En el evangelio hay varias imágenes de mujeres que van de un lado para otro, sin parar, inquietas, atormentadas, buscando algo que las saque del descentramiento en el que se encuentran porque les causa un sufrimiento enorme. Las mujeres que más se destacan son: Marta, la hermana de Lázaro, María de Magdala, la mujer samaritana y la mujer sirofenicia. Una vez que, se encuentran con Jesús, terminan serenándose y, viviendo de manera diferente. Lo más curioso es que, la inquietud se transforma en contemplación, la angustia en serenidad y la prisa en sabiduría. El alma anda inquieta hasta que el animus que la da razón y sentido a su existencia se manifiesta. Esta búsqueda no está exenta del conflicto y, a veces, de la enfermedad psíquica.
Después de ganar varios concursos de arquería, el joven y jactancioso campeón retó a un maestro Zen que era reconocido por su destreza como arquero. El joven demostró una notable técnica cuando dio en el centro de la diana en el primer intento, y luego partió esa flecha con el segundo tiro... Ahí está, le dijo al viejo, ¡a ver si puedes igualar eso! Inmutable, el maestro no desenfundó su arco, pero invitó al joven arquero a que lo siguiera hacia la montaña. Curioso sobre las intenciones del viejo, el campeón lo siguió hacia lo alto de la montaña hasta que llegaron a un profundo abismo atravesado por un frágil y tembloroso tronco. Parado con calma en el medio del inestable y ciertamente peligroso puente, el viejo eligió como blanco un lejano árbol, desenfundó su arco, y disparó un tiro limpio y directo. Ahora es tu turno, dijo mientras se paraba graciosamente en tierra firme. Contemplando con terror el abismo aparentemente sin fondo, el joven no pudo obligarse a subir al tronco, y menos a hacer el tiro. Tienes mucha habilidad con el arco, dijo el maestro, pero tienes poca habilidad con la mente, que te hace errar el tiro. Así, como hay mujeres inquietas, que no encuentra paz, también hay mujeres que, como María de Nazareth, María, la hermana de Lázaro y la mujer que, desde la multitud grita a Jesús: “bienaventurado el vientre que te llevó”, han logrado una conexión profunda con su Sí-mismo. La escucha contemplativa del Maestro, la voz interior que habita en cada uno, es quien permite que la vida desde el centro sea posible. La inactividad, como algunos llaman a la contemplación, es el camino que conduce al alma al encuentro de la verdadera imagen de sí misma, aquella que, como bella durmiente, reposa en las profundidades del inconsciente. La contemplación, dicen los grandes maestros, se parece a la labor del campesino que, cada mañana, sale a mirar cómo van los cultivos. Escribe Byung: “El primer principio de la agricultura, de la inactividad, consiste en saber que, si bien el arado es esencial para el cultivar las plantas, el no-hacer es fundamental para el crecimiento del cultivo. La tierra se cultiva a sí misma de manera natural, mediante la penetración de las raíces de las plantas y la actividad de los microorganismo, pequeños animales y lombrices de tierra […] La gente interfiere en la naturaleza y, por mucho que lo intentan, no pueden curar las heridas que causan […] sí se deja a sí mismo, el suelo mantiene su fertilidad naturalmente, de acuerdo con el ciclo ordenado de la vida vegetal y animal”. Un buen campesino, entiende su labor como un dejar acontecer, dejar ser. El que cultiva, como el que acompaña, deben tener claro que, hay que dejar, desde el principio, que el árbol crezca y tome su forma natural. Sólo así, no habrá que someter ni al árbol ni al alma a tratamientos innecesarios. Al respecto, dice Heidegger: “la falta de serenidad hace que, las personas destruyan la tierra”, y, añado yo, también al alma, arrancándola de la ley de la posibilidad para someterla a la ley de las condiciones de una supuesta libertad y felicidad. Sólo el deseo de seguir la voluntad que yace dentro, nunca afuera, puede el árbol y el alma alcanzar la profundidad, altura y fecundidad propias. Obligar a la tierra y al alma, a ir más allá de sus propias posibilidades, es un acto no sólo abusivo, sino también del desespero del Ego que, atrapado en sus ilusiones de crear lo mejor, destruye, sin darse cuenta, lo que es esencial. Dejar estar, dejar ser, es la actitud de quien al contemplar la vida, también la ama, respetándola. Un detalle que llama profundamente la atención del Evangelio. Las almas con un Yo ruidoso o atormentado, después de escuchar a Jesús, están sentadas, ahora, ya no escuchan sino que meditan, guardan en su corazón, contemplan, son dueñas de sí mismas. Cuando el ser humano reestablece el equilibrio que, la base segura le brinda, puede estar en comunión consigo mismo y con todo lo que lo rodea y hace parte de su día a día. Cuando la base segura se mueve, se desestabiliza, toda la estructura psíquica tiembla, se sacude, el alma y el corazón se angustian porque creen que, todo acabará pronto. Quien se abre al amor de Dios necesita acallar la mente, atreverse a mirar más allá, hacia un Fuerza más grande y acoger el amor que se le revela. Este tiempo que vivimos está marcado por la acción. En estos momentos, la acción es nuestra forma de vincularnos con la vida. De ahí, la gran cantidad de consultas con el objeto de resolver la ansiedad, la angustia y, el narcicismo. Pensamos que, si no hacemos, no valemos. La producción, el éxito y el reconocimiento marcan la pauta de nuestra vida cotidiana. El Yo cada vez está más angustiado y desesperanzado porque, algo en él, le dice que, por ahí no es el camino. Entonces, surge la necesidad de conectarse espiritualmente y, también la vulnerabilidad y la confusión. Aquello que te enseña a contemplar, a no interferir, proviene verdaderamente de Dios, y está en consonancia real con el alma. Cuentan que, en un pueblo, que estaba bajo la protección de un ángel guardián, hubo un gran huracán, la cantidad de muertos asombraba, especialmente, al ángel; quien sintió el deseo de despertar a los muertos. En ese momento, las ramas de un árbol cayeron y enredaron las alas del ángel, lo atraparon e inmovilizaron. El ángel ni siquiera podía cerrar las alas para escapar. De esta forma, Dios preservó al ángel, a su misión, y a la población, que estaba bajo su cuidado, porque permitió que la vida siguiera su curso y se realizará el futuro. Sin imponer, sin juzgar, sin segundas intenciones. Así te acercas, Jesús, al que más te necesita. Y a mí también. Dejas espacio, silencio, posibilidad. Para que sea él -para que sea yo-. Quien exponga su deseo, Mi necesidad, mi anhelo. Sin prisas, sin condiciones, sin exigencias. Así, Jesús, perdonas, curas, sanas. ¿Me lo creeré alguna vez? ¿Aprenderé tu modo. De acercarme, de dejar espacio, de perdonar, de curar y de sanar? (Óscar Cala sj) Francisco Javier Carmona
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