En el evangelio de Juan, se narra la historia del encuentro entre Jesús y una mujer samaritana. El evangelio nos cuenta los siguiente: “Jesús decidió, entonces, abandonar Judea y volvió a Galilea. Para eso tenía que pasar por el país de Samaría, y fue así como llegó a un pueblo de Samaría llamado Sicar. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, cansado por la caminata, se sentó al borde del pozo. Era cerca del mediodía. Fue entonces cuando una mujer samaritana llegó para sacar agua, y Jesús le dijo: Dame de beber. La samaritana le dijo: ¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? Jesús le dijo: Si conocieras el don de Dios, si supieras quién es el que te pide de beber, tú misma le pedirías agua viva y él te la daría. Ella le dijo: Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es profundo. ¿Dónde vas a conseguir esa agua viva?” Desde hace muchos años, el texto del encuentro de Jesús con la samaritana ha servido para comprender el deseo de comunión, de plenitud y de realización que habitan en el alma. Jesús es Maestro del encuentro; es decir, tiene la capacidad de poner a las personas frente a sí mismas, las ayuda a descubrir la verdad profunda que las define y las acompaña en el camino de transformación. Dice Carl Gustav Jung: “La gente está dispuesta a hacer cualquier cosa, no importa lo absurdo que esto sea, para evitar hacer frente a sus propias almas”. Es curioso, en el alma humana encontramos que, hay miedo a ser nosotros mismos, a tomar el destino, a asentir la vida. En muchas ocasiones, este miedo nace de la lealtad hacia el sistema familiar, una voz interior nos dice que, sí nos atrevemos a ser nosotros mismos, el sistema familiar nos va a excluir. El temor a la exclusión hace que sigamos adelante con una vida cargada de sufrimiento.
A un visitante que a sí mismo se definía como Buscador de la Verdad, le dijo el Maestro: Si lo que buscas es la Verdad, hay algo que es preciso que tengas por encima de todo. Ya lo sé: una irresistible pasión por ella. No. Una incesante disposición a reconocer que puedes estar equivocado. Muchos renuncian a su identidad para protegerse de las amenazas que provienen del mundo exterior. Lo que hemos vivido en el seno de nuestras familias puede marcarnos de muchas maneras y predisponernos a actuar de maneras determinadas. El mayor privilegio que podemos llegar a experimentar en la vida, no es el reconocimiento de nuestro sistema familiar, tampoco conquistar los aplausos del mundo, sino poder ser quienes somos realmente. Para lograrlo, es necesario conquistar el equilibrio en los conflictos y desarrollar nuestra verdadera identidad viviendo conforme a ella. Todo este proceso se hace mucho más fácil cuando aprendemos a mirar el corazón y reconocer en él, el don de Dios. La carga más pesada que puede un ser humano llevar es la vida no vivida porque decidimos mantenernos en los reproches y reclamos hacia nuestros padres. El alma tiene sed. Por su propia naturaleza, nuestra alma es insaciable. A pesar de los logros, de las riquezas, de las posesiones, de las relaciones y de todo lo que humanamente podamos conquistar, el alma continua sedienta. La insatisfacción que el alma experimenta, muchos tratan de llenarla con posesiones; al hacerlo, se exponen a la depresión y a los trastornos de ánimo. El alma tiene sed de Dios; es decir, de un fundamento sólido que le permita experimentar que vivir vale la pena y que estar vivos tiene sentido. El alma no soporta el vacío y, mucho menos, la superficialidad. La soledad que el alma experimenta obedece más a la imposibilidad de conectar con las cosas importantes para nosotros, antes que a la ausencia de personas a nuestro alrededor. La mujer samaritana es el símbolo del alma que anda buscando conectar con lo esencial. El pozo, el lugar de donde se saca agua, representa, en este caso, al corazón que, entre otras cosas, es el lugar de donde sacamos las fuerzas que dirigen, acompañan, nutren o destruyen nuestra vida. Un corazón herido y lastimado, por la general, contiene ira, tristeza, agresividad, rechazo, entre otras. En cambio, un corazón reconciliado expresa alegría, cordialidad, bondad, cercanía. En el caso de la samaritana, su corazón rebosaba insatisfacción. No deseaba entrar en contacto con nadie. Esa es la razón por la que va al mediodía a sacar agua; es decir, motivos o razones para seguir viviendo y continuar esperando. A pesar del esfuerzo que hacía, la sed continuaba y lo que lograba sacar del pozo, del corazón, nunca resultaba suficiente para mantener el alma conectada con la vida. El agua que calma la sed de infinito del alma proviene de Dios. Sabemos que el alma no solo busca el sentido de la vida, sino también el sentido último; es decir, el alma anhela sentirse unida al Ser Superior, a Dios. Cada ser humano en particular tiene la tarea, en un momento muy específico de la vida, de llegar a definir como se quiere vincular con la Trascendencia. Ignorar la necesidad religiosa y de trascendencia del alma, conduce, inevitablemente, a la neurosis. El malestar con uno mismo, la incapacidad para atravesar el infierno de las propias pasiones y para integrar la sombra propia son, entre otras, expresiones de la resistencia que el ser humano ofrece para conectar son el Ser Superior. El ser humano no sólo está invitado a autorrealizarse sino también a autotrascenderse. Ahí, radica la sensación de llevar una vida plena y completa. La psicología nos recuerda que el objetivo de nuestra existencia es alcanzar la individuación. Quien logra la meta, también encuentra el sentido de la vida. Al respecto, dice Víctor Frankl que, el sentido de la vida es algo que cada ser humano tiene que encontrar como expresión de la realización de su propia individualidad en responsabilidad y libertad. Cuidamos el alma y la vida cuando aprendemos a vivir desde convicciones honestas, profundas y sinceras que nos llevan a conectar con los demás y, de manera especial, con Dios. La relación con lo Trascendente configura la identidad verdadera y profunda del ser humano, a partir de la cual, puede reconocernos como seres únicos e irrepetibles que ha transitado gozosamente la existencia. La felicidad que todos anhelamos se conquista cuando hemos sido capaces de responder a las preguntas que la vida nos hace y, también cuando nos hemos hecho responsables de las acciones emprendidas para hacer que la vida trascienda. El compromiso que se asume con la vida, se traduce en una experiencia amorosa. El amor es, en definitiva, todo aquello que hacemos para que la vida tenga sentido para nosotros y para los que comparten con nosotros la existencia. Somos verdaderamente felices cuando encontramos la forma de realizar el amor a través de nuestro estilo de vida y del compromiso para que la vida fluya abundante para todos. Qué fácil es colocarse en el tropel de los puros. Reducir la fe al cumplimiento, que garantiza un asiento en el banquete de los perfectos. Qué triste, arrojar, desde ese puesto, migajas de esperanza a quien, con pies de barro, se siente indigno. Algún día comprenderemos que tu mesa se dispone con criterios diferentes. Que tu pan no restablece a los saciados de ego, de virtudes corrosivas, de exigencias imposibles para tristezas ajenas. Que tu Reino no se compra por un puñado de leyes. Que tu amor no es la conquista de guerreros invencibles. Tu pan, tu Reino, tu amor, es alimento ofrecido a quien vive con hambre. Y ese don, gratuito y desbordante, nos renueva y nos cambia (José María R. Olaizola, sj)Francisco Carmona
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