Lucas cuenta que, “después de la fracción del pan, los ojos de los discipulos se abrieron y lo reconocieron, pero Él había desaparecido de su vista. Y se decían: ¿No ardía a caso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. A veces, encuentro personas que, sienten el peso de un corazón desentendidamente frío. A muchas personas, conectar con Dios, con la fuerza que nos trasciende, les cuesta mucho. Es más, cuando escuchan hablar de Dios se enojan, se inquietan y, en algunos momentos, abandonan el lugar. Dios les resulta insoportable. Cuando se escucha la historia detrás de estas reacciones, puede encontrarse un gran dolor que, en lugar de encender el fuego, terminó apagándolo. Sin fuego en el corazón, la relación con Dios se vuelve algo imposible. Nubar Hamparzoumian, sj escribe: “A menudo, cuando hacemos un fuego, una hoguera, o incluso con una vela o más aún, con una cerilla, nos quedamos obnubilados mirándolo. Nos podemos pasar horas mirando sin pensar en nada o en todo. Viendo cómo se mueve sin orden, sin sorpresas, solo calentando nuestra cara, y si cerramos un rato los ojos notaremos los párpados más calientes. Pasa a veces que ese fuego no dura todo lo que nos gustaría encendido y tenemos que avivarlo, darle vida, y solemos soplarle o, si tenemos más madera, se la pondremos. Pero no todos los fuegos necesitan lo mismo. Unos necesitan oxígeno porque se están ahogando, otros necesitan madera y otros puede que lo que necesiten es agua porque se nos han ido de las manos”. Conectamos fácilmente con aquello que enciende nuestro corazón. Eso sí, hay que recordar que, a veces, esos fuegos son artificiales y, por lo tanto, lo que encienden, pocas veces, tiene que ver con el amor y la vida.
Cierto día, un campesino fue a visitar a Nasrudín, atraído por la gran fama de éste y deseoso de ver de cerca al hombre más ilustre del país. Le llevó como regalo un magnífico pato. El Mula, muy honrado, invitó al hombre a cenar y pernoctar en su casa. Comieron una exquisita sopa preparada con el pato. A la mañana siguiente, el campesino regresó a su campiña, feliz de haber pasado algunas horas con un personaje tan importante. Algunos días más tarde, los hijos de este campesino fueron a la ciudad y a su regreso pasaron por la casa de Nasrudín. Somos los hijos del hombre que le regaló un pato, se presentaron. Fueron recibidos y agasajados con sopa de pato. Una semana después, dos jóvenes llamaron a la puerta del Mula ¿Quiénes son ustedes? Somos los vecinos del hombre que le regaló un pato. El Mula empezó a lamentar haber aceptado aquel pato. Sin embargo, puso al mal tiempo buena cara e invitó a sus huéspedes a comer. A los ocho días, una familia completa pidió hospitalidad al Mula. Y ustedes, ¿quiénes son? Somos los vecinos de los vecinos del hombre que le regaló un pato. Entonces el Mula hizo como si se alegrara y los invito al comedor. Al cabo de un rato, apareció con una enorme sopera llena de agua caliente y llenó cuidadosamente los tazones de sus invitados. Luego de probar el líquido, uno de ellos exclamó: Pero… ¿qué es esto, noble señor? ¡Por Alá que nunca habíamos visto una sopa tan desabrida! Mula Nasrudín se limitó a responder: Esta es la sopa de la sopa de la sopa de pato que con gusto les ofrezco a ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me regaló el pato. Añadió el Maestro: recibimos, muchas veces, la versión de la versión de la verdad; sin darnos cuenta, poco queda de su esencia original, del fuego que la inició. En el libro “el arte de la oración” de Teófano el recluso encontramos lo siguiente: “Ahora os explicaré cómo encender en vuestro corazón un continuo hogar de calor. Recordad cómo se puede producir el calor en el mundo físico: se frotan dos trozos de madera uno contra otro y el calor viene, luego el fuego; o bien se expone un objeto al sol: se calienta, y si se concentran suficientemente los rayos sobre él, terminará por inflamarse. De la misma manera se produce el calor espiritual. La fricción necesaria es la lucha y la tensión de la vida ascética; la exposición a los rayos del sol es la oración interior hecha a Dios”. Sin contacto con Dios, sin interés en su presencia, dificilmente, nuestro corazón puede arder de amor hacia Él. Los discípulos de Emaús no podían ver a Jesús porque su corazón se encontraba perturbado por el dolor de su muerte. Cada vez que ponemos en el centro de la vida, en el corazón, el dolor, el rencor, la duda, etc., el corazpon se nubla y le cuesta entender que, más allá de lo aparente, hay algo que trasciende. El corazón no sólo puede encenderse por la fricción de la lucha ascética, el esfuerzo por dominar nuestros impulsos y el empeño en darle orden al mundo afectivo interior. El corazón también puede verse encendido por el fuego del amor cuando reconocemos nuestra debilidad, fragilidad y vulnerabilidad. El fuego nace en el corazón que se incomoda, que se atreve a mirar la vida de una forma diferente a como acostumbran los que están a su alrededor. Enseña Teófano el recluso: “permaneced con vuestro intelecto y vuestra atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y escucha, y suplicale con fervor: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador. Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa, en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de vuestro corazón y se arraigará profundamente en él” El fuego que arde en el corazón es también el signo que revela que el Reino de Dios está ya dentro de nosotros. Lo anterior significa que, “El corazón entero esta concentrado en su vida interior, la consciencia se recoge y permanece en silencio y quietud en la presencia de Dios”. El Reino de Dios significa vida interior y orden en los afectos. Nada nos inquieta porque sabemos que, Sólo Dios basta y que el amor es el único ejercicio que mantiene vital y fortalecido el corazón, incluso, en medio de la oscuridad y la adversidad. Dice Teófano el recluso: “Una vez que el orden se estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban nuestra vida en el pasado, cesan”. Allí, donde hay orden el amor fluye y la presencia de Dios se experimenta. De nuevo, Teófano escribe: “Habiendo adquirido el dominio de sí mismo, el hombre comienza a hacer penetrar en él todo lo que es verdadero, sano y puro, y a rechazar todo lo que es falso, malo y carnal. Hasta el presente, esto exigía de él los esfuerzos más encarnizados, cuyo fruto siempre se le escapaba; todo lo que conseguía realizar era internamente destruido inmediatamente. Ahora todo es diferente; se mantiene sólidamente de pie, no cede jamás ante las dificultades, y realiza todo lo necesario para alcanzar la finalidad de su vida. Según San Barsanufio, cuando recibimos en nuestro corazón el fuego que el Señor arroja sobre la tierra (Luc. 12, 49), todas nuestras facultades comienzan a arder en nosotros. Cuando, por un largo frotamiento, el fuego es finalmente encendido y la leña comienza a arder, crepita y arroja humo hasta que está bien encendida; pero, cuando lo está, parece enteramente penetrada por el fuego y proporciona dulce calor y una agradable luz, sin humo ni crujidos. Lo mismo se produce en nosotros. Recibimos el fuego y comenzamos a arder. Pero en medio de humo y de crujidos, ¡solo aquéllos que han hecho la experiencia lo saben! Pero cuando el fuego está bien encendido, el humo y los crujidos cesan, y solo la luz continúa reinando. Ese estado es un estado de pureza y el camino que a él conduce es largo, pero el Señor es muy misericordioso y todopoderoso. Ello pone de manifiesto que, cuando un hombre ha recibido en él el fuego de, una constante comunión con Dios, debe esperar el esfuerzo y no la paz, pero luego, ese esfuerzo será dulce y fructuoso, mientras que, anteriormente era amargo y estéril”. Para que el fuego pueda arder y convertirse en hoguera necesita que haya una madera dispuesta a dejarse abrazar y consumir. La madera puede ser el símbolo de aquello de lo que estamos hechos, las expectativas de los padres, recordemos a Pinocho. También los arboles pueden representar nuestros anhelos de eternidad, de vida plena. La madera es aquello de lo que esta hecho nuestro corazón: de ambición, de soberbia, de amor o de servicio. Sea lo que sea, la madera es el símbolo de aquello que necesita ser tomado por Dios para que el corazón pueda arder y con su luz traer calor y gozo al mundo. En el caso de los discipulos de Emaús, la madera fue el dolor, la incapacida de comprender, de ver de una forma diferente, la dureza del corazón lo que fue consumido por la Presencia viva de Jesús. El fuego arde donde hay un corazón que, humildemente, se dispone para ser consumido por el amor. Hambre de Ti nos quema, Muerto vivo, Cordero degollado en pie de Pascua. Sin alas y sin áloes testigos, somos llamados a palpar tus llagas. En todos los recodos del camino, nos sobrarán, Tus pies para besarlos. Tantos sepulcros por doquier, vacíos de compasión, sellados de amenazas. Callados, a su entrada, los amigos, con miedo del poder o de la nada. Pero nos quema aun tu hambre, Cristo, y en Ti podremos encender el alba (Pedro Casaldáliga) Francisco Javier Carmona
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