Escribe Inés Ordoñez: “Hay familias que prefieren mantenerse en la negación de las crisis, adaptándose a una forma de vivir donde subyacen los problemas sin resolver, antes que animarse a atravesarlas. Sus miembros suelen hacerse expertos exponentes de un estilo de vida que dice: acá no pasa nada, mientras todo lo que pasa va deteriorando los vínculos, instalando el aislamiento, la incomunicación y estancando el crecimiento en el amor y la intimidad”. ¿Es conveniente, para la salud del alma familia hacerse el de la vista gorda cuando las dificultades, el conflicto y el desorden emocional van corroyendo el alma y las relaciones familiares? “Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando tu carro de oro apareció a lo lejos como un sueño magnífico. Y, yo me preguntaba maravillado, quién sería aquel Rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo, y pensé que mis días malos se habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros derramados por el polvo. La carroza se paró a mi lado. Me miraste y bajaste sonriendo. Sentí que la felicidad de la vida había llegado al fin. Y de pronto, tú me tendiste tu diestra diciéndome: ¿Puedes darme alguna cosa? ¡Qué ocurrencia de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo y te lo di. Pero, qué sorpresa la mía cuando, al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón. ¡Qué amargamente lloré por no haber tenido corazón para dártelo todo!” (Rabindranath Tagore)
Lo primero que nos enseñan las crisis es a abrir el corazón a la realidad. Recordemos que, el origen del ser es el barro. Para poder ser moldeado, el barro necesita estar humedecido; de lo contrario, se endurece, se quiebra o sirve para hacer mucho daño. El agua del barro es, sin lugar a duda, el amor de Dios que, cuando habita en el corazón, hace de éste algo bondadoso, lleno de ternura, compasivo y misericordioso. Cuando entre los miembros de una familia predomina la rivalidad, el egoísmo, la dureza de juicio es porque, de una forma u otra, la familia se alejó del amor de Dios. El lugar de Dios está ocupado o usurpado por el orgullo, la soberbia, la mediocridad o el desorden en la jerarquía. Cuando el amor de Dios inunda el barro, éste se convierte en lodazal. Una familia desbordada en el amor carece de límites; algo que también, constituye una falta de amor y respeto por sí mismos. Lo que está destinado a crecer, cuando se detiene, comienza a dañarse, a enfermarse, a crear conflicto. En las familias, el amor está destinado a crecer. Cuando nos atascamos en los reclamos, nos quedamos mirando hacia el pasado doloroso o nos aferramos al dolor de lo vivido, el amor se va desvaneciendo y cediendo, lastimosamente, su lugar al orgullo, a la soberbia y a la vanidad. Entre los órdenes del amor, el de jerarquía es el motor del conflicto entre los hermanos. El afán de estar por encima del otro, cuando se apodera del corazón, se convierte en una fuerza tan destructiva que, no se tiene reparo en destruir al otro, avergonzarlo, humillarlo o excluirlo. Sólo en el amor de Dios podemos reconocernos como somos: vulnerables, necesitados de amor y misericordia. La pedagogía de la vida nos va conduciendo, a veces, rápido y, otras, lentamente hacia la aceptación de las cosas y de los otros como son. En la rendición, logramos transformar la familia y ayudarla a crecer en la unidad y en el amor. Recordemos que, el fundamento de la familia comienza en la promesa de los padres de amarse y respetarse toda la vida, sin importar las circunstancias por las que se atraviese. El primer trabajo de los padres consigo mismos y con los hijos consiste en “permanecer en el amor”. Esa es la única forma sana de sobrevivir a las dificultades y tropiezos de la vida. Donde se abandona el amor, se toman otras fuerzas que, la mayoría de las veces, en lugar de ayudar a crecer, estancan, duelen y destruyen. Escribe Inés Ordoñez: “No podemos prometernos sentir lo mismo todos los días de nuestra vida; pero si podemos comprometernos a amarnos y respetarnos hasta que la muerte nos separe, sin condicionar la propia entrega al otro. El amor verdadero consiste en una decisión personal y libre que elige entregarse a sí mismo. Es un consentimiento que se actualiza cada día en el marco de las relaciones conyugales y familiares”. En familia, todos estamos invitados a formar un solo corazón y un solo sentir. Las dificultades familiares están invitadas a resolverse desde el corazón. Cuando conectamos con el corazón, entramos en la presencia del Espíritu, que nos guía hacia el mandamiento de Jesús: “permanecer en el amor” Cuando llevamos los conflictos al corazón conectamos, de inmediato, con Dios. En Dios, las emociones trascienden. Dios abarca lo que somos, lo que sentimos, lo que anhelamos. Dios toma las debilidades que acompañan nuestra biografía personal y las convierte en actos de confianza en su bondad, sabiduría y amor. Las vicisitudes y debilidades propias de nuestra condición, por la fuerza misma de Dios, se convierten en la raíz de la que brotan la entrega mutua, la fidelidad y la estabilidad de la familia. Es Dios, antes que nuestra fragilidad, el verdadero protagonista de la vida familiar. En Dios, la familia aprende que, el destino de sus miembros está confiado a algo Mayor, más grande y, por la misma razón, sanador y reconciliador. La familia se sana cuando los padres recuerdan y enseñan a sus hijos aquella promesa que le dio vida al vínculo matrimonial: pase lo que pase, seguiremos adelante, amándonos y respetándonos. Lo anterior exige un gran esfuerzo por cuidar el corazón, no sólo de la pareja, sino también de la familia. El amor de Dios es derramado en el corazón de todos. De ahí, la importancia de que, en familia recordemos que, si el amor no se cuida, muere. Amar es ser y dejar ser. La tarea permanente de la familia consiste en revisar, cada día, el corazón y sacar de él aquellas cosas que impiden amar en verdad y libertad. Lo que no pertenece a Dios, no debería habitar en el corazón. Permitirlo, es consentir la autodestrucción del corazón y también de la familia. En silencio, en lo escondido, se pelean las batallas más encarnizadas. Contra el espejo interior, que me reprocha sueños imposibles, afectos de piedra, proyectos sin fecha. Contra el mundo, que tantas veces me descoloca, exige de más o de menos, me provoca o seduce, me envuelve y aturde. Contra ti, Señor de lo escondido, palabra callada, promesa sin hora, presencia velada, distante cercanía que tan pronto brillas, cómo te me ocultas. En el silencio, en lo escondido, peleamos tú y yo. A brazo partido, a puro misterio, a corazón abierto. Toda la vida es este combate (José María Rodríguez Olaizola, sj) Francisco Carmona
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