En la vida familiar ocurren cosas que llevan el amor hasta el límite. Hay hijos que maltratan a sus padres ancianos. Otros, los abandonan y no quieren saber de ellos. Algunos más, crean barreras infranqueables en las relaciones con sus hermanos. Otros, creyéndose mejor que los demás, dedican muchos esfuerzos a denigrar de sus hermanos y a descalificarlos. Siempre existen motivos para dejarnos arrastrar por lo que nuestra condición humana experimenta como frustración, dolor, desesperanza, amargura. Todas estas cosas, sin que sea nuestro propósito, terminan convirtiéndose en la razón y sentido de nuestra existencia. Nada más doloroso que caminar con las heridas abiertas del amor que no pudimos tomar. Según la fe, todo puede estar al servicio del encuentro entre lo humano y lo divino. Se cuenta que allá por el año 250 a.C., en la China antigua, un príncipe de la región norte del país estaba por ser coronado emperador, pero de acuerdo con la ley, él debía casarse. Sabiendo esto, él decidió hacer una competencia entre las muchachas de la corte para ver quién sería digna de su propuesta. Al día siguiente, el príncipe anunció que recibiría en una celebración especial a todas las pretendientes y lanzaría un desafío. Una anciana que servía en el palacio hacía muchos años, escuchó los comentarios sobre los preparativos. Sintió una leve tristeza porque sabía que su joven hija tenía un sentimiento profundo de amor por el príncipe. Al llegar a la casa y contar los hechos a la joven, se asombró al saber que ella quería ir a la celebración y sin poder creerlo le preguntó: ¿Hija mía, que vas a hacer allá? Todas las muchachas más bellas y ricas de la corte estarán allí. Sácate esa idea insensata de la cabeza. Sé que debes estar sufriendo, pero no hagas que el sufrimiento se vuelva locura. Y la hija respondió: No, querida madre, no estoy sufriendo y tampoco estoy loca. Yo sé que jamás seré escogida, pero es mi oportunidad de estar por lo menos por algunos momentos cerca del príncipe. Esto me hará feliz. Por la noche la joven llegó al palacio. Allí estaban todas las muchachas más bellas, con las más bellas ropas, con las más bellas joyas y con las más determinadas intenciones. Entonces, finalmente, el príncipe anunció el desafío: Daré a cada una de ustedes una semilla. Aquella que me traiga la flor más bella dentro de seis meses será escogida por mí, esposa y futura emperatriz de China. La propuesta del príncipe seguía las tradiciones de aquel pueblo, que valoraba mucho la especialidad de cultivar algo, sean: costumbres, amistades, relaciones... El tiempo pasó y la dulce joven, como no tenía mucha habilidad en las artes de la jardinería, cuidaba con mucha paciencia y ternura de su semilla, pues sabía que si la belleza de la flor surgía como su amor, no tendría que preocuparse con el resultado. Pasaron tres meses y nada brotó. La joven intentó todos los métodos que conocía pero nada había nacido. Día tras día veía más lejos su sueño, pero su amor era más profundo. Por fin, pasaron los seis meses y nada había brotado. Consciente de su esfuerzo y dedicación, la muchacha le comunicó a su madre que sin importar las circunstancias ella regresaría al palacio en la fecha y hora acordadas sólo para estar cerca del príncipe por unos momentos. En la hora señalada estaba allí, con su vaso vacío. Todas las otras pretendientes tenían una flor, cada una más bella que la otra, de las más variadas formas y colores. Ella estaba admirada. Nunca había visto una escena tan bella. Finalmente llegó el momento esperado y el príncipe observó a cada una de las pretendientes con mucho cuidado y atención. Después de pasar por todas, una a una, anunció su resultado. Aquella bella joven sería su futura esposa. Todos los presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Nadie entendía por qué él había escogido justamente a aquella que no había cultivado nada. Entonces, con calma el príncipe explicó: Esta fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de convertirse en emperatriz: LA FLOR DE LA HONESTIDAD. Todas las semillas que entregué eran estériles.
Thomas Moore nos recuerda que, Adán fue formado del Barro. La familia es nuestro origen y, según lo anterior, la familia de Adán es el barro. Una bella imagen para recordarnos nuestro humilde origen. Dice el profeta Jeremías (18, 1-6): “Aquí viene una palabra que Yahvé dirigió a Jeremías: Levántate y baja a la casa del que trabaja la greda; allí te haré oír mis palabras. Bajé, pues, donde el alfarero que estaba haciendo un trabajo al torno. Pero el cántaro que estaba haciendo le salió mal, mientras amoldaba la greda. Lo volvió entonces a empezar, transformándolo en otro cántaro a su gusto. Yahvé, entonces, me dirigió esta palabra: Yo puedo hacer lo mismo contigo, pueblo de Israel; como el barro en la mano del alfarero, así eres tú en mi mano”. Ninguno puede presumir de su familia, todos estamos hechos de barro y, si este no se cuida puede endurecerse o permitir que en él crezca maleza. Siempre estamos llamados a dejar que el amor de Dios, como agua que empapa el barro, entré en la vida familiar y la moldee; si esto no sucede, el barro endurece y el corazón deja de aceptar a Dios como la autoridad que guía su vida. Escribe Inés Ordoñez: “Para los que le otorgamos a la vida el don de lo eterno, podemos descubrir en las crisis y en lo que nos provocan una posibilidad de encuentro entre lo humano y lo divino. Nuestras crisis colocan el amor en el límite; y en este mismo límite podemos experimentar el encuentro de nuestra debilidad y cansancio, con la fuerza de Dios que se compromete con nosotros y permanece a nuestro lado para darnos lo que necesitamos para superarlas. Son límites sagrados, donde lo humano y lo divino se funden en una situación paradojal para nuestra experiencia cotidiana”. Para quienes creen que, Dios nos acompaña, las crisis son una experiencia para experimentar su presencia que sana, reconcilia y reconstruye. Las crisis no son para quedarnos paralizados en ellas. Crisis que no se resuelve termina paralizando la vida, endureciendo el corazón y llenado la vida de desesperanza. Cuando resolvemos las crisis, crecemos en sabiduría. Las crisis familiares conducen a sus miembros a nuevas experiencias de relación, a nuevas experiencias de crecimiento y, sobre todo, a tener un contacto especial y diferente con el corazón. Las crisis son la puerta hacia una mayor experiencia de amor y, también a un encuentro más pleno con la misericordia de Dios que, a todos nos mira como hijos a quienes desea encontrar, abrazar y amar en la reconciliación. Superar las crisis implica una disposición del corazón que incluye y abarca a todos los miembros de la familia. Las crisis invitan siempre a pedir ayuda. Nadie resuelve solo una crisis. Sin el acompañamiento oportuno y adecuado, la oscuridad permanece y el conflicto tiende a agudizarse. El Papa Francisco habla del acompañamiento en los siguientes términos: “es importante, en primer lugar, darnos a conocer, sin tener miedo a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. La fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger, porque, ofrecida a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia, de amor. Nos hace humanos. Esta fragilidad no es tanto algo negativo como parte de la belleza de la naturaleza humana, pues Dios, para hacernos semejantes a Él, quiso compartir hasta el final nuestra fragilidad”. El alma familiar está representada en el cuidado. Cuando el cuidado desaparece, entonces la familia pierde contacto con su alma, enferma, se vuelve agresiva y, aunque parezca curioso, quiere autodestruirse. El alma no soporta vivir sin poder ser ella misma. Al respecto, el Papa Francisco dice: “Queridas familias, también ustedes están invitadas a no tener otras prioridades, a no volverse atrás, es decir, a no echar de menos la vida de antes, la libertad de antes, con sus ilusiones engañosas. Cuando no se acoge la novedad de la llamada de Dios la vida se fosiliza, añorando el pasado. Cuando Jesús llama, también al matrimonio y a la familia, pide que miremos hacia adelante y siempre nos precede en el camino, siempre nos precede en el amor y en el servicio. Quien lo sigue no queda defraudado”. Las crisis nos van acercando a las semillas de honestidad que hay en el corazón de la familia y de cada uno de sus miembros. Aquello que se cuida y lo que se descuida, en cierta medida, se ha dejado de amar porque ha dejado de ser una prioridad. Las crisis nos van llevando paulatinamente a un lugar donde la honestidad del corazón se vuelve un acto irreversible. Ese momento, exige de cada uno humildad y disposición para actuar como dice el Salmo 50: Un corazón quebrantado, roto y humillado nunca es despreciado por el Señor; al contrario, el Señor siente ternura por aquellos que, reconociendo sus faltas, buscan su amor y su perdón. Una familia se sana cuando sus miembros dejando al lado el orgullo y la vanidad se vuelven al Señor y se acogen a su misericordia. El amor ha de traducirse en hechos, es mucho más que palabras, mucho más que sentimientos, obras son amores y no buenas razones, el amor no falla nunca. El amor busca ser correspondido, es la comunicación del amante y el amado, es donarse enteramente, entregarse mutuamente, el amor no falla nunca. El amor es el sentido de la vida, el amor es un derroche de alegría, el amor es la cruz de cada día, el amor es darlo todo sin medida. El amor es vivir comprometido, el amor no es egoísta, el amor no es orgulloso, el amor todo lo cree, el amor todo lo espera, el amor no falla nunca (Rezandovoy) Francisco Carmona
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