Hace poco, vino un hombre a un taller sobre el duelo. Este hombre, en el término de tres meses, había experimentado cuatro pérdidas: se había separado de su esposa, había sido despedido del trabajo, uno de sus hermanos muere y, regresando del entierro, un camión arrastra la moto que él conducía causando la muerte de su única hija, que venía como copiloto. Ante este dolor, el silencio es la única respuesta verdaderamente respetuosa. En ese momento, me acorde de Job y del reproche que hace Dios a sus amigos que, al intentar consolar habían terminado acusando, reprochando, justificando y haciendo afirmaciones que, en lugar de dar esperanza, la quitaban y producían un dolor y una incertidumbre mayor. Es curioso, Escribe Víctor Frankl: “la gente pasa una buena parte de la vida luchando para conseguir lo suficiente para poder vivir, tan pronto lo consiguen, ya no saben para qué vivir”. El sentimiento más extendido hoy, entre muchas personas, tiene que ver con la desesperanza. El mismo Víctor Frankl señala: “Las personas, que no han encontrado un sentido auténtico para su vida, terminan sumergidas en la búsqueda del placer”. Otros, refugiándose en el trabajo, en el consumo o en la vanidad del ser; es decir, viven para conquistar el aplauso. Señala el Papa Francisco: “personalmente me duele ver personas que psicológicamente viven corriendo detrás de la vanidad de las condecoraciones”. Hace algunos meses, vi el sufrimiento de una mujer que había perdido la alegría y las ganas de servir, porque sentía que su esfuerzo no servía para nada, nunca había sido tenida en cuenta, para un cargo importante dentro de su institución.
Hu-Song, filosofo de Oriente, contó a sus discípulos la siguiente historia: Varios hombres habían quedado encerrados por error en una oscura caverna donde no podían ver casi nada. Pasó algún tiempo, y uno de ellos logró encender una pequeña tea. Pero la luz que daba era tan escasa que aun así, no se podía ver nada. Al hombre, sin embargo, se le ocurrió que con su luz podía ayudar a que cada uno de los demás prendieran su propia tea y así, compartiendo la llama con todos, la caverna se iluminó. Uno de los discípulos pregunto a Hu-Song: ¿Qué nos enseña, maestro, este relato? Y Hu-Song contestó: Nos enseña que nuestra luz sigue siendo oscuridad si no la compartimos con el prójimo. Y también nos dice que el compartir nuestra luz no la desvanece, sino que por el contrario, la hace crecer. Cuando perdemos el sentido de la vida, según la psicología existencialista, empezamos a restarle importancia a la vida, a lo que somos, a lo que realmente nos hace valiosos. En el caso anterior, la mujer era valiosa por su entrega; sin embargo, prefería sufrir por no alcanzar un puesto que, sin lugar a duda, al obtenerlo, le restaría enormemente la disposición para servir y hacer con amor lo que amaba hacer. El sufrimiento interior crece cada vez que pensamos que, las personas que tienen honor y aplausos son realmente importantes. Las personas que hacen ruido han perdido la conexión con el valor verdadero, el que reside en su interior. Hay dos tipos del sufrimiento. El primero es el sufrimiento del Ego que nos convence de nuestra inutilidad porque no alcanzamos el honor que el mundo nos ofrece. Nos refugiamos dentro de nosotros mismos, nos enojamos y reprimimos la generosidad con la que veníamos entregando nuestros talentos. El segundo sufrimiento, es aquel que surge en el alma y crea la disposición para darle sentido a la vida y, realizarse según la propia vocación. Dice Víctor Frankl: “El que encuentra un sentido, entonces está dispuesto a sufrir, si es necesario”. Tenemos la posibilidad de elegir porque vale la pena realmente sufrir. Vivir sin sentido es una forma de perder de la vida. Quien tiene un sentido para vivir también tiene un sentido para morir. El sufrimiento por no ser tenidos en cuenta, valorados, según los criterios del mundo está asociado a la desconexión con nosotros mismos y, lógicamente, con la fuerza que hace trascendente la vida. Mientras más se centra una persona en ella misma, en lo que cree merecer, más sufrimiento y parálisis comienza a experimentar. Me parecen sumamente acertadas las siguientes palabras de Joan Garriga: “Exponemos el alma a la tentadora oferta del diablo, que nos promete mayor control sobre nuestras vidas si somos alguien. Sin embargo, el resultado es un purgatorio constante: perdemos de vista el instante porque hemos dormido nuestro Ser en una especia de autoencantamiento de nuestra personalidad. A muchos, nos enseñaron que teníamos que esforzarnos en ser alguien en la vida. A pocos o a ninguno le dijeron que se esforzar en darle un sentido a su vida, en llenarla del gozo que produce ser uno mismo. Encuentro más personas sufriendo, porque defraudaron a los demás, porque no cumplieron las expectativas de su sistema familiar, que luchando por hacer que el sentido de su vida se realicé plenamente. Dice Víctor Frankl: “El ser humano se realiza sirviendo a una causa o amando a una persona. Cuanto más se abre en su tarea, cuanto más se entrega al otro, tanto más es realmente humano, tanto más es él mismo. Por consiguiente, solo puede realizarse en la medida que se olvida de sí y no se fija en sí mismo”. El mundo ama la vanidad y la superficialidad; de ahí, la fuerte atracción que ejerce sobre quien no sabe quién es o se siente inseguro frente a sí mismo. Hoy, las cosas giran en torno a uno mismo. Muchos andan buscando lo que les aporta y, se preguntan muy poco, dónde pueden entregarse a fondo, donde pueden servir y amar como sienten que la vida los llama a hacerlo. Sin darnos cuenta, nos acostumbramos a buscar sólo aquello que alimenta nuestro afán de vivir centrados en nosotros mismos. De hecho, ignoramos que, vivir centrados en nosotros mismos, es un camino fácil para perder la vida, el alma y, por ahí derecho, a nosotros mismos. Una vez que, perdemos la vida, no hay nada que podamos hacer para recuperarla. Así, lo sentencia el Evangelio. Cito a Albert Einstein: “Quien vive sin sentido, no sólo es desdichado, sino incapaz de vivir”. El mayor sentido de la vida consiste en ser nosotros mismos y entregarnos a la realización de aquello a lo que fuimos llamados. Siempre me dijeron que estabas arriba, que eras poderoso, omnisciente y juez. Que legiones de ángeles te servían, y que tenías corona, manto, anillo de rey. En tu nombre y con la biblia, desde siglos, se proclaman reyes, papas, presidentes. Se les sienta en tronos, se les reverencia como embajadores y portavoces tuyos. ¿Cómo imaginarte, entonces, sin atributos? ¿Cómo pensar el mundo sin jerarquías? Si tú eres un Dios sin poder, arrodillado, todo tambalea: la fe, la política, la economía. Pero así quisiste ser, un Dios al revés. Sin rango sagrado, sin incienso, sin letanías, dejándote en mis manos como pan de cada día, tus pies detrás de los míos, hasta desfallecer. Ya no quiero quererte, sin querer de esa manera, siempre en dirección contraria al cálculo y al rédito, sirviendo sin requisitos, hasta el corazón abrirse a una muerte con sentido, a una vida sin barreras (Seve Lázaro, sj)Francisco Carmona
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