El corazón representa aquello que está en el centro de la vida, del alma. Por lo general, lo que está en el centro tiene toda nuestra atención. El corazón, dice la espiritualidad, es la morada interior en la que, no sólo nos encontramos con nosotros mismos, sino también con la razón de ser de la vida, con el sentido de la misma, con el fundamento, con Dios. Cuando la Sagrada Escritura habla del corazón se refiere al sagrario interior donde está presente nuestro verdadero yo. En el corazón está escrita la ley que dice: Ama siempre, evita el mal y, cada vez que puedas, haz el bien sin importar a quien. El corazón es la puerta a la eternidad. Llegamos al fin de mes y, creo que, puedo invitar a reflexionar las siguientes preguntas: ¿Encuentro alguna imagen que defina lo que es el corazón para mí?¿Miro y escucho mi corazón? ¿Cuáles son las cosas que me invitan a amar, a confiar, a creer, a esperar, a perdonarme y a resolver amorosamente los conflictos que se presentan en el día a día?¿Cuáles son, constantemente, las cosas que me angustian, que me llenan de tristeza y preocupación? ¿Qué me descentra, me saca de mí mismo? ¿Qué me ayuda a estar centrado en el corazón?¿Logro crear relaciones de corazón a corazón?. Recordemos que, un corazón reconciliado, sanado, en paz consigo mismo y ordenado en sus afectos está más disponible para Dios. Un corazón herido, embotado o perturbado se resiste no sólo al amor sino también a Dios y a todo lo que tiene que ver con Él.
Un autor anónimo escribe sobre el corazón en tiempos de crisis: “Cuando el corazón siente demasiada pereza para levantarse y dirigir mi palabra, dejo a la mente que desatasque mi voz. Delante de Ti no siempre puedo poner en orden mis palabras y necesito acudir a fórmulas aprendidas, recuerdos agradecidos y deseos de nuevas promesas cumplidas. Rebusco en lo más profundo de mi ser para encontrar lo que todavía consigue atraerme y moverme, lo que no dejaría escapar por nada del mundo al desván del olvido, lo que sigue siendo irrenunciable y no le puedo poner precio”. En los momentos más difíciles, volver al corazón es un acto sagrado de respeto por uno mismo. Sólo cuando mantenemos la atención en el centro, en lo fundamental, podemos encontrar la luz frente a la oscuridad que nos rodea. El discípulo quería un sabio consejo. Ve, siéntate en tu celda, y tu celda te enseñará la sabiduría, le dijo el Maestro. Pero si yo no tengo ninguna celda... si yo no soy monje. Naturalmente que tienes una celda. Mira dentro de ti. Constantemente, Dios está invitando al pueblo a convertirse a Él de corazón. Dice Yahvé: “Vuelvan a mí con todo el corazón, con ayuno, con llantos y con lamentos. Rasguen su corazón, y no sus vestidos, y vuelvan a Yahvé su Dios, porque él es bondadoso y compasivo; le cuesta enojarse, y grande es su misericordia” (Joel 2, 12). También los profetas invitan a renunciar a una religión vacía, sin sentido, donde falta la sabiduría interior falta; en cambio, abunda la superficialidad, la mediocridad y la hipocresía. Cuando confiamos plenamente en la misericordia de Dios, Él puede regalarnos un corazón sano, reconciliado y con nuevos impulsos de vida. Un corazón henchido de amor a Dios se caracteriza por la fortaleza con la que enfrenta las dificultades y la entrega con la que vive el día a día. A través de la encarnación de Jesús, el Hijo de Dios, Dios une su corazón al nuestro. Nuestro corazón, cuando se abre a Dios, puede latir al unísono con Él. De ahí, la necesidad permanente de ir hacia adentro, de conocer las profundidades de nuestros sentimientos, la claridad de nuestros pensamientos y la justicia de nuestros actos. Jesús nos enseña a relacionarnos, a vivir desde el corazón, nos pide que amemos siempre con el Corazón. Además, nos recuerda que el corazón es la única morada de Dios. Todo lo anterior, nos lleva a mantener viva la memoria del amor de Dios que se traduce en saber que, lo definitivo de la vida está en el perdón, en la pureza del corazón y en el compromiso por realizar lo que somos, nuestro destino que tiene como al cielo como la imagen de su real cumplimiento. Del corazón de Jesús nace la libertad del ser humano, también nace la compasión, la misericordia, la misión de nuestra vida y, de manera especial, la santidad que estamos llamados a alcanzar. Los santos de todos los tiempos son personas expertas en conocer el corazón y en vivir de la imagen verdadera del amor que se encuentra en él cuando superamos el dolor, las heridas y, sobre todo, el egoísmo y el afán de estar por encima de los demás. Sabemos que la conexión con el corazón se convierte en la lámpara que guía nuestros pasos de la oscuridad a la luz, del temor a la confianza, de la angustia a la certeza. El deseo de amar auténticamente nos convierte en peregrinos del corazón. Cuando la humanidad endiosó a la razón, aparecieron quienes comenzaron a burlarse de los que privilegiaban el corazón como la fuente del conocimiento y del amor. La razón iluminó la consciencia de los hombres y, a la vez, la nubló porque le impidió vivir desde lo esencial que, siempre es invisible a los ojos y a la lógica de la razón. El corazón tiene razones que la inteligencia difícilmente entiende. La razón nos ha llenado, sin quererlo de culpa, en sus disquisiciones la razón no entiende que, Dios acoja al que falla, perdone al que peca y busque al que se aleja. Sin embargo, Dios siempre muestra el corazón como la fuente máxima de la sabiduría y como el mejor escudo ante los intentos de la razón de convencer al ser humano de que, al ser egoísta está creciendo y madurando. El corazón de Jesús nos recuerda que, el primero no es el que tiene poder sino el que sirve, anima, cura, reconcilia y acompaña. Depende de cada uno de nosotros decidir si sigue o no los pasos del corazón. Por todas esas veces que estuviste para mí, por todas las verdades que me hiciste ver, por toda la alegría que trajiste a mi vida, por todos los errores que me hiciste corregir, por cada sueño que hiciste realidad, por todo el amor que encontré en ti. Fuiste mi fuerza cuando estaba débil, fuiste mi voz cuando no podía hablar, fuiste mis ojos cuando no podía ver. Tú decías que lo mejor estaba en mí. Me ayudaste a avanzar cuando no podía llegar. Me diste fe, pues tú creías en todo lo que yo era. Porque tú me amaste primero. Me diste alas y me hiciste volar, tocaste mis manos y pude tocar el cielo. Perdí mi fe y tú me la entregaste. Tú dijiste que no había estrella que no pudiera alcanzar. Estuviste por mí y ya estoy de pie. Tengo tu amor y lo tengo todo. Estoy agradecido por cada día que me diste, quizás no sepa cuanto pero sé que en verdad es mucho. Porque tú me amaste primero. Fuiste mi fuerza cuando estaba débil, fuiste mi voz cuando no podía hablar, fuiste mis ojos cuando no podía ver. Tú decías que lo mejor estaba en mí. Me ayudaste a avanzar cuando no podía llegar. Me diste fe, pues tú creías en todo lo que yo era. Porque tú me amaste primero (Rezandovoy) Francisco Carmona
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