Escribe el Papa Francisco: “De la esterilidad el Señor es capaz de comenzar una nueva descendencia, una nueva vida. Cuando la humanidad está extenuada, ya no puede seguir adelante, llega la gracia y llega el Hijo, y llega la salvación. Y, así, esa creación extenuada deja lugar a la nueva creación, podríamos decir a una recreación”. Estas palabras del Papa me llevan a pensar en todas esas esterilidades que soporta nuestra alma. Hay experiencias que nos ha tocado vivir, se vuelven pesadas y, en lugar de vida, traen mucha esterilidad. Entonces, el Señor viene y transforma todo lo estéril y, de ahí, saca nuevas fertilidades. Dios es siempre el Dios de los comienzos. Nada termina, siempre hay algo que está naciendo, trayendo vida. No es Dios, es nuestro distanciamiento de Él la fuerza que vuelve estériles algunas experiencias y esfuerzos nuestros por alcanzar una vida plena.
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Cada vez que descubrimos la carencia necesitamos volvernos hacia el corazón. Escribe el Santo Nombre: “La carencia no es algo negativo, es el llamado de nuestra naturaleza original que nos invita a salir del exilio sin sentido”. Cuando no sabemos cómo podemos ser felices o cuando sentimos que tenemos todo para ser felices y no lo somos, la carencia se hizo presente, invitándonos a ir al desierto, que no es otra cosa que, acostumbrarse a vivir desde el interior que es nuestra verdadera y auténtica morada, el lugar donde podemos ser auténticamente nosotros. La carencia tiene muchos ropajes, hace que nos vistamos de lo que no somos porque su esencia es vivir afuera, en el mundo de la expectativa, de la negación o represión de nuestro auténtico ser.
Me llamó profundamente la atención leer testimonio del actor de porno Nacho Vidal publicado en rezando voy. “Yo he sido más años Nacho Vidal que Ignacio Jordà. Nacho Vidal es un personaje, un negocio”. Al respecto, comenta Dani Cuesta, jesuita: “De este modo afirmaba, por un lado, que todo aquello que había realizado en sus películas era algo artificial e irreal, pero, al mismo tiempo dejaba entrever que el personaje de ficción había traspasado su propia identidad. De hecho, daba la impresión de que su deseo era que la terapia para el manejo de la depresión y la ansiedad, le ayudara a volver a ser Ignacio Jordà, a sabiendas de que para la mayoría de la gente seguiría siendo Nacho Vidal”. Continua comentando Dani: “En un momento dado de la entrevista, Nacho relataba cómo había sentido miedo al constatar cómo no sólo era él quien empezaba a no distinguir entre el personaje y la realidad. Sino que los jóvenes estaban traspasando a sus relaciones aquello que veían en sus películas. Es decir, estaban construyendo la realidad a través de una ficción que, en muchos casos, además de falsa era vejatoria hacia las mujeres y peligrosa”.
Juan Bautista encarna al ser humano que, en medio de tantas ofertas como las que ofrece la cultura, presiente que hay algo más grande, más esperanzador y más lleno de sentido que todo aquello que estamos viviendo. Juan el Bautista sabe que, hoy existen muchas ofertas de sentido, muchas experiencias nos prometen el método para alcanzar el cielo; es decir, para sentirnos felices y creer o, sentir que, ya somos plenos. Sin embargo, la inmensa mayoría de esas ofertas, siendo buenas y válidas, no conducen a la verdad porque, en lugar de silencio están habitadas de mucho ruido. Sin un cambio de raíz, como advierte Juan el Bautista, el camino hacia la auténtica plenitud se hace espinoso y encumbrado. El camino hacia Dios implica dos cosas: por un lado travesía y, por otro, desierto. Sin estas dos experiencias, es difícil creer que las cosas experimentadas correspondan realmente a un encuentro auténtico con el Misterio.
En el libro “razones desde la otra orilla”, José Luis Martín Descalzo escribe: “Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo. Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes”. Es el mismo autor, quien en otro texto, compara nuestra vida con el recorrido que hace el sol. Así, como el sol, en el atardecer, se prepara para morir, el ser humano, después de la mitad de la vida tiene delante de sí la tarea de reconciliarse consigo mismo, con todo lo que ha vivido, realizado y dejado de realizar y aceptar que, un día morirá.
Hoy, leí un texto que dice: “Cada día estamos invitados a elevar nuestra alma hacia Cristo”. La razón de ser de este ejercicio, no es otra que, mientras nuestro corazón esté orientado hacia Cristo, nosotros seremos capaces de permanecer en el Amor y, de esta forma, dar no sólo frutos abundantes sino también los que corresponden a la razón de ser de nuestra vida. Si nos mantenemos con la meta puesta en Cristo, la vida que llevamos, poco a poco, se va transformando porque Cristo, como buen samaritano, tiene la capacidad de sanar en nosotros lo que está enfermo y ayudarnos a recuperar lo que parece que está muriendo o perdiéndose definitivamente. En la medida que, Cristo crece en nuestro corazón y, pierde fuerza el afán de ser reconocidos, vistos, aceptados, aprobados, etc., los puntos de luz que hacen parte de nuestra vida comienzan a convertirse en una gran luz.
Uno de los anhelos más profundos del ser humano consiste en vivir libremente. Para la psicología existencialista, la libertad consiste en la capacidad de moldear la propia vida en dirección a ser uno mismo. El éxito y el fracaso de la vida, según esta corriente, está determinado por la capacidad de superar los prejuicios, la angustia y la incapacidad para desarrollar nuestra creatividad. Para Rollo May, el ser humano ejerce la libertad comprometiéndose con su destino; es decir, entregándose a la tarea de conocerse profundamente. Lo anterior, nos permite afirmar que, sin vida interior, el ser humano no sabe qué dirección tomar ni cuál es el sentido y propósito de su existencia. El signo más evidente de la desconexión con nosotros mismos es la angustia que, se manifiesta en el afán de hacer rendir el tiempo, en la prisa con la que vivimos y nos relacionamos. Al respecto, dice Rollo May: “Es un hábito irónico de los humanos, correr más rápido cuando han perdido el camino”.
En Cristo, Dios nos ofrece su salvación. Esta noticia despierta en el corazón una alegría inusitada, diferente, nueva. Cuando el ángel se presenta ante los pastores, lo hace con las siguientes palabras: “Hoy, nació, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor”. Según la tradición, los pastores son los que guían, apacientan, cuidan y protegen el rebaño; cuando el pastor es fiel a su misión, entrega su propia vida por el rebaño que le fue confiado. El mayor enemigo del rebaño es el lobo, aquella fuerza que hiere y destroza la vida hasta la muerte. La gran noticia es ésta: nació el verdadero pastor de las almas, Aquel que guiará al pueblo de la oscuridad a la luz, de la vida a la muerte, entregando su vida hasta el final. Jesús viene a salvar lo que está perdido en nuestra humanidad, a sanar lo que está herido y a reconciliar lo que amenaza con ser destruido.
El dogma, según la teología, es una verdad revelada por Dios. La verdad que expone el dogma es considerada indiscutible, irrefutable. El 8 de diciembre de 1854, el Papa Pio IX declaro la inmaculada concepción de María como un dogma de la fe católica. En su página, Fray Marcos escribe: “Hablar de inmaculada es tomar consciencia de que, en María descubrimos algo en lo hondo de su ser, que fue siempre limpio, puro, sin mancha, inmaculado. Lo verdaderamente importante es que ese núcleo inmaculado se da en todos los seres humanos. Es decir, esa parte de nuestro ser, que nada ni nadie puede manchar (ni siquiera nosotros mismos), es nuestra verdadera identidad. Es el tesoro escondido, es la perla preciosa”.
San Pablo, en la carta a los Efesios, invita a los creyentes a mantenerse alegres aun en medio de las dificultades. El apóstol sabe el peligro que el alma corre cuando se deja guiar, aconsejar y sostener por el desánimo. La ausencia de Dios crea un vacío en el alma que, muchas veces, termina en una crisis existencial profunda. Los cuestionamientos sobre el sentido de nuestra existencia, la conmoción de nuestro interior, van conduciendo a la desesperanza. Donde se pierde la esperanza, también se produce la desconexión con la Trascendencia y con uno mismo. Adhará Monzó, psicóloga, escribe: “ las crisis existenciales conllevan necesariamente a un cambio en nuestra identidad. Es decir, nos sentimos como si fuésemos otra persona y es habitual que cambien aspectos importantes en nuestra visión de la vida”.
La razón de ser de la Navidad es Jesús, su Encarnación. La invitación central de la Navidad es contemplar como Dios toma nuestra humanidad rota por el pecado o escindida por la constelación familiar para redimirla, llenarla de sentido y transfigurarla. Recordemos que, por constelación familiar entendemos, aquel lugar, papel o actitud que, un día asumimos ante la familia y, desde entonces, se manifiesta o actualiza en todas nuestras relaciones, cargándolas de sufrimiento e impidiéndoles fluir en el verdadero amor. Hablamos de escisión porque desde el día que nos hicimos a un personaje, para pertenecer a la familia, nos abandonamos a nosotros mismos. El personaje para vivir necesita que lo alimentemos, lo cuidemos y, de muchas formas, le demos fuerza. Jesús nos revela que, la verdad se encuentra cuando nos despojamos de lo que no nos pertenece para dejarnos transformar por la fuerza de su amor, compasión y misericordia, transformarnos en lo que somos realmente.
Para los metales alcanzar el oro es su vocación. Para los seres humanos alcanzar a Cristo es la meta de su existencia y el sentido último de su vida. Para lograr este objetivo, el ser humano está llamado a cuidar su alma; de lo contrario, puede fracasar y, terminar experimentando no sólo el vacío sino también la angustia que se despierta en el corazón, cada vez que sentimos que estamos desperdiciando la vida, viviendo por vivir, sin sentido. El camino para alcanzar a Jesús, para realizar nuestra vocación e identidad profunda comienza en Nazareth, en aquel rincón de Galilea, donde una mujer joven y de vida sencilla, le dice Sí a Dios, asumiendo todas las consecuencias. El Sí generoso de María cambia la historia humana, lo que antes permanecía invisible, inaccesible; ahora, gracias a la generosidad de esta joven, es visible, cercano y podemos entrar en contacto con Él y dejarnos transformar por su amor, compasión y misericordia.
Cristo es la vocación del ser humano. Todos estamos invitados a vivir como Cristo; es decir, amando, reconciliando, sanando, entregando la vida por aquello que la llena de sentido. Vamos alcanzando la meta de nuestra vocación: la transformación en Cristo, no sólo por actuar como Él, sino también porque, como Él, elevamos nuestra alma hacia Dios orando. Acción y oración forman una unidad que nos hace semejantes a Cristo en todo y, también nos recuerdan que, unidos a Dios, alcanzamos todo, separados de Él, nos volvemos estériles y vacíos. Cristo es la chispa divina que da origen a la transformación del ser humano. Entrar en el misterio de Cristo, también supone entrar en el misterio del amor donde todo es.
Después de escuchar, en su corazón, una voz que decía: “Tú, eres mi Hijo amado”, Jesús va al desierto. La vocación, la voz que proviene de nuestro interior, nos conduce al desierto. Dice, bellamente la Sagrada Escritura: “A la soledad poblada de aullidos”. Para responder fielmente a la vocación, es necesario escuchar todo aquello que tiene asiento en el corazón: la disociación, los complejos, la sombra, la vida no vivida y el anhelo de pertenecer. Todo lo anterior, exige silencio, meditación y contemplación. La misma Escritura nos revela el sentido del Desierto: “Allí, le hablaré al corazón y le mostraré cuanto la amo”. La vocación es un llamado del Amor y, la fidelidad a la vocación, es respuesta a ese amor. El amor nos llama y espera nuestra correspondencia.
El Evangelio cuenta que, Juan Bautista recorría toda la región del Jordán predicando el bautismo y la conversión. También nos cuenta que, Jesús recorría todas las ciudades, pueblos y aldeas cercanas predicando, sanando, perdonando los pecados y anunciando que el Reino de Dios está cerca. Los discípulos son enviados, con poder y autoridad para expulsar demonios y sanar enfermedades, para recorrer los pueblos y las aldeas vecinas. La vocación, la conexión con nosotros mismos, se vive en la misión. La realización de nuestro potencial, sólo es posible verla tangiblemente en el compartir la vida, los dones y talentos con otros. Permaneciendo encerrados en nosotros mismos nos estancamos y dejemos de percibirnos como realmente somos.
El evangelio de Lucas, en el capitulo 2, dice: “Por aquellos días, salió un decreto del emperador Augusto, por el que se debía proceder a un censo en todo el imperio…Todos empezaron a moverse para ser registrado cada uno en su ciudad. José, que estaba en Galilea, en la ciudad de Nazareth, subió a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era descendiente de David; allí se inscribió con María, su esposa, que estaba embarazada”. Nadie puede conocerse a sí mismo sin conocer su sistema familiar de origen y todo lo que acompaña a ese sistema. Jesús es miembro de una familia que, tiene su propia historia, su dinámica particular, sus crisis y, también, su propia travesía. La encarnación de Dios ocurre no solo en el seno de una familia, sino también en la historia de un pueblo.
Quien se conoce a sí mismo, también termina conociendo a su Dios. En la medida que, nos vamos conociendo, también vamos conociendo aquello que sustenta, dirige y da sentido a nuestra vida. El proceso de conocimiento implica tres cosas: la primera, una ascesis, sin renuncia al Ego, es difícil progresar. La segunda, es necesario renunciar al afán de ser alguien y dejar de empeñar el alma en ese propósito, la tercera, es importante abandonarnos. Sin confianza en Algo más grande que nosotros mismos, en Dios, la tarea de saber quiénes somos y que nos habita, se complica. Dios es aquello que le da sentido a nuestra vida. Teológicamente, somos monoteístas; psicológicamente somos politeístas, por un lado, decimos creer en Dios y seguir su precepto de amor y, por otro lado, vivimos según el orgullo, la vanidad, el deseo de consumir y aparentar, albergamos y alimentamos la venganza, el rencor y la mentira. Este politeísmo interior es el que tenemos que enfrentar, si queremos avanzar espiritualmente. Para la psicología profunda, el alma encuentra el camino hacia Dios cuando supera la escisión psíquica en la que está sumergida a causa del pecado.
Hace algunos días publicaron un libro titulado “¿Un futuro sin Cristo?” En 1970, Carl Gustav Jung, hablando sobre los problemas espirituales del mundo moderno, escribe: “Nuestra era quiere experimentar la psique por sí misma... anhela conocimiento, en lugar de fe”. En el mismo discurso advierte: “Las palabras sobre la psique son también palabras sobre Dios, debido a la correspondencia entre subjetividad y objetividad”. En otro espacio, de nuevo Jung, afirma: “La espiritualidad es una exigencia arquetipal de la psique en su proceso de individuación”. Sin espiritualidad es difícil vivir el proceso de individuación; es decir, alcanzar nuestro destino, ser nosotros mismos, cumpliendo el mandato de Dios: “Dejar al padre y a la madre para seguirlo a Él”
La espiritualidad cristiana ve en el alma la imagen de un castillo. Todos los bienes y tesoros del castillo pertenecen al Señor que habita en él. Si allí, reina el odio, todo los bienes espirituales que poseemos están bajo su dominio y administración. En cambio, si el amor, Dios, habitan nuestro castillo entonces, los bienes que poseemos serán administrados por Él. Una administración llena de intereses mezquinos prepara tomas hostiles, malversación de fondos, programas que, en lugar de ayudarnos a crecer y vivir plenamente, nos condenan a vivir desde la sombra o en la más completa oscuridad. A veces, son los complejos, traumas, los que gobiernan nuestra alma, psique, voluntad, interés y querer. Cuando nos conectamos con nosotros mismos, con la realidad divina que nos habita, las cosas cambian y, lo que estaba destinado al despilfarro comienza a tener un fin y objetivo diferente. La invitación de la espiritualidad cristiana es permitir a Dios habitar nuestro corazón y que sea su Palabra, la que da vida, la que gobierne nuestra existencia y la dirija, como una lámpara siempre encendida, por los caminos de la paz.
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Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
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