La consciencia espiritual es el fundamento de todo ser humano. El camino hacia esta consciencia se encuentra en la mística. La mística es el proceso por medio del cual, el alma se une a la divinidad o fuerza de la vida con el propósito de sentirse uno con ella. A través de la experiencia mística, el alma y la psique logran experimentar la fuerza que tiene lo sobrenatural. En la cepa cristiana, los místicos logran expresar con profundidad la transformación que experimenta su psique y su vida interior cuando entran en la Presencia de la divinidad, de lo sagrado, de lo Trascendente. El místico habla del conocimiento obtenido a través de la experiencia. Gracias a la mística podemos decir que, la Presencia de Dios es el resultado de una experiencia y no el resultado de un razonamiento o reflexión filosófica o teológica. La consciencia espiritual tiene a Dios como su foco de atención principal. Un ateo estaba pasando un día tranquilo pescando, cuando su bote fue atacado por el monstruo de Loch Ness. En una fácil sacudida, la bestia lo arrojó a él y a su bote, al aire. Cuando el hombre flotaba patas arriba empezó a gritar: ¡Dios mío! ¡Sálvame!. De inmediato, la escena del feroz ataque quedó paralizada, y estando el ateo suspendido en el aire, una voz estruendosa bajó de las nubes diciendo: ¿Pensé que tú no creías en mí? Y el hombre imploró: Vamos, Dios, ¡dame una oportunidad! ¡Yo tampoco creía en el monstruo de Loch Ness!
Según los místicos, los seres humanos podemos experimentar, en algún momento de la vida, tanto la experiencia del vacío o de la nada como el amor que nos desborda. En la primera experiencia, el vacío, nos conecta con el mundo de las posibilidades. Ante Dios, todo es posible, Él es la Fuente de la vida, el manantial de donde brota todo lo que hoy existe. En el vacío reconocemos que la nada esta sostenida por la posibilidad de que algo ocurra. La segunda experiencia, es el amor desbordante, la experiencia de la misericordia que, al volverse compasión, rescata al ser humano del abismo. Para los místicos de todas las religiones, el objetivo de la religión y de la espiritualidad es proporcionar la experiencia de este amor que colma el anhelo del alma, la transforma y nos convierte en un ser compasivo. Para el Evangelio, la Cruz de Jesús es el símbolo donde esa experiencia del amor que desborda e invita a la compasión deja de ser posibilidad y se hace realidad. Escribe Willigis Jäger: “Quien experimenta a Dios, La Realidad Primera, como fondo de su ser, disminuirá su tendencia al comportamiento inmoral y poco social. Esa persona, en cambio, irradiará caridad y compasión. Después de una experiencia semejante, muchos se sienten capaces de abrazar al vecino que les parece antipático o superar el dolor de una relación en el que han permanecido durante muchos años. También frente a la Cruz de Jesús, podemos diluir aquel sentimiento de culpa, fracaso, vergüenza, inutilidad e inadecuación, entre otros, que tienen atrapada y paralizada la psique. Ante la experiencia del amor desbordante, la psique experimenta una transformación tal que la sensación de identidad experimenta un cambio profundo. Para ser transformados necesitamos acercarnos a la Fuente que puede hacerlo. Dios actúa en nuestra vida cuando nosotros lo dejamos hacerlo. Para eso, necesitamos abrir los oídos de nuestro corazón para que su invitación a dejarnos amar por Él sea algo que aceptamos como una posibilidad en nuestra vida. Una vez que el amor de Dios entra en nuestro corazón, el ser humano transforma su comportamiento frente a los demás. En la Constitución Dogmática Gaudium et Spes encontramos lo siguiente: “El hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. [...] La conciencia es el centro más secreto del hombre, el santuario en el que está solo con Dios y en el que su voz se hace oír. [...] Mediante la fidelidad a la conciencia, los cristianos se sienten unidos a los demás hombres para buscar la verdad y resolver, según la verdad [...]” Las experiencias profundas del amor de Dios producen una conciencia diferente con respecto a nosotros mismos, a Dios y a todo lo que nos rodea. Una de las experiencias que más dolor causan en el alma está relacionada con el descubrimiento de habernos traicionado a nosotros mismos y de haber abandonado nuestra vida para vivir según los criterios de otros, llámense padres, sociedad, autoridad, etc. En la tragedia griega encontramos el mito de Antígona, una mujer joven que desafía al rey Creonte para darle sepultura a su hermana. Ella decide obedecer la voz de su corazón, la voz del amor, antes que, los mandatos de un rey tirano que no deja que los muertos reciban una sepultura digna. Al respecto, Monseñor Jean Louis Brugués comenta: “Sófocles nos revela el secreto de la obstinación de Antígona: existen leyes que son murmuradas en el corazón. Estas leyes no están escritas, se inscriben directamente en el corazón humano; son de origen divino y son superiores a todas las leyes humanas. La joven del teatro griego nos transmite, pues, un principio determinante para la conducta de nuestras vidas, pero también para cualquier pedagogía humana: vale más morir que traicionar la verdad. Ella lo asegura, la verdad existe en lo más profundo de cada uno de nosotros, en lo que más tarde otros llamarán la conciencia. La vida no es el valor supremo y no dicta nuestro deber en toda circunstancia. Cada uno de nosotros descubre en sí mismo una ley eterna, un murmullo que nos habla de la libertad”. Cuando seguimos la voz interior, aquella que despierta la consciencia y, nos recuerda que primero está el orden antes que el amor, que para conocer a Dios, necesitamos darle orden a nuestro mundo interior, descubrimos que nuestra identidad se funda en ser fieles a nosotros mismos, a lo que da sentido a nuestra vida y nos inspira a caminar en la verdad aunque a nuestro alrededor sólo haya oscuridad. Donde hay orden afectivo, Dios puede revelar plenamente el poder transformador de su amor, un amor que levanta del polvo al desvalido, que consuela al triste y hace que el pobre se siente en la mesa, como dice el salmo, con los príncipes. La consciencia espiritual revela que, el amor que brota del orden está por encima de los intereses egoístas de un corazón que, al negarse a curarse, también se negó a transformarse y a vivir auténticamente. La verdadera fuerza del amor se conoce cuando nos atrevemos a descender a las profundidades del ser; al lugar donde la divinidad tiene su morada y donde nosotros somos liberados de lo que nos esclaviza y mantiene en una relación deformada, injusta y mentirosa con nosotros mismos, con Dios y con todo lo que nos rodea. La experiencia de Unidad con Dios también es experiencia de unidad con nosotros mismos. Donde nos podemos acoger como somos, brota la compasión, la misericordia y el servicio como algo natural, como algo para lo que no hay que hacer ningún esfuerzo. Donde el ser humano ha encontrado el fundamento de su vida también ha conocido su verdadero rostro, su verdadera identidad, que, entre otras cosas, es de origen divino. Acercarte, salvando el abismo entre el infinito y lo limitado. Salir de la eternidad para adentrarte en el tiempo. Hacerte uno de los nuestros para hacernos uno contigo. Y así, de carne y hueso, empezar a mostrarnos en qué consiste la humanidad. Eres el Dios de la cercanía, de los incluidos, de los encontrados, pues para ti nadie se pierde de los reconciliados, de los equivocados, de los avergonzados, de los heridos, de los sanados. Eres el Señor de los desahuciados, de los agobiados, de los visitados, de los intimidados, de los amenazados, de los desconsolados, de los recordados, pues para ti nadie se olvida. Tan cerca ya, tan con nosotros, Dios (José María R. Olaizola sj) Francisco Javier Carmona
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