Un día de Desierto significa estar un día entero a solas consigo mismo en el silencio. Ese día, está dedicado a la soledad para poder confrontarnos y, especialmente, para escuchar el corazón y tomar consciencia de lo que en él está habitando dándonos fuerzas, desmotivándonos o impidiéndonos fluir. Se trata de estar solos pero, en contacto con el corazón; de lo contrario, no hay experiencia de Desierto. Quien examina con honestidad su corazón puede tomarse en serio su vida, su proyecto, su vocación, su relación con el Señor que, ante todo, es el fundamento de la vida. Uno de los males que más aquejan al mundo actual es, como dice Thomas Moore, la pérdida de contacto con el alma. Muchos buscan respuesta a los sufrimientos más profundos de su ser en el funcionamiento del cerebro y la producción de cortisona o oxitocina. Esa búsqueda está bien pero, sin entrar en contacto real con el alma, con lo que da profundidad a nuestra existencia, nos quedamos a mitad del camino en cuanto al conocimiento profundo se refiere.
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En algún momento de su vida, El autor de Madame Bovary, Gustav Flaubert, escribe: “Dices que me analizo demasiado pero a mí me parece que no me conozco lo suficiente; cada día descubro algo nuevo. Viajo por dentro de mí como por un país desconocido, pese a haberlo recorrido ya cien veces”. En otro lugar, el mismo autor señala: “El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He aquí porque se nos escapa el presente”. Otro autor, san Agustín dice: “Dios mío, los hombre te consultan sobre lo que quieren oír, pero no siempre quieren oír, lo que Tú les respondes. El buen siervo tuyo es aquel que no se empeña en oírte decir lo que a él le gustaría, sino que está dispuesto a oír lo que tú digas”.
Cuando estamos cansados de no encontrar las respuestas a tantas preguntas que nos habitan, llega el momento de ir al Desierto. Allí, hay una cosa más grande que nuestros esfuerzos, que nuestras búsquedas, que nuestro sufrimiento. En el Desierto resuena, una y otra vez, una voz que grita: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas”. Lo anterior, significa: dejar aquello que no pertenece a nuestra vida, a la relación con nosotros mismos, a la intimidad con Dios. Al respecto, Carlos de Foucauld enseña: “Es necesario pasar por el Desierto y vivir allí para recibir la gracia de Dios. Es allí donde se expulsa de sí todo lo que no es de Dios. Es necesario al alma ese silencio, ese recogimiento, ese olvido de todo lo creado en medio de los cuales Dios establece en ella su reino”.
El alma siempre está siendo acompañada y dirigida por el Espíritu. “Entonces, Jesús fue llevado por el Espíritu al Desierto”. En la Sagrada Escritura, El Espíritu Santo es definido como el Guía, el Consolador o el Juez. El Espíritu es el que guía y acompaña al pueblo durante su travesía por el Desierto. Es el mismo Espíritu el que, en el momento adecuado, hace que el hijo menor, el que malgasto la fortuna del Padre, tome consciencia de sí mismo y, de lo que ha estado haciendo con su vida, con los bienes que ha recibido. Para Carlos de Foucauld, el Desierto no es un paisaje geográfico sino una figura simbólica que recoge todas las formas que toma la necesidad y la miseria humana.
Cuando escuchamos una voz, que nos invita a saber quiénes somos realmente, necesariamente, terminamos yendo al Desierto. En el Desierto, podemos identificar aquellos rasgos nuestros que siempre nos han acompañado sin importar las condiciones o las circunstancias. Lo que siempre nos acompaña define lo que somos realmente, nuestra esencia. Cuentan que, Carlos de Foucauld, en 1897, escucha como Dios le habla: “Tienes que dejar atrás todo lo que Tú no eres, todo lo que Yo no Soy […] crearte aquí un desierto donde estés a solas conmigo, como estaba sola María Magdalena, en Desierto, conmigo […] Consúmete totalmente en Mí, piérdete en mí”.
En el Desierto, el pueblo de Israel sintió que moría de sed. Se levanta contra Moisés y comienza a murmurar. Entonces, Dios manda a Moisés que tome la vara, con la que realizó prodigios delante del faraón y con la que dividió el mar rojo en dos para que el pueblo pudiera atravesarlo, que golpeara una roca; de inmediato, brotó suficiente agua para el pueblo y para el ganado. Resulta curioso que, Moisés y Aarón terminan siendo reprendidos por Dios. La confianza de Moisés se debilitó. Cuando perdemos la confianza en el Señor, los impulsos nos gobiernan y el actuar se vuelve, en cierto modo, irracional. En medio de la dificultad, estamos invitados a confiar en Dios, sólo en Él.
La necesidad de atender a nuestra vulnerabilidad es la fuerza que nos lleva al Desierto. Cuando nos encontramos en una situación, que reviste una amenaza o ante la posibilidad de experimentar un daño, es cuando más sentimos la indigencia de nuestra condición humana. Al Desierto, somos conducidos para que descubramos que, al poner la confianza en Dios, nunca quedaremos defraudados. San Pablo en la Carta a los romanos afirma: “Nadie que ponga su confianza en el Señor queda defraudado”. El Desierto se atraviesa abandonándose en Dios. La fe es la que nos conduce; no sólo es nuestro escudo, también es la lámpara que guía nuestros pasos y la fuerza que nos sostiene. La vulnerabilidad nos lleva a preguntarnos: ¿Dónde estamos poniendo nuestra confianza?
Con frecuencia, escucho comentarios que dicen: “La religión es un instrumento al servicio de la manipulación”. No tengo ninguna duda de que, por mucho tiempo, personas, gobiernos e instituciones, se han valido de la fe para manipular, abusar, engañar, etc. La religión como mediación de la Trascendencia es una cosa y, otra muy diferente, lo que algunos líderes religiosos hacen para ostentar poder y mantenerse en él. La religión ha servido como escudo o telón para esconder el lado oscuro que, por falta de trabajo interior, se apodera del alma y, termina deformando lo que realmente somos. En esencia, la religión pertenece al alma. El mal uso de la religión es un atentado contra la vida del alma; no en vano, se nota que los que utilizan la religión inadecuadamente llevan en su alma un sufrimiento o un trastorno psíquico evidente. Desechar la religión, por el mal uso que se hace de ella, puede convertirse en una arbitrariedad. Mas bien, lo que hay que hacer es, poner al descubierto la manipulación; para eso, se necesita formación religiosa. Siempre la ignorancia o superficialidad han sido utilizadas por quienes desean sacar provecho.
Hay un momento en la vida, en la que seguir aferrados a la imagen, se convierte en algo que, realmente obstaculiza el encuentro con nosotros mismos y con la divinidad. En el Evangelio, Jesús insiste en la necesidad de perderse a sí mismo para ser un auténtico seguidor suyo. Cuando llega el momento, en el que seguir aferrados a una imagen de nosotros mismos se vuelve una amenaza real para el alma, aparece el llamado de ir al Desierto, como el camino por el que podemos transitar, para que la divinidad se haga presente en nosotros y a través nuestro. Dice el Maestro Eckhart: “Y, devenida ella misma Desierto, debe perder su propia imagen, y el Desierto divino ha de guiarla desde sí misma a Él mismo, donde pierde su propio nombre y ya no se llama ella misma sino Dios”
El Desierto puede simbolizar la sensación interna de no saber qué hacer con la propia vida. El profeta Elías va al desierto cuando recibe la noticia de que la reina Jezabel desea acabar con su vida. Uno de los sentimiento más profundos que lo acompañan está relacionado con el deseo de encontrar la muerte, de poner fin a su vida porque siente que Dios le abandono. Hace poco, una persona se confesaba diciendo: “Desee terminar con mi vida, un día que sentí que Dios me había dejado sola en medio de la dificultad y la crisis”. Un sacerdote muy cercano decía: “En el momento mayor de dificultad que tuve, sentí tanta impotencia, que pensé, no sólo en dejar el sacerdocio, la fe, sino también esta vida, ¡me sentía profundamente miserable!”
El desierto como símbolo de nuestra realidad existencial se refiere a una metáfora que describe el estado de confusión, vacío o desorientación que una persona puede experimentar durante un período de su vida. Durante el tiempo que dura la experiencia, la persona tiene que enfrentar la desolación, la soledad y la desesperanza que suelen acompañar este tipo de experiencias. El objetivo fundamental del Desierto está relacionado con la transformación interior, espiritual y psicológica de la persona que vive y atraviesa dicha experiencia. Una de las sensaciones que mayor impacto tienen sobre el alma está relacionada con la desconexión, la sensación de estancamiento o parálisis de la propia vida, de la vocación, de la misión o de los deseos más profundos.
El camino del seguimiento de Jesús resucitado es un proceso, ante todo, una búsqueda apasionada de la verdad sobre nosotros mismos, sobre la vocación y sobre Dios. Escribe san Agustín: “Yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres…su Palabra se convirtió en fuente de sabiduría, aquella por la que creaste todas las cosas”. Hay experiencias y momentos de la vida, en los que las heridas del alma pesan tanto que, si no encontramos un asidero auténtico donde podamos tomar fuerza, corremos el riesgo no sólo de perdernos, sino también de morirnos psíquica y espiritualmente.
El desierto es el camino a través del cual también podemos llegar a la salvación. Una vida sin sentido, dicen varios autores espirituales, es una vida desperdiciada. En cambio, una vida llena de sentido es una vida fecunda, bien aprovechada. Existen muchas circunstancias que nos pueden apartar del objetivo final de nuestra existencia, que no es otro que, poder confesar, al final de nuestra vida, que supimos vivir; qué logramos sentirnos a gusto con nosotros mismos, con lo que somos. Para alcanzar esta experiencia, sin lugar a dudas, se ha tenido que atravesar el desierto muchas veces; es decir, se ha tenido que enfrentar no una, sino en varias ocasiones, la propia realidad existencial.
Recordemos que, el desierto es la situación existencial por la que una persona, atraviesa, en un momento determinado de su vida. Estas experiencias pueden ser: un duelo, una separación, un fracaso, un cambio radical en la identidad, etc. Todas estas experiencias crean un estado de vacío, incertidumbre, inutilidad, impotencia, sequedad espiritual, falta de reciprocidad, etc. En estas condiciones, el alma comienza a sentir sed de Dios, es decir, de algo que sustente la vida, que la colme, que la llene de sentido y, sobretodo, que la nutra y le ayude a continuar el camino, con mayor claridad sobre el propósito y sentido de la existencia. Aquello que nos agobia se convierte en el llamado de Dios y de la vida a dejarnos moldear como el barro en la manos del alfarero.
Cuando enfrentamos una situación existencial que, de una manera u otra, no logramos resolver o queremos evitar, somos conducidos por el Espíritu hacia el Desierto donde una voz clama: “Preparad el camino para el Señor”. Esta voz invita a un modo de vivir verdadero, auténtico, coherente con lo que somos y lo que estamos llamados a realizar. En el desierto, nos preparamos para que Dios entre en nuestra existencia, no sólo liberándonos y transformándonos sino también llenando nuestra vida de sentido, haciéndola cada vez más sagrada e inviolable. Las preguntas verdaderas exigen respuestas de la misma proporción. En el Desierto, se desvanecen las falsas ilusiones, las actitudes heroicas y quedamos solos de frente, cara a cara, con nuestro vacío.
En el desierto encontramos la oportunidad para reinterpretar las experiencias vividas; especialmente, aquellas que nos han distanciado de nosotros mismos, de quienes nos rodean, de nuestra vocación y propósito en la vida. También podemos aprender a darle el verdadero y auténtico valor a la salud, a la enfermedad, a la muerte, a la separación y a todo aquello que, por nuestro afán de ser felices y exitosos, tendemos a minimizar. En el desierto las crisis toman sentido y se convierten en el camino que nos conducen de regreso hacia Dios y hacia nosotros mismos. Aprendemos a dejar a un lado lo que resulta ineficaz para alcanzar la vida en el amor.
El Desierto como experiencia de encuentro con nosotros mismos también es el espacio para que, sanemos de nuestras enfermedades, lagunas, debilidades y nos reconciliemos con las sombras, con nuestros deseos más profundos, con nuestro Yo interior. Según la psicología profunda, el Yo interior es la parte más sensible y abierta a la divinidad que tenemos. Entramos en contacto con ese Yo interior, a través de la meditación, la reflexión, la contemplación y la purificación de nuestras pasiones, deseos y afectos desordenados. Esta parte de nuestro ser profundo se revela en la medida que, somos capaces de contener los impulsos, los instintos, al mismo amor.
Cuando salimos de la casa paterna, para hacernos cargo de nuestro destino, como diría el Evangelio, para seguir a Jesús, llegamos a un lugar donde no hay nada, a un espacio donde para tener algo tenemos que cultivarlo; de lo contrario, seguiremos a campo abierto y, con la tentación de regresarnos encima. En un momento como éste, lo primero que tenemos que hacer, es elegir donde vamos a vivir. En la historia de Antonio, se cuenta que fue a vivir en un cementerio. Francisco de Asís a un templo caído y Juan el Bautista, se quedó definitivamente en el desierto. Esto para mencionar algunos ejemplos propios de la espiritualidad cristiana. En otros relatos, las personas van a vivir a un bosque, una montaña alejada, entre animales salvajes, en el mundo de las adicciones, etc.
Hoy, encuentro personas animadas por el deseo de llevar una vida silenciosa, dedicada a la contemplación y al trabajo en el campo. Poco a poco, van apareciendo nuevas expresiones de vida monástica o contemplativa. Ahora, no se ven los grandes monasterios, sino casas campesinas humildes, donde sus habitantes, esposos que ya terminaron la educación de sus hijos, desean vivir la vida de otra manera. El afán de ser exitosos, productivos y viajar por el mundo va contrastando con la aparición de formas de vida ajustadas en otros intereses. Un mundo centrado en el materialismo, en el placer y en el éxito basado en la fama, el prestigio y el rendimiento económico y académico también produce, al mismo tiempo, pequeños grupos que, como Jesús, recuerdan a la humanidad que, “no sólo de pan, vive el hombre”
La madurez exige a todos abandonar la casa de nuestros padres y, en primer lugar, dirigirnos al Desierto. Después, hacernos cargo de nuestro destino. En la casa de nuestros padres está permitido pasar un período de tiempo, mientras tomamos las fuerzas necesarias para ir hacia la vida autónomamente. Mientras permanezcamos en el confort que ofrece la casa de los padres, nos excluimos de participar del proyecto de salvación de Dios; en otras palabras, dejamos de vivir nuestra vida, de participar en nuestro crecimiento, desarrollo y autorrealización. Hoy, los padres, se ingenian muchas formas para mantener a los hijos adultos bajo su protección y cuidado. Algunos padres, les alquilan el apartamento y les pagan los gastos. También hay hijos que, saben cómo llenar de culpa a los padres y prolongar el vínculo de la infancia.
Moisés descubre su vocación real en el Desierto. Cuando estaba cuidando el rebaño de su suegro, ve una zarza que arde y, desde la cuál, Dios lo llama a liberar a su Pueblo. Moisés pasa un buen tiempo en el desierto dando orden a los mociones que se albergaban en su corazón. Moisés es el primero en experimentar, en carne propia, que Dios libera el corazón de sus ataduras, de sus esclavitudes, de sus pasiones desordenadas, del afán que tenemos de poner el corazón y la atención en las cosas que, en lugar de conducirnos a la vida, nos precipitan al abismo, hacia la oscuridad y la muerte. Sin la capacidad de entrar en silencio y auscultar el corazón, difícilmente, podremos saber si nuestro sentir, pensar y actuar están en consonancia con Dios o con nuestro Ego.
Podríamos considerar que, Jesús también es un hijo del desierto. Fue en el desierto donde Jesús tomó consciencia de su identidad profunda y de su misión. Sin desierto, es difícil saber quiénes somos realmente. En medio del ruido, sólo encontramos confusión. Nadie que anda disperso, metido en la turbulencia de la ansiedad y la angustia, logra comprender los llamados del alma y los caminos que desea emprender en busca de la autorrealización o individuación. Jesús sabe que, es hijo de Dios y como tal es enviado a anunciar un año de gracia del Señor: la libertad de los cautivos, la curación de los corazones oprimidos y la recuperación de los ciegos de su visión. La identidad necesita testificarse en la misión.
El acompañante espiritual está invitado a considerar, como lo mostró Pablo, la ambigüedad que revela el Desierto. Recordemos que, por desierto entendemos, en primer lugar, la experiencia de soledad y silencio en la que entramos voluntariamente porque deseamos dar orden a nuestra vida afectiva, resolver ante los ojos de Dios una situación que nos esclaviza. También vamos al desierto porque sentimos un llamado de la vida a realizar, de otra manera, nuestra identidad profunda y, queremos encontrar la forma de realizar el llamado con libertad frente a nuestros demonios, oscuridad, sombra y deseos de seguir ciegamente la consciencia familiar. En segundo lugar, podemos afirmar que, al desierto somos conducidos por Dios por varias razones. La primera razón, por la que Dios nos lleva al desierto, es porque desea hablarnos de su amor y apartarnos de nuestra infidelidad. Una infidelidad que comienza a rayar con la prostitución y la idolatría. La segunda razón es porque Dios quiere que dejemos morir nuestros demonios, nuestros patrones destructivos de conducta y, hagamos a un lado, la dureza que tiraniza nuestro corazón. Dios desea regalarnos un corazón de carne.
Cuando resulta imposible descubrir la presencia de Dios en el desierto, este espacio se convierte en un lugar de muerte, en una tierra hostil, árida y donde nadie tiene asiento, ni paz y, menos aún, armonía. Muchas personas huyen del silencio, de la soledad, del encuentro consigo mismas porque temen verse obligadas a transformar su corazón y a desprenderse de sus máscaras. En el libro del Deuteronomio, encontramos la razón por la cual Dios nos hace caminar por el desierto sin experimentar su cercanía. “Acuérdate del camino que Yahvé, tu Dios, te hizo recorrer en el desierto por espacio de cuarenta años. Te hizo pasar necesidad para probarte y conocer lo que había en tu corazón, si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te hizo pasar necesidad, te hizo pasar hambre, y luego te dio a comer maná que ni tú ni tus padres habían conocido. Quería enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que todo lo que sale de la boca de Dios es vida para el hombre”
El Dios que se encuentra cuando vamos al desierto es un Dios que nos libera de nuestras esclavitudes y nos protege de todos los peligros. En la consulta, he ido aprendiendo que, cuando la gente siente espíritus que los molestan, energías extrañas que mueven cosas, voces misteriosas que asustan o invitan a realizar cosas que, en muchas ocasiones atentan contra la vida y la dignidad. Esto sucede, no porque haya alguien haciéndo daño a través de la brujería u otras artes sino porque estamos reprimiendo algo auténtico de nuestro ser. Muchos terminan enojados, abrumados o frustrados cuando un adulto, por la razón que sea, los desanima, desautoriza, niega apoyo u obliga a ir por un camino diferente al que su ser invita a seguir. Muchos temen a realizar su vocación por temor a las resistencias que encuentran en el mundo de los adultos, en el sistema familiar. En el libro del principito, por ejemplo, el aviador cuenta que de niño quiso pintar. Como lo hacía mal, los adultos le aconsejaron estudiar matemáticas, geografía y otras cosas que fueran más útiles para la vida. Cuando el principito aparece, lo primero que le pide al aviador es que haga un dibujo. A veces, los adultos pecamos por falta de empatía. Un maestro de dibujo, con toda seguridad, habría hecho bien en el alma del aviador.
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Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
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