¿Por qué le cuesta tanto cambiar a la gente, a pesar de todos los trabajos de interiorización y acompañamiento que realizan? Esta es una pregunta frecuente entre personas que prestan el servicio de acompañamiento terapéutico y espiritual. Escribe George Bernard Shaw: “El único hombre que yo conozco que se comporta con sensatez es mi sastre; me toma medidas de nuevo cada vez que me ve. Los demás siguen con las viejas medidas y esperan que me amolden a ellas” Curiosamente, lo que nos hace cambiar no son las técnicas, tampoco el número de encuentros y de formaciones realizadas. Nos cambia la disposición interna, el deseo de transformarnos, de obedecer a la vida que, siempre está fluyendo, cambiando, renovándose, manifestándose cada día de manera nueva y distinta. Un día un chico de trece años paseaba por la playa con su madre. Hubo un momento en que la miró con insistencia y le preguntó: Mamá, ¿qué puedo hacer para conservar un amigo que he tenido mucha suerte de encontrar? La madre pensó unos momentos, se inclinó y recogió arena con sus dos manos. Con las dos palmas abiertas hacia arriba, apretó una de ellas con fuerza. La arena se escapó entre los dedos. Y cuanto más apretaba el puño, más arena se escapaba. En cambio, la otra mano permanecía bien abierta: allí se quedó intacta la arena que había recogido. El chico observó maravillado el ejemplo de la madre entendiendo que, sólo con abertura y libertad, se puede mantener una amistad, y que el hecho de intentar retenerla o encerrarla, significaba perderla.
Ernesto Gómez escribe: “Una frase atribuida a León Tolstoi que navega por las redes sociales dice: Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. ¡Gran paradoja! Frecuentemente nos quejamos por lo mal que está todo: el mundo, la sociedad, el país, las instituciones… la Iglesia. Y, sinceramente, a veces es cierto; pero la crítica la hacemos desde fuera, como si nosotros no perteneciéramos a esas realidades que tan mal funcionan y que tanto nos gustaría cambiar. La genialidad del novelista ruso consiste precisamente en hacernos ver que los hombres no somos ajenos a las realidades del mundo y que, si queremos que de verdad cambien, tenemos que empezar por cambiarnos a nosotros mismos, nuestro modo de pensar, de hablar, de actuar”. Una manera de estropear la vida es creer que todos los días son iguales. Cuando esto sucede, las personas no salen de un estado de decepción permanente. Cuando todo es igual es porque nosotros quedamos atrapados en la ilusión del eterno presente, nada cambia, todo permanece, todo sigue igual que antes. Esta actitud es propia de personas a quienes les cuesta mucho abrir el corazón y la mente a nuevas experiencias. Cuando el corazón se cierra, poco a poco se va endureciendo. En un corazón duro no existen las posibilidades, todo es una única y sola oportunidad. Es decir, las cosas no cambian, son siempre las mismas cosas. Un corazón duro, obstinado, es el signo claro del rechazo a Dios. Antes que cambiar, las personas prefieren disociarse o enfermar. Un corazón obstinado, duro, que se resiste a cambiar es la expresión más clara de la falta de conexión con el interior. Muchas personas asisten a cursos, a terapias, a ejercicios y, sin embargo, sus patrones de conducta continúan siendo los mismos. ¿Por qué no se da el cambio? En primer lugar, porque las personas no interiorizan, creen que todo sucede por arte de magia; después del retiro, nunca se vuelven a sentar a reflexionar sobre lo experimentado. Continúan viviendo en piloto automático. Dice Joan Chittister: “Para vivir bien, para estar mentalmente sanos, debemos aprender a caer en la cuenta de que la vida es un proceso constante de realización”. Para que las transformaciones sucedan es necesario trabajar interiormente. Solo el que se mantiene en contacto con su corazón logra alcanzar los objetivos que la transformación exige. Nadie se transforma soñando; el cambio es el resultado de la consciencia. San Marcos presenta a Jesús como un caminante. El reino de los cielos exige conservar en el corazón la disposición permanente de estar en el camino. El caminante es alguien que se deja guiar por la fuerza interna que lo habita. Esa fuerza, le revela al caminante que, la vida transcurre en pequeñas etapas. Señala Joan Chittister: “los saltos espectaculares en la vida, grandes ascensos y pérdidas irreparables requieren mucho trabajo interior, sólo así, estamos listos para ir donde la vida nos lleve”. Lo anterior, exige que el corazón esté dispuesto a evolucionar. Sin esta disposición, todo se queda como estaba y la desesperanza hace lo que le corresponde: mantener atrapada el alma en el desaliento y la desesperanza. Las personas se resisten al cambio porque temen renunciar a las ganancias secundarias que los viejos patrones de conducta reportan. Ser víctima resulta, para muchos, una gran ventaja. De esta forma, manipulan a los demás y ganan su atención permanente. Las víctimas siempre están culpando a los demás, a veces, encuentran quien cae fácilmente en sus redes y, quede implicado en sus asuntos. En muchas familias, existe el hermano que vive a costa de los otros. Los hace sentir culpables de su abundancia, mientras que para él, sólo han existido desgracias e infortunios. Algo parecido, sucede en algunas relaciones de pareja donde un miembro se quita la responsabilidad de contribuir con los gastos del hogar aduciendo el infortunio que rodea su vida laboral y económica. Para que la transformación sea posible, es necesario que, la persona se implique de corazón en el proceso. En la Iglesia católica hay ejemplos muy claros de personas que, tomándose en serio el camino de la transformación han logrado convertirse en personas que, sin renunciar a su alma, han logrado hacer que su vida sea totalmente diferente. Entre esos ejemplos podemos contar a San Pablo, San Agustín, el Cardenal John Henry Newman, Edith Stein y Etty Hillesum, entre otros. Estas personas han entendido que, Dios es más importante que ellas. También se esforzaron en el trabajo interior y comprendieron que sin oración, sin meditación, sin examen cotidiano de consciencia y sin escucha diaria de la Palabra de Dios, es fácil volver a los viejos caminos de antes. Solo cambia quien pone en su corazón la disposición que se necesita para lograrlo. Solo quien es generoso ve como fructifica su vida de manera diferente. Hay días en que extraño todo y a todos, hay días en que me invade la nostalgia, esos días en los que me toma preso la melancolía. Son esos inevitables días en los que no dejo de pensar en que todo tiempo pasado fue mejor. Hay días en que quisiera tornar atrás y olvidar todo, todo, todo. Empezar desde cero, recomenzar desde el fondo. También, me pasa que quisiera girar el volante, cambiar de dirección, dejar de avanzar… no sentir, no pensar y, a veces, no existir. Y no es que quiera morir, sino que, más bien, quisiera ya estar contigo, en ti y junto a ti. ¿Para qué esperar más?… Dame tu gracia, dame tu paciencia, Dame luz, dame tu paz. Une en Ti todos mis dispersos pensamientos, mis desordenados deseos y mi desparramados sentimientos. Dame tu amor, dame tu gracia, te lo ruego y te prometo que no pediré más. Amén (Genaro Ávila-Valencia sj) Francisco Javier Carmona
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