y no la fuerza de la exclusión.” En términos del Evangelio diríamos que, al rechazar el mal, en lugar de dedicarnos a sanarlo, terminamos identificados con él, arrastrados por su fuerza, convertidos en sus aliados. Hu-Ssong, filosofo de Oriente, contó a sus discípulos la siguiente historia: Varios hombres habían quedado encerrados por error en una oscura caverna donde no podían ver casi nada. Pasó algún tiempo, y uno de ellos logró encender una pequeña tea. Pero la luz que daba era tan escasa que aun así no se podía ver nada. Al hombre, sin embargo, se le ocurrió que con su luz podía ayudar a que cada uno de los demás prendieran su propia tea y así, compartiendo la llama con todos, la caverna se iluminó. Uno de los discípulos pregunto a Hu-Ssong: ¿Qué nos enseña, maestro, este relato? Y Hu-Ssong contestó: Nos enseña que nuestra luz sigue siendo oscuridad si no la compartimos con el prójimo. Y también nos dice que el compartir nuestra luz no la desvanece, sino que por el contrario, la hace crecer.
En el diario vivir, encuentro personas que viven insatisfechas consigo mismos. También encuentro los que están enojados consigo mismos y, finalmente, los derrotados. Los primeros, piensan en su interior: no soy bueno, tengo que convertirme en otra persona, voy por un camino que no me conduce a tener las cosas que merezco. Se empeñan en llevar una vida diferente. Hacen todo tipo de esfuerzos. No se dan cuenta que, sin transformar el corazón, cualquier cambio termina siendo superficial. Los segundos, los enojados consigo mismos, cambian frecuentemente su manera de alimentarse, de vestirse, de lugar de residencia, están ansiosos por descubrir nuevos métodos de cambio y renovación psicológica y espiritual. Intentan todo para convertirse en una persona diferente. Sus patrones de conducta, siguen siendo los de antes, excluyen a los demás, no quieren ser como ellos. Finalmente, están los que han perdido la fe y confianza en ellos mismos. Estos últimos, son los que evitan el contacto con los demás, entierran sus dones y se dedican a sobrevivir. Van por la vida sintiendo que nadie los apoya, entiende o las da la oportunidad que los haga brillar. Estas son las personas que ya no saben que más intentar, lo han probado todo y el resultado ha sido siempre el mismo. Todos, sin excepción, necesitamos presentar nuestra vida ante Dios. En lugar de levantar muros, exigirnos, creernos superiores o dedicarnos a sobrevivir, podemos presentar nuestra vida ante Dios. La samaritana comprende que, no es el prejuicio ni la enemistad el camino que nos conduzca a la satisfacción. Jesús nos reveló que, su Palabra es el agua que puede calmar nuestra sed y también que esa misma Palabra puede convertir nuestra agua, nuestro sinsabor, en vino. Sólo hay que acercarnos, abrir el corazón, escuchar y confiar; es decir, dejar que Él actúe en favor nuestro. Escribe Anselm Grun: “Jesús viene a nuestra vida para transformarla. El objetivo de la transformación es que, cada vez más, seamos nosotros mismos. El objetivo de la transformación es que seamos capaces de contemplar lo que hay realmente en nuestro interior y, a continuación, ponerlo en relación con Dios. Le presentamos a Dios nuestra realidad tal como es. También podemos presentarle a Dios lo que hay en nuestros sueños. Todo puede ser. No debemos reprimir nada. Así mismo, confiamos en que el amor de Dios penetre en lo más profundo del inconsciente, que ilumine todo lo oscuro que hay en nosotros y que a través de su amor conduzca a la buena dirección todo lo que hay equivocado en nosotros”. A diario, en las conversaciones cotidianas, encuentro personas que, han dejado a un lado a Dios y, lo han cambiado por la imagen que ha creado la ambición. En un principio, muchas personas estaban convencidas que Dios las invitaba a darse con generosidad en el amor y en el servicio. Un buen día, consideraron que Dios les exigía más que fueran coherentes, confundieron coherencia con perfección y empezaron a volverse no sólo exigentes sino también inflexibles consigo mismos y con los demás. Sin darse cuenta, fueron dejando a un lado el amor en el servicio y lo fueron sustituyendo por el cumplimiento, por la impecabilidad y el afán de que todo este sin falta ni tacha. Al final, terminaron sobrepasados y, sin paz interior. El Evangelio invita a dejar que el sol brille en la vida y con su luz ilumine tanto las zonas claras como las zonas oscuras de nuestra existencia. Se trata de permitir que el Amor de Dios entre a toda nuestra vida. Cuando nos damos este permiso empezamos a sentir que Dios nos habita y nosotros habitamos en Él. También sentimos que Dios participa de nuestra vida y nosotros en la de Él. En este momento, de comunión íntima con Dios, desaparece la ruptura interior y la insatisfacción que sentíamos en nuestro interior desaparece, porque alcanzamos lo que verdaderamente llena al alma de satisfacción. La perfección hace que el alma siempre esté insatisfecha, la benevolencia hacia nosotros mismos y hacia la vida hace que, el alma se sienta a gusto y en casa. Donde hay gusto interior, el alma esta rebosante, está satisfecha. Escribe Anselm Grun: “Cuando en el acompañamiento espiritual las personas me explican que no están satisfechas consigo mismas porque no son lo suficientemente devotas, porque no tienen suficiente disciplina, porque con frecuencia reaccionan mal ante las críticas, siempre preguntó: quieres satisfacer la imagen de tu orgullo o satisfacer a Dios? ¿Dios quiere que aparezcas como una persona espiritual ante los demás o eres tú quien lo quiere?” La vida espiritual exige que, cada vez más nos liberemos de las imágenes que nos hemos impuesto de nosotros mismos y de Dios. El camino espiritual trata de ser conscientes de lo que Dios ha puesto en nuestras manos y de cómo lo vamos a hacer fructificar para que sea Él, antes que nuestro Ego, quien resplandezca. Para que Dios sea en nosotros hay que dejar a un lado el prejuicio y el juicio sobre nosotros; lógicamente, también sobre todo lo demás. Respiramos la cultura que nos envuelve a todos, el oxígeno que nos da vida y los virus que nos socavan. Bebemos las relaciones que llegan a nuestro rostro, el agua que nos hidrata y las bacterias que nos minan. No podemos andar por la calle con una máscara en la cara que nos aparte del pueblo para filtrar los cantos y los besos. No podemos huir al vacío de la soledad y la asepsia donde no hay vida ni muerte luchando por el futuro. Al acoger en nosotros la vida contaminada, te acogemos a ti, que estás dentro de la vida, y la purificas con tu aliento en el horno ardiente de nuestra intimidad (Benjamín González Buelta, sj)Francisco Carmona
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