La insatisfacción es uno de los malestares del alma más incomodos y dificiles de tramitar. Muchos, intentan llenar la insatisfacción con bienes; otros, sumergiéndose en experiencias de todo tipo que, al final, terminan dejando un vacío más grande. Algunos más, se quedan paralizados y se sumergen el reproche. Éstos piensan que, su destino está asociado a la infelicidad, a la insatisfacción y a la amargura. Cuando esto sucede, las personas convirtieron una pérdida en una experiencia numinosa, se niegan a aceptar la vida como es. Aceptar la vida como es termina convirtiéndose en la mayor fuente de sufrimiento. Rendirnos ante la vida es algo que, cada día cuesta más, en una sociedad tan centrada en uno mismo, como ocurre en la actualidad. Había una vez una planta muy joven en la que se ponían grandes esperanzas. Tenía exactamente cuatro hojas. Cuatro bonitas hojas, resplandecientes al rocío y al sol. Un día las cuatro hojas tuvieron una reunión. Una dijo que su vocación clara consistía en permanecer unida al naciente arbolito, pero que en lo sucesivo había decidido prescindir del agua. Cuestión de proyecto personal: “Que sus compañeras estudiasen el asunto y una vez entendido respetaran su libertad”. Las otras tres hojas estaban repletas de buenas disposiciones y decidieron aceptar lo que su compañera les pedía. Se instaló un ingenioso sistema de paraguas: con el buen tiempo el paraguas se cerraba y se abría en cuanto amenazaba lluvia. Y he aquí que el arbolito tan prometedor dio signos de languidez y murió. Cada hoja fue llevada por el viento a un sitio distinto. ¿Qué se podía haber hecho? ¿Pedir a la hoja que no quería agua que se marchara a otro sitio? ¿Llegar a un compromiso?
La insatisfacción mueve a muchas personas a actuar de un modo contrario a su verdadera identidad. Cuando esto sucede, buscamos impresionar a los demás. Estamos convencidos de que, causar una buena impresión va a calmar la sed que agobia el alma. Un colaborador de rezandovoy escribe: “Qué buena es la capacidad de desear. Hay quien diría que es mejor no aspirar a nada, que así te evitas desengaños e insatisfacción; pero lo cierto es que estamos vivos, y como estamos vivos soñamos, buscamos, anhelamos y encontramos motivos para ir avanzando. Vivimos entre el deseo, la necesidad, la llamada y el encuentro. Queremos amor, justicia, alegría, saber. Queremos caricias, canciones, conquistas, respuestas. Queremos sanación de tantas heridas propias y ajenas. Luz que disipe nuestras sombras, nuestros miedos y nuestras angustias… Hay veces en que la sed -de vida- es cotidiana. Una apetencia normal, que se atiende naturalmente, casi con rutina. Pero otras veces es atroz. Y no encuentro respuesta ni nada que la colme. Entonces me siento peregrino en el desierto. Me pesan los silencios, y anhelo amor. Me vencen las heridas, y quiero humanidad. Me asusta la soledad, y espero encuentro. Me agobia el vacío, y ambiciono sentido. Me atrapa el vértigo de la actividad incesante, y añoro un poco de paz. Me abruma el mundo, y ansío hogar. Me asalta Tu distancia, y llamo: ¡Dios!”. Wilhelm Von Humboldt señala: “La mayoría de las personas se sienten insatisfechas con su destino a causa de unas expectativas exageradas. Pretenden encontrarse siempre en el lado soleado de la vida. Siempre deben tener éxito. El destino siempre debe ser bueno con ellas. Deberán quedar libres de enfermedades o accidentes. Pero estas exigencias exageradas al destino conducen necesariamente a la insatisfacción, porque el sol no brilla siempre. Nos tenemos que consolar con la idea de que nuestro camino se extiende bajo el sol y la lluvia, a través del viento y la tormenta. Creemos que siempre tenemos que estar alegres, pensar en positivo, tenerlo todo controlado, tener éxito, recibir el reconocimiento de todos... Estas expectativas demasiado elevadas que nos planteamos a nosotros mismos proceden de la niñez. Es normal que los padres tengan expectativas depositadas en sus hijos. Si no tuvieran ninguna expectativa, no confiarían en ellos. Pero cuando las expectativas de los padres se imponen con demasiada fuerza, entonces se convierten en exigencias que nos hacemos a nosotros mismos y terminan paralizándonos, dejándonos insatisfechos”. La insatisfacción nos revela que el alma está sacudiéndose de expectativas, de formas de ver la vida que, tiranizan y agobian. Dice el Papa Francisco: “Sí no hay un poco de insatisfacción, un poco de tristeza saludable, una sana capacidad de habitar en la soledad y de estar con nosotros mismos sin huir, corremos el riesgo de permanecer siempre en la superficie de las cosas y no tomar nunca contacto con el centro de nuestra existencia”. La insatisfacción revela que el alma anhela aquello que le da un fundamento sólido, algo que no perezca en las dificultades y que no nos llene de culpa porque no estamos a la altura de sus expectativas o demandas infantiles. La insatisfacción está en la base del llamado a darle un rumbo diferente a la vida. Si nos quedáramos siempre satisfechos con la vida, no habría ninguna posibilidad de crecimiento, de construir una vida novedosa y, de manera especial, una vida llena de sentido. De nuevo, nos dice el Papa Francisco: “Nosotros no podemos no hacer caso a los sentimientos: somos humanos y el sentimiento es una parte de nuestra humanidad; sin entender los sentimientos seremos deshumanos, sin vivir los sentimientos seremos también indiferentes al sufrimiento de los otros e incapaces de acoger el nuestro […]”. La insatisfacción revela que algo en nuestra vida no está donde le corresponde y, por lo tanto, está ejerciendo una función que no es la suya. La insatisfacción nos llama a la transformación. Cuando el vacío aparece, se consteló el sentido de la vida. Lacan nos dice que, la demanda puede ser satisfecha, pero el deseo, no. Por demanda, Lacan entiende algo que puede ser conquistado, logrado, incluso puede ser adquirido. En cambio el deseo, según el mismo Lacan, es algo inherente al ser humano, es el camino a través del cual el ser humano se descubre a sí mismo y le permite tomar su destino. Por eso, el deseo nunca es satisfecho, el deseo siempre nos moviliza. Podemos ser movilizados por el deseo de dos formas. La primera, la carencia. Algo nos falta, nos sentimos incompletos y, por la misma razón, imperfectos. La carencia nos lleva al narcicismo, despierta la necesidad de contemplarnos a nosotros mismos. La segunda, el deseo es algo que deseamos compartir con los demás. De ahí que, el deseo nos lleve al autoconocimiento y éste, cuando es auténtico, a la entrega, al servicio, a la realización de los propios dones y talentos. La carencia nos lleva al sufrimiento por no ser perfectos. La espiritualidad es el camino para salir de la insatisfacción. El vacío que el alma siente es, en realidad, el deseo de conectar con Dios, razón última de nuestra existencia. Escribe el Papa Francisco: “La vida espiritual no es una técnica a nuestra disposición, no es un programa de bienestar interior que nosotros debemos programar. No. La vida espiritual es la relación con Dios, el Viviente, irreductible a nuestras categorías. Y la desolación entonces es la respuesta más clara a la objeción que la experiencia de Dios sea una forma de sugestión, una simple proyección de nuestros deseos. La desolación es no sentir nada, todo oscuro: pero tú buscas a Dios en la desolación […] Y en la desolación tratar de encontrar el corazón de Cristo, encontrar al Señor. Y la respuesta llega, siempre”. Sólo Dios puede dar al alma lo que ella ansía. Cuando el instante mismo se diluye en su propia amargura y ya no queda cielo al qué dar color, ni nube a qué podamos seguir su rumbo, toda la pena salta a la mirada, la incertidumbre salta a la mirada, la soledad sin nombre salta a la mirada, la desnuda tristeza salta a la mirada, y el asombro también, todo el asombro, el cansancio del mundo, la agonía de no saber por qué ni en qué camino estamos, también salta a la mirada. Llueve, llueve dolor y más dolor en la mirada, ¡qué preguntas sin fin, para qué la vida para tanto morir, en la mirada! Se inunda de neblina la mirada y no encuentra sosiego ni respuesta a tanto desamor que amarga el mundo. Y cuando el llanto llena los aljibes, se deshojan los ojos... desbordados (Antonia Álvarez)Francisco Carmona
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