Todo pertenece a Dios, como las diferentes cuentas del mismo rosario. El Dios que se manifiesta en todas las cosas y, a partir de ellas, es el mismo siempre. Dios siempre manifiesta y revela su amor. Cada uno, a partir de sus propias experiencias de vida, percibe y significa de manera diferente lo que Dios revela de sí mismo. También entran en juego las expectativas que cada uno se ha hecho sobre sí mismo y, por la misma razón, sobre Dios. El conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos tiene una influencia enorme en la forma como comprendemos y nos relacionamos con Dios. Nuestro ser esencial se revela a sí mismo cuando experimentamos a Dios como el origen de las cosas y el fundamento del Ser. El célebre y contradictorio personaje sufí Mulla Nasrudín visitó la India. Llegó a Calcuta y comenzó a pasear por una de sus abigarradas calles. De repente vio a un hombre que estaba en cuclillas vendiendo lo que Nasrudín creyó que eran dulces, aunque en realidad se trataba de chiles picantes. Nasrudín era muy goloso y compró una gran cantidad de los supuestos dulces, dispuesto a darse un gran atracón. Estaba muy contento, se sentó en un parque y comenzó a comer chiles a dos carrillos. Nada más morder el primero de los chiles sintió fuego en el paladar. Eran tan picantes aquellos “dulces” que se le puso roja la punta de la nariz y comenzó a soltar lágrimas hasta los pies. No obstante, Nasrudín continuaba llevándose sin parar los chiles a la boca. Estornudaba, lloraba, hacía muecas de malestar, pero seguía devorando los chiles. Asombrado, un paseante se aproximó a él y le dijo: Amigo, ¿no sabe que los chiles sólo se comen en pequeñas cantidades? Casi sin poder hablar, Nasrudín comento: Buen hombre, créeme, yo pensaba que estaba comprando dulces. Pero Nasrudín seguía comiendo chiles. El paseante dijo: Bueno, está bien, pero ahora ya sabes que no son dulces ¿Por qué sigues comiéndolos? Entre toses y sollozos, Nasrudín dijo: Ya que he invertido en ellos mi dinero, no los voy a tirar.
Añadió el Maestro: No seas como Nasrudín. Toma lo mejor para tu evolución interior y arroja lo innecesario o pernicioso, aunque hayas invertido años en ello. Escribe Karl Rahner, sj: “¿Hemos intentado alguna vez amar a Dios cuando no nos empujaba una ola de entusiasmo sentimental, cuando uno no puede confundirse con Dios ni confundir con Dios el propio empuje vital, cuando parece que uno va a morir de ese amor, cuando ese amor parece como la muerte y la absoluta negación, cuando parece que se grita en el vacío y en lo totalmente inaudito, como un salto terrible hacia lo sin fondo, cuando todo parece convertirse en inasible y aparentemente absurdo? ¿Hemos cumplido un deber alguna vez, cuando aparentemente sólo se podía cumplir con el sentimiento abrasador de negarse y aniquilarse a sí mismo, cuando aparentemente sólo se podía cumplir haciendo una tontería que nadie le agradece a uno? ¿Hemos sido alguna vez buenos para con un hombre cuando no respondía ningún eco de agradecimiento ni de comprensión, y sin que fuéramos recompensados tampoco con el sentimiento de haber sido desinteresados, decentes, etc? Busquemos nosotros mismos en esas experiencias de nuestra vida, indaguemos las propias experiencias en que nos ha ocurrido algo así. Si las encontramos, es que hemos tenido la experiencia del Espíritu a que nos referimos”. Willigis Jäger escribe: “Existe un conocimiento que no necesita de nadie que conozca. Caer en la cuenta de la no-dualidad es la meta de todos los caminos místicos. La dualidad es un proceso que se engendra a sí mismo a partir de la Unidad. El Yo es el centro funcional que surge como forma de la no-dualidad. El Yo y nuestro intelecto suponen un esfuerzo enorme de la evolución pero, al mismo tiempo, una limitación y un impedimento para otras potencias de la consciencia. Cada centro ve el mundo a su manera específica y se experimenta como separado”. En el trabajo terapéutico aprendí que el sufrimiento, el trastorno y la enfermedad de origen psicológico tienen su origen en la dualidad. Cuando la dualidad es superada, el Yo vive y trabaja en armonía. El alma sufre en la dualidad y se sana en la Unidad. El Yo es el centro funcional de la psique. Un yo perturbado ve lo que sucede como algo amenazante. Para protegerse el yo se divide; al hacerlo, comienza a sentir nostalgia y despierta en él el deseo de volver a estar unido. Mientras nos aferremos al dolor, como si fuera nuestra verdad existencial, andaremos perdidos en la dualidad y, con la angustia de no saber sí, algún día, encontraremos el camino de regreso. En la dualidad, las imágenes que creamos de Dios corresponden al estado de nuestra psique. Cada una de esas imágenes, sin lugar a duda, estarán cargadas con el peso del dolor que llevamos encima y no logramos resolver. En la medida que, nos vamos reconciliando con nosotros mismos, el corazón camina hacia la unidad y las imágenes de Dios y de la vida comienzan a ser diferentes. De una forma u otra, los seres humanos vamos buscando la iluminación. Esta experiencia consiste en, descubrir que no existe la separación, que nuestro destino es la unidad. Para alcanzar la iluminación, es necesario que, el Ego se desprenda de sus identificaciones; especialmente, las que son dolorosas y anclan en el sufrimiento, en el pesimismo y en los patrones recurrentes de destrucción que pueden darse en nuestra vida. Para el Yo es sumamente importante sentir que recupera la autonomía frente a los acontecimientos que ocurren a diario en la existencia. Esa libertad frente a lo que ocurre, sobre todo, si es fuente de dolor, es necesaria para que el Yo pueda ocuparse de satisfacer su necesidad de trascendencia. Hace años, escuché el siguiente acertijo: ¿Cómo puede evitarse que una gota de agua se seque? La respuesta es la siguiente: depositándola en el mar. Pues bien, nuestra alma, gota de agua, recupera su vitalidad cuando es sumergida en las corrientes de vida que, como agua de un manantial, corren abundantemente. Cuando una gota de agua entra en el océano dice: soy el océano. Cuando nuestra vida entra en Dios, puede decir: soy Dios. Porque uno, enseña la mística, se hace semejante a Aquel donde se ha puesto la morada, donde el alma encuentra no sólo su descanso sino también su verdadera identidad. Dice Eckhart: “Quien posee a Dios así, en su esencia, lo toma al modo divino, y Dios resplandece para él en todas las cosas; porque todas las cosas tienen para él el sabor de Dios y la imagen de Dios se le hace visible en todas las cosas. Dios reluce en él en todo momento, y en su fuero íntimo, se produce un desasimiento liberador y se le imprime la imagen de su Dios amado y presente” Si nuestro ser más profundo es divino entonces, ese ser es, inmortal. La consciencia del Yo es la que experimenta la muerte. En la medida que la identificación con el Yo es muy fuerte, el miedo a morir se hace más intenso. El ser profundo sólo cambia, como dice Jäger, de vestiduras, pero su esencia permanece siempre. La fuerza interior del mar, que llamamos energía, es la que una y otra vez, produce olas. Del mar siempre están naciendo olas nuevas. Al respecto, dice Willigis Jäger: “Esa corriente de energía, que habita en el mar, también está presente en nuestra vida. Ella hace posible que nuestra vida prosiga y, no de la misma forma, no con la misma estructura personal. Descubrirnos habitados por Dios despierta nuestro corazón a nuevas comprensiones de nosotros mismos. Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal. Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz. Impúlsanos a crear sociedades más sanas y un mundo más digno, sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras. Que nuestro corazón se abra a todos los pueblos y naciones de la tierra, para reconocer el bien y la belleza que sembraste en cada uno, para estrechar lazos de unidad, de proyectos comunes, de esperanzas compartidas (Papa Francisco) Francisco Javier Carmona
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