En medio de una conversación, una persona comenta: “Todo iba bien en la relación. Sentía que las cosas fluían. La conexión entre los dos era increíble. Un día, escuché que me dijeron: “creo que, es mejor detenernos. Esto está avanzando mucho. Estoy muy enredado y tengo miedo a qué si seguimos adelante, alguien pueda salir lastimado. De inmediato, me desconecté. Ya siento mucha desconfianza. No me atrevo a seguir fluyendo. La sola idea del abandono; de inmediato, hace que me ponga alerta, a la defensiva y me olvide de todo lo que estábamos construyendo”. En ese momento, comprendí que cuando las heridas abiertas se ponen en el centro de la vida terminan dirigiendo nuestra existencia y creando caos en el interior. Esa conversación, me recordó una expresión que escuché cuando hice los EE.II: “El mal cabalga sobre nuestras heridas afectivas”. Aquello que llamamos mal, en realidad, no es otra cosa, que el dolor desbordado que inunda la psique y, hace que hagamos cosas dolorosas y contrarias a nuestro querer e interés, convencidos de estar actuando correcta y justamente. El dolor que no se cura inunda el corazón y la psique, de tal modo que, aquello que nos duele, se convierte en lo que hacemos experimentar a los demás. Un estudiante se quejaba en cierta ocasión ante Bankei: Maestro, tengo muy mal temperamento. ¿Cómo podría controlarlo? Tienes algo muy raro, replicó Bankei. Déjame verlo. No puedo enseñarlo en este momento, dijo el otro. ¿Cuándo podrás hacerlo?, preguntó Bankei. Surge de improviso, contestó el estudiante. Entonces, concluyó el maestro, no debe ser tu propia naturaleza. Si lo fuera, podrías enseñármelo cuando quieras. No lo llevabas contigo cuando naciste, y tus padres no te lo dieron. Piensa en ello.
José Luis Martín Descalzo escribe: “Desde que Tú te fuiste no hemos pescado nada. Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida, y entre sus mallas sólo pescamos el vacío. Vamos quemando horas y el alma sigue seca. Nos hemos vuelto estériles lo mismo que una tierra cubierta de cemento. ¿Estaremos ya muertos? ¿Desde hace cuántos años no nos hemos reído? ¿Quién recuerda la última vez que amamos? Otro autor señala: “A veces miro al mundo y me siento así. No solucionamos los problemas y se multiplican los dramas, con vientres hinchados o con ojos tristes, con heridas físicas y esas otras que no se ven… Me miro a mí y me descubro indiferente a ratos, insensible en otros… Y amo a trompicones. Y se me ocurre que tu evangelio no termina de envolverme. Y me aturde la sensación de fallarte. Señor ¿dónde estás? (rezandovoy) ¿Quién de nosotros no lleva en su corazón una experiencia dolorosa? ¿Quién no lleva consigo una decepción que marcó profundamente el rumbo de su vida? Ante estas realidades, podemos encerrarnos en nosotros mismos y alimentar el sentimiento de víctimas de la vida. También podemos tomar esas heridas o decepciones como punto de partida para un nuevo estilo de vida, para iniciar un proyecto, para encontrar nuevos compañeros, con los cuales codo a codo compartir y construir una vida diferente. El dolor puede cerrar el corazón a la experiencia de Dios o puede hacer que el corazón se abra el misterio del amor de Dios que, siempre está a la puerta esperando que lo dejemos entrar y habitar en nuestro interior. Cerrar el corazón puede llevarnos a una vida insensata. Abrir el corazón, cuando el dolor nos abruma, no quita el dolor, pero sí lo dota de sentido y lo convierte en una fuerza transformadora. Dolores Aleixandre escribe: “Entre los considerados como sabios los hay de dos clases: unos están titulados y otros no. En los dos grupos hay unos cuantos que dan el pego y, aunque aparentan ser de caoba maciza, enseguida se les ve el serrín prensado que ocultaban bajo el contrachapado. Con Jesús no pasaba eso: no se tituló porque Oxford y Harvard le pillaban a trasmano y se dedicó a la cosa de la madera. Pero sabía tanto sobre cómo vivir buena vida que, entre tablón y tablón, discurrió cómo contárselo a otros. Después de él, otros han aprendido también a hacerlo; no se prodigan en la redes sociales pero si os encontráis con alguno, no lo dejéis escapar: habéis encontrado un tesoro”. Muchos, de los que han construido algo valioso con el dolor que han experimentado, viven en la sencillez y sin presumir de sus conquistas. Los que han conquistado el alma están más llenos de silencio que de prestigio y fama. El dolor de la herida tiene la capacidad de despertar las preguntas sobre nosotros mismos, sobre el sentido de la vida, sobre la plenitud de la existencia humana. A veces, la única alternativa que tenemos, ante lo que nos abruma, está en la desconexión. Nos desconectamos porque el corazón no está preparado para abrirse a Dios en medio de lo que desconcierta, abruma, desconcentra, inquieta y destroza nuestros planes y sueños. La espiritualidad enseña que Dios siempre viene a nuestro encuentro, que en Él podemos encontrar la fortaleza que necesitamos para mantenernos de pie y no derrumbarnos. Dios, por medio de su Hijo Jesús, nos ha unido a Él de manera definitiva. Aunque nos alejemos de Dios, Él siempre está cerca. Las heridas ponen, la mayoría de las veces, en entredicho nuestra fe en Dios. A diario encuentro personas que han dejado de creer en Dios porque sintieron su ausencia, antes que su cercanía, en momentos difíciles de su existencia. Muy pocos son los que aceptan que, ante nuestro sufrimiento, Dios calla más por respeto que por indiferencia. Cuando nos abandonamos en Dios, entonces Él viene en nuestro auxilio, se da prisa en socorrernos. La resurrección de Jesús es un claro ejemplo. Cuando dejamos a un lado el reproche y asentimos la vida como es y a las cosas como han sucedido, viene Dios al corazón y lo colma de alegría. Una alegría que nos enciende por dentro, nos entusiasma, nos enseña a ver que, siempre es posible la esperanza. Jesús no escapó al dolor, al menosprecio, al rechazo, a la burla, a la indiferencia. En su humanidad, Cristo fue herido, abandonado, lastimado y traicionado. Nada de esto fue un obstáculo para dejar de confiar en Dios. Él enseñó que, ante la adversidad, hay que seguir disfrutando la vida, estrechando las relaciones desde un lugar diferente, seguir confiando en la fuerza divina que nos sana, nos saca del miedo y nos reconcilia. Cuando dejamos que Dios entre en nuestra casa, como lo hizo Zaqueo, el dolor desaparece y, el corazón deja de prestarle atención a lo que le lastima, para centrarse en lo que lo sana, lo fortalece y lo integra. Zaqueo nos enseña que, al dejar entrar a Jesús en nuestra casa, lo que antes era importante, ahora, deja de serlo. Zaqueo nos enseña que, en lugar de la tristeza que nos producen las heridas, estamos llamados a abrazar la alegría que produce la reconciliación. Cuidamos el dolor cuando, en lugar de convertirlo en nuestro tesoro, lo miramos con amor y consideramos su presencia como recuerdo de humanidad, vulnerabilidad e impotencia. En el momento, en el que damos nuestro asentimiento a la vida, Dios se convierte en un pozo de esperanza, de confianza y de alegría, en el suelo firme donde no sólo podemos asentar los pies sino caminar firmes, libres y seguros. La fe ilumina el dolor ayudándonos a convertirlo en el llamado de la vida a trabajar sobre él para que, como la ostra, produzcamos las perlas, los frutos de plenitud. Parece que la pobreza más profunda, la descubrimos en el amor más auténtico. El agradecimiento y la impotencia que nos nace al contemplar los rostros de aquellos, por quienes nos descubrimos más amados, nos desvelan que el Reino es pobre y humilde. Ese algo, hacia donde parece converger todo, el deseo de lo infinito; ese algo, que desata la sed más profunda y apunta hacia la fuente verdadera, paradójicamente es pobre y humilde. Las personas en las que se descubre un camino más auténtico hacia la luz y la verdad del amor, son por dentro errantes, pequeñas, frágiles y fuertemente heridas. Ellas muestran abiertamente algo de impotencia, debilidad, ignorancia, incoherencia en su caminar. Y Tú has elegido esa pobreza, Tú has elegido ese modo de ser para mostrar lo más divino de tu amor. Gracias por elegir la pobreza (Fran Delgado sj) Francisco Carmona
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