La necesidad de encontrar el sentido profundo de la vida es evidente. Por diferentes medios, muchas personas están buscando entrar en contacto con una realidad superior que les manifieste que, su vida tiene valor, sentido y propósito. Es una constante, en la historia de la humanidad que, mientras más se insiste en el bienestar económico y material, más aumenta la sed y el deseo de espiritualidad. Los grandes movimientos de espiritualidad han sido la respuesta que la cultura ha encontrado para enfrentar la crisis de valores, de vacío y de sin-sentido que despierta el afán por el dinero. He visto, en constelaciones familiares y, en consulta que, el afán de dinero, como el miedo a tenerlo, corresponden a una desconexión profunda con la vida y consigo mismo. A través del afán o rechazo del dinero, de manera simbólica e inconsciente, muchas personas intentan no dejar escapar la vida. Hoy, abunda la literatura que invita a trascender el Ego. Incluso algunos libros presentan el Ego como la expresión de la fuerza demoníaca que puede inundar la psique y transformarla en una fuerza al servicio de la destrucción. Al Ego vamos a definirlo como la parte herida y vulnerada de nuestro Yo que, cuando sale a la superficie y toma el control de la psique dirigiéndola en contravía de lo que haría la parte sana. El Yo se sana o libera del poder del Ego cuando entra en conexión con lo Trascendente, con aquella Fuerza que, al ser superior, le permite experimentar la Unidad consigo misma y con el Cosmos. Escribe Jäger: “Todo camino místico es un sendero que conduce a una comprensión más amplia de la propia vida y de lo que pueden ofrecer hoy ciertas expresiones confesionales de la experiencia religiosa”
El sannyasi había llegado a las afueras de la aldea y acampó bajo un árbol para pasar la noche. De pronto llegó corriendo hasta él un habitante de la aldea y le dijo: ¡La piedra! ¡Dame la piedra preciosa! ¿Qué piedra?, preguntó el sannyasi. La otra noche se me apreció en sueños el Señor Shiva, dijo el aldeano, y me aseguró que si venía al anochecer a las afueras de la aldea, encontraría a un sannyasi que me daría una piedra preciosa que me haría rico para siempre. El sannyasi rebuscó en su bolsa y extrajo una piedra. Probablemente se refería a ésta, dijo mientras entregaba la piedra al aldeano. La encontré en un sendero del bosque hace unos seis días. Por supuesto que puedes quedarte con ella. El hombre se quedó mirando la piedra con asombro. ¡Era un diamante! Tal vez el mayor diamante del mundo, pues era tan grande como la mano de un hombre. Tomó el diamante y se marchó. Pasó la noche dando vueltas en la cama, totalmente incapaz de dormir. Al día siguiente, al amanecer, fue a despertar al sannyasi y le dijo: Dame la riqueza que te permite desprenderte con tanta facilidad de este diamante. Javier Bailén escribe: “Tengo la sensación de que nos estamos deshumanizando. Por descuido, por despiste, por soberbia, pero sí, nos estamos deshumanizando. Quizás suene demasiado duro y no es que sea yo partidario de esta deshumanización, pero las noticias que sobrevuelan nuestras cabezas me llevan una y otra vez a pensarlo. Alguien me podrá decir que las cosas malas hacen más ruido que las cosas buenas y que por eso tenemos la sensación de que hay más cosas malas que buenas y no es cierto y, os soy sincero, me lo creo, pero a la vez no puedo evitar tener esta sensación. Surge en mí una pregunta evidente, ¿qué hay que hacer para no deshumanizarnos o, al menos, para frenar esa deshumanización? Una posible solución la acaba de dar el papa Francisco en su último viaje a la isla de Lesbos: Estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos” Hoy, muchas personas abandonan la religión. Muchos están cansados de los escándalos de la institución. También hay quienes se acercan a experiencias religiosas basadas en el fundamentalismo y dogmatismo. Asociaciones que, fomentan el ideal de perfección y alimentan el deseo de muchos que, agobiados por el peso de su dolor, desean sentirse perfectos, buenos y, por encima de los demás. Me impresiona el afán que, hay en muchos corazones, para juzgar y condenar a quien no actúa según sus propios criterios. La filosofía budista enseña que todos, de alguna forma, incluso los que obran el mal, necesitamos tomar algo de bondad para darle sentido a nuestros actos. Cuando el arquetipo del BUENO inunda la psique, las personas se vuelven inflexibles, jueces implacables de sus hermanos e incapaces de ver la viga que llevan en su ojo. Escribe Mateo: “Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: "Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: Paga lo que debes. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía”. La verdadera función de la religión consiste en ayudarnos a vivir la experiencia del encuentro con Dios, con la divinidad. La religión enseña el valor de la Presencia de Dios en la vida y, a través de sus celebraciones comunica la fuerza que tiene mantenerse en la Presencia divina. Cuando la religión cumple su misión, el creyente avanza hacia la mística. La religión es el mapa y la mística es el tesoro. La religión es el dedo que apunta a la luna y la Mística es la luna. Algunos se quedan admirando el dedo, en lugar de levantar los ojos hacia la Luna. Las religiones que se quedan en los preceptos, al final, se vuelven superficiales y agobiantes. La religión tiene sentido en la medida que, nos comunica la gracia de la vida en Dios y nos educa para vivir esa gracia. Cuando la religión se queda centrada en preceptos dogmáticos y racionales hace que las personas vayan hacia practicas antiguas que trasciendan lo cognitivo y conecten con el corazón, con la vida interior. Escribe Willigis Jäger: “Si las religiones se dedicaran nuevamente a conducir y acompañar a las personas en el camino de la experiencia de Dios, no tendrían quejas por la falta de fieles”. Santa Teresa de Jesús recuerda que la experiencia fundante es la fuerza que transforma no sólo el corazón de la persona sino también el de la Iglesia y la sociedad. Allí, donde Dios está presente, ninguna perturbación o inquietud tiene dominio sobre el corazón, sólo Dios basta y quien a Dios tiene, nada le sobra y, tampoco le falta. Una experiencia de Dios centrada en lo fundamental: el amor que sana, reconcilia, transforma y crea comunidad es lo que hoy, muchos, echan en falta. En realidad, la necesidad espiritual de sentirnos unidos a Dios exige acompañantes reconciliados consigo mismos que, poniendo su vida al servicio del otro, curen sus heridas y, se atrevan a gritar con sus actos que, en medio del dolor y la soledad, el amor está vivo. La verdadera consciencia revela quienes somos y a qué estamos llamados: a amar como Dios ama. El amor, enseñan los místicos, es la potencia elemental, dice Jäger, que acompaña a la humanidad hacia su plena realización, hacia el crecimiento en la consciencia de unidad. Advierte Jäger: “No es un amor que proviene de un mandamiento sino que es un amor que recibe su energía de la experiencia de que la vida es común a todos. Un amor que nos recuerda: “Unidos a Dios, como la vid a los sarmientos, podemos producir no sólo buenos frutos sino también un buen vino; es decir, la alegría que sana, recrea, enamora y salva al mundo. Añade Jäger: “mientras más profunda es nuestra experiencia de Dios, mayor es nuestra compasión”. La Mística Sufí dice: “Quien entra en la ciudad del amor, se da cuenta que, muchas de sus moradas están ocupadas por los enfermos, los heridos, los excluidos del amor entonces, comprenderá que, para vivir allí, no se necesita sentirse mejores, sino servidores. En la ciudad del amor la santidad se vive curándose y curando en el nombre del Amor que es el nombre de Dios” Aquí estamos, Señor Jesús: juntos en tu búsqueda. Aquí estamos con el corazón en alas de libertad. Aquí estamos, Señor, juntos como amigos. Juntos. Tú dijiste que estás en medio de los que caminan juntos. Señor Jesús, estamos juntos y a pie descalzo. Juntos y con ganas de hacer camino, de hacer desierto. Juntos, como en un solo pueblo, como en racimo. Juntos como piña apretada, como espiga, como un puño. Danos, Señor Jesús, la fuerza de caminar juntos. Danos, Señor Jesús, la alegría de sabernos juntos. Danos, Señor Jesús, el gozo del hermano al lado. Danos, Señor Jesús, la paz de los que buscan en grupo. Nos has dado un deseo. Has puesto alas al corazón y queremos, como en bandada, alzar gozosos el vuelo. Nos has dado un deseo: el de buscarte, el de tender a ti como busca la flor el sol y el agua el mar inmenso. Tú has puesto en nuestro corazón deseos de más allá. Has puesto caminos de libertad, de trascendencia. Queremos, Señor Jesús, recorrer la aventura de orar, de orar juntos, en esta aventura apasionante. Juntos en tu búsqueda, Señor. ¡ Señor de los encuentros! A pie descalzo en oración sincera. ¡Señor de los caminos! Empeñados en esta aventura apasionante. ¡Señor del misterio !Aquí estamos sabiendo que Tú también estás con nosotros. Porque Tú, Señor, te manifiestas al que te busca; porque Tú, Señor, eres la fuerza del que te encuentra (Rezandovoy) Francisco Javier Carmona
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