No tengo dudas cuando afirmo que, el corazón se esfuerza por amar a Dios y a los demás. Los vínculos nutren el alma. La mayor fuente de sufrimiento está en la incapacidad de acoger el amor como es. Las expectativas sobre el amor crean distancia en las relaciones. En un taller de constelaciones, un consultante viene porque siente que, las personas que se acercan a su vida son seres llenos de envidia. Su deseo es alejar a las personas envidiosas y quedarse con la amistad de aquellos que, él considera seres de luz. Su corazón sólo anhela estar con Dios. Configuramos la constelación. De un momento a otro, la envidia empieza a hablar de una forma que hace fruncir el ceño del consultante. Le preguntó: ¿Qué sucede? Él responde: ¡es mi papá! La palabra envidia tiene su origen en la palabra videre que significa ver, mirar. Hay personas que no pueden mirar, las llamamos in-videntes. La palabra en-videre significa: ver con malos ojos. Una de las acepciones de la palabra envidia está relacionada con la molestia que produce ver que alguien a quien detestamos, progresa. Cuando preguntó al consultante: ¿qué pasa, que la envidia tiene la voz de tu papá? El consultante responde: ¡no lo quiero ver! ¡No quiero ser su hijo, ni llevar su sangre! No es extraño que la envidia tuviera la voz del Papá. En este caso, es la persona de lo que no se quiere tener noticias, es a quien el consultante mira con malos ojos.
Un día, un príncipe chino oyó cantar a un ruiseñor. Maravillado por la belleza de su canto, decretó que era un pájaro real que debía estar en palacio. Ordenó su captura. Cuando le trajeron el pájaro, lo encerró en una magnífica jaula de oro. Le hizo servir los manjares más exquisitos y convocó a los mejores músicos del imperio para que le hicieran compañía. Sin embargo, por más que fue rodeado de mil atenciones, el ruiseñor dejó de cantar, se desmejoró y murió en una semana. Después de un rato, le pido al consultante que se acerque al representante del padre y le diga lo que siente. Todas las palabras eran reclamos de amor. Poco a poco, el consultante se fue serenando. Llega un momento donde preguntó: ¿Qué quieres? El consultante responde: ¡No sé! Le preguntó: ¿Está bien un abrazo? Con la cabeza, responde afirmativamente. Le pido al representante del padre que lo abracé. Después de un momento, preguntó: ¿Cómo están? Los dos responden: ¡muy bien! Es interesante ver cómo el consultante comienza a rodearse de personas que, de una u otra manera, le invitan a abrir los ojos, a descubrir la oscuridad y la luz que habitan en él. El alma no soporta vivir rechazando el amor. Este joven levantó una muralla entre él y su padre porque el amor no fluía según sus expectativas. Después de un rato, el joven comenzó a sonreír cuando se dio cuenta que, laboralmente hacía exactamente las mismas cosas que su padre. La energía con la que hemos estado viviendo cambia cuando abrimos el corazón al amor y dejamos que la experiencia del reencuentro con el amor se convierta en una fuerza transformadora. Permitir que la reconciliación cambie la vida es, dejar que Dios venga a nuestra existencia y la atraviese, haciendo que un corazón lleno de tristeza empiece a albergar la alegría. Cuando dejamos que el corazón se abra, para contemplar la realidad de manera diferente, no sólo nos llena de gozo, sino que también nos permite madurar, crecer, transformarnos. El consultante, después del abrazo con el padre, empezó a colaborar con las constelaciones de los demás participantes. Antes, había estado reticente y a la defensiva. Un corazón en paz, entra en contacto con los otros fácilmente. En medio de las dificultades, muchas personas dicen aferrarse a Dios. Sin embargo, siguen agarradas al reproche, a la soberbia, a la creencia de que son los otros, nunca ellas, las que deben cambiar. La fe es permitir que Dios venga a nuestra vida y la llene de paz, serenidad y humildad. Escribe un maestro espiritual: “La energía espiritual que nace de entrar en contacto con Jesús, con Dios, hace que las personas pasen del estado de depresión, rabia y reproche a una actitud diferente. La mente se unifica y, en lugar de reclamos, de sentimientos de victimismo, de expectativas, comienzan a florecer deseos de hacer las cosas en armonía, buscando el equilibrio y comprendiendo las dificultades propias y del otro para avanzar amorosamente hacia un estado de mayor serenidad, equilibrio y paz” Cuando vemos a quienes rechazamos como son, la envidia desaparece y podemos dar el paso hacia la gratitud, la aceptación y el amor libre; es decir, sin expectativa. La fe es aprender a salir al encuentro del otro. Dios es, ante todo, el Dios del Encuentro; ahí, es donde podemos descubrirnos como somos realmente, sanar las heridas y resignificar las experiencias que hemos tenido. La fe es una experiencia disociada cuando nuestro deseo es que sea el otro el que cambie, en lugar de ser nosotros los que damos el primer paso hacia la reconciliación. Recordemos que, el amor siempre se irradia y, la mejor expresión del amor hacia Dios y hacia nosotros mismos consiste, en dejar a un lado lo que nos hace daño, para tomar la vida como es. La verdadera experiencia de fe nos lleva a la unificación del ser, a abandonar el lugar de víctimas en el que nos hemos puesto para poder exigirle al otro que se abandone a sí mismo y se dedique a complacer los deseos infantiles que alberga el corazón. Una fe adulta nunca condiciona el amor y, mucho menos, la entrega. La fe, cuando es auténtica, llena de sentido la vida y da, a cada experiencia, el significado real que le corresponde, no se encierra en narrativas que, en lugar de sanar, distorsionan la realidad convirtiéndonos en héroes a nosotros y, a los demás, en el símbolo del mal que hay que vencer. La vida no crece, si mantiene la dualidad. Mientras no superemos la rabia, el desprecio, el afán de sentirnos mejores que los demás, resulta una farsa decir que, quienes nos rodean son seres de luz. Nunca hay luz, donde hay afán de superioridad y, falta de comprensión por la debilidad, fragilidad, vulnerabilidad y hasta inconsciencia del otro. Todo lo que no es sanado, reconocido e integrado se convierte en una fuerza ciega al servicio del mal y del sufrimiento. Si queremos ser luz en medio de la oscuridad tenemos la obligación de comenzar a mirar hacia dentro, hacia el corazón, para reconocer y aceptar el desorden que, las heridas sin sanar crean en el corazón, lo enceguecen y le hacen creer que, estamos por encima de los demás y, que sin el cambio de los demás, no hay forma de llegar a una relación basada en la confianza, el entendimiento y el amor. Faltamos al amor propio, cuando nos traicionamos, para cumplir las expectativas de los demás. Faltamos al amor hacia el prójimo, cuando le pedimos que deje de ser el mismo para cumplir nuestras expectativas. ¿Y tú, que prefieres? ¿Colegueo o Amistad? ¿Seguirte o seguirle? ¿Tu lago o sus mares? ¿Caminar solo o en comunidad? ¿Tú o el Otro? ¿Ganar para perder o perder para ganar? ¿Mirar hacia abajo o mirar al cielo? ¿El instante o lo Eterno? ¿Acomodarse o buscar? ¿Rechazar la cruz o abrazarla? ¿El mundo o su Reino? ¿Poseer o Amar? ¿Ser servido o servir? ¿Convencer o ser Testigo? ¿Destruir puentes o construirlos? ¿Mis esquemas o su Mirada? ¿Vivir de mínimos o alcanzar la Plenitud? ¿Vivir bien o entregarle tu vida? ¿Reservarte o partirte para todos? ¿Triunfar o fracasar por Amor? ¿Las tinieblas o la Luz Glorificada? ¿Y tú, qué prefieres? (Jacobo Espinos) Francisco Carmona
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