Lo salmos nos recuerdan lo siguiente: “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de todas sus angustias”. En algún momento de la vida, tenemos que enfrentar el dolor, la aflicción o la angustia. La aflicción es la respuesta que el corazón da cuando enfrenta una situación de pérdida importante. Entre las formas propias de la aflicción encontramos la anestesia emocional o la resistencia a aceptar lo ocurrido. La muerte de un ser querido, una enfermedad incurable, un fracaso estruendoso pueden provocar la aflicción. Un corazón afligido puede caer fácilmente en la desesperanza y en el abandono. Dice un místico Sufí: “Derrama lágrimas si estas afligido, porque las lágrimas de aflicción proporcionan alivio”. ¿Qué hacer cuando el corazón está afligido? En medio de la aflicción podemos llegar a contemplar la vida de una manera diferente. Cuando la vida no es justamente como nosotros la deseamos o imaginamos podemos entrar en un estado de aflicción que, de permanecer en él por mucho tiempo, el corazón puede experimentar una desconexión profunda de la vida que, puede terminar sin que sea nuestro propósito, en una situación sumamente embarazosa. La aflicción nos lleva a los límites de nuestra mente, cuando estamos ahí, se vuelve imposible pensar y concebir alternativas diferentes para continuar viviendo con alegría, generosidad y entrega. Un texto anónimo de la tradición dice que cada persona, en su existencia, puede tener dos actitudes: construir o plantar. Los constructores pueden demorar años en sus tareas, pero un día terminan aquello que estaban haciendo. Entonces se paran, y quedan limitados por sus propias paredes. La vida pierde el sentido cuando la construcción acaba. Pero existen los que plantan. Estos a veces sufren con las tempestades, las estaciones y raramente descansan. Pero al contrario que un edificio, el jardín jamás para de crecer. Y, al mismo tiempo que exige la atención del jardinero, también permite que, para él, la vida sea una gran aventura. Hace pocos días, en un taller de constelaciones, llegó una pareja que había visto como cuatro disparos habían cegado la vida de su hijo. El joven se había marcha de la ciudad natal apenas había cumplido dieciocho años. Nunca había regresado porque el trabajo y la vida familiar no le daban la oportunidad. Ahora, a sus 36 años, se había convertido en padre de familia y, regresó a su tierra con la esposa y la bebé para bautizarla en la parroquia donde él había sido bautizado. Mientras estaban en la celebración familiar, aparece de la nada, un joven con la cara cubierta, hace cuatro disparos, delante de toda la familia, y, sin que nadie pudiera reaccionar, le quita la vida al joven padre. Los padres vienen a constelar porque se encuentran sumamente abrumados. No entienden que sucedió. Ha sido la constelación más curiosa que he presenciado. Configuramos la constelación de la siguiente forma: el joven, el asesino, la muerte y el motivo. Durante más de quince minutos, todos permanecieron inmóviles y en silencio. La madre estaba en una posición sumamente altiva y desafiante. Después de veinte minutos, se me ocurrió decir: ¿ustedes, en alguna ocasión han visto un árbol repleto de mangos verdes? Todos contestaron afirmativamente. También han visto que pasa un grupo de muchachos y uno de ellos, se sube al árbol, arranca unos cuántos mangos verdes y los deja tirados en el piso? Pues bien, parece que esto fue lo que sucedió en este asesinato. De inmediato, todos los representantes de la constelación comenzaron a llorar desconsoladamente. Estuvieron así varios minutos y, sin que nadie dijera nada, se abrazaron y se acostaron en el piso. La mamá del muerto, de inmediato, cambió de lugar, se hizo a la izquierda de su esposo y asumió una actitud totalmente diferente a la inicial. Ahora, había comenzado, de verdad, la aflicción en el corazón de los padres. Antes, sólo había ira, reclamo, enojo con Dios. Nos enseña Joan Chittister: “La aflicción nos hace crecer. Cuando llegamos a comprender que, sea cual sea lo que tengamos, podemos perderlo, entonces empezamos primero a no aferrarnos a ello, y luego aprendemos a exprimir la felicidad”. Cuando inclinamos humildemente la cabeza ante las pérdidas que experimentamos, descubrimos, poco a poco que, después de la pérdida, podemos volver a conectar con la vida, con la felicidad y podemos volver a amar, a empezar de nuevo. Para que lo anterior suceda, es necesario que antes, hayamos trabajado sobre nosotros mismos, creando un pozo profundo desde el cual podamos beber las aguas de la sabiduría, del asentimiento y del consuelo. Siempre tenemos la posibilidad de vivir la aflicción como una experiencia de purificación del corazón. El corazón tiende a poner el sentido de la vida en las cosas que logra. A veces, esto llega a ser tan fuerte que, el corazón se desvía y, como dice la espiritualidad, en lugar de encontrar el gozo en la comunión con Dios, lo hace en poseer y acumular cosas y riquezas. También puede darse que, en lugar de buscar riquezas o prestigio, la persona crea que los logros que alcanza son los que definen realmente su identidad, su misión y propósito en la vida. No siempre el éxito es la señal de que vamos por el camino correcto. En muchas ocasiones, el éxito es, precisamente, la puerta de entrada a la perdición, a la oscuridad y, al sin-sentido. También sucede lo contrario, que el fracaso es la puerta de entrada a la purificación y libertad afectiva. La aflicción puede darse en el campo de la carne, como llama la Sagrada Escritura a la conducta, principios y valores que, de algún modo, se oponen a Dios; es decir, que van en contravía con nuestra identidad profunda, el sentido de nuestra vida y la misión que Dios nos encomendó llevar a cabo. En otras palabras, la carne representa todo aquello que, no sólo desfigura nuestra identidad y relación con los demás, sino que también nos confunde y, hace dudar de nosotros mismos, de la utenticidad de la vida que tenemos y queremos llevar adelante. De ahí que, sea necesario, la transformación de la conducta, de las acitudes, de los pensamientos, de la mente y del corazón. La aflicción también puede darse en el campo del Espíritu. Dice el libro de Eclesiástes (2,12): “Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol”. Es la tristeza que se produce en lo más profundo de nuestro ser cuando tomamos consciencia de nuestros actos y nos damos cuenta de que, en lugar de ser inspirados y guiados por el amor, han estado llenos de orgullo, vanidad y soberbia. En estos casos, no podemos hacer nada para revertir la situación y, por eso, el espíritu se desanima, quiere abandonar la tarea. En algunos casos, podemos caer en los escrúpulos, una enfermedad espiritual que en lugar de favorecer la pureza de la intención, termina bloqueándola y paralizando a la persona en su actuar, decidir y pensar. En todos los casos, la aflicción está al servicio de la pureza de nuestra relación con Dios. Un corazón libre es, generalmente, generoso, entregado, comprometido, sabio y capaz de amar hasta el final. Digamos que, la aflicción viene a liberar al corazón de todo aquello que no le pertenece realmente porque lo desdibuja y le impide caminar en la verdad y amar en la libertad. En medio de la aflicción, nuestro corazón recuerda que, Dios es fiel, su amor es incondicional y el único que puede liberarlo de la angustia, de la soberbia y de la vanidad en la que, muchos de sus actos, pensamientos y patrones de conducta se ven envueltos. La aflicción, cuando dejamos actuar a Dios, termina convertida en gozo, alegría y esperanza. Señor, bendice mis manos para que sean delicadas y sepan tomar sin jamás aprisionar, que sepan dar sin calcular y tengan la fuerza de bendecir y consolar. Señor, bendice mis ojos para que sepan ver la necesidad y no olviden nunca lo que a nadie deslumbra; que vean detrás de la superficie para que los demás se sientan felices por mi modo de mirarles. Señor, bendice mis oídos para que sepan oír tu voz y perciban muy claramente el grito de los afligidos; que sepan quedarse sordos al ruido inútil y la palabrería, pero no a las voces que llaman y piden que las oigan y comprendan aunque turben mi comodidad. Señor, bendice mi boca para que dé testimonio de Ti y no diga nada que hiera o destruya; que sólo pronuncie palabras que alivian, que nunca traicione confidencias y secretos,que consiga despertar sonrisas. Señor, bendice mi corazón para que sea templo vivo de tu Espíritu y sepa dar calor y refugio; que sea generoso en perdonar y comprender y aprenda a compartir dolor y alegría con un gran amor. Dios mío, que puedas disponer de mí con todo lo que soy, con todo lo que tengo (Sabine Naegeli) Francisco Javier Carmona
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