Creo que todos estamos en disposición de aceptar como verdad la premisa que dice: “Si quieres cambiar, cambia primero tu mente”. Otra frase semejante: “La mente puede convertirse en el mayor obstáculo en el camino hacia tu felicidad, si cambias tu mente, tendrás el camino despejado para ser feliz”. Cambiar la mente significa transformar la forma como procesamos la información que nos llega del mundo exterior, de nuestras percepciones y de nuestros pensamientos. Podríamos decir que, la mente es la que ejecuta la programación, a partir de la cual, nosotros vivimos. Como lo señalan los estudiosos del tema, la mente es un constructo, no es una realidad numinosa, algo superior a nosotros mismos, a nuestra alma.
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Nos quedamos atrapados en aquellas experiencias en las que nuestras expectativas fueron desbordadas por la realidad. Ver que las personas, las cosas y las situaciones son diferentes a lo que construimos en nuestra imaginación provoca un gran sufrimiento interior del que no salimos tan fácilmente. La dificultad para superar una experiencia difícil de asimilar radica, principalmente, en la tendencia aprendida a suprimir las emociones. De hecho, las situaciones terminan rápidamente pero, el recuerdo de ellas permanece por largo tiempo. Los recuerdos se quedan más fácilmente anclados en nuestra mente según sea la intensidad del sufrimiento que provocaron. La tendencia a reprimir las emociones hace que los recuerdos de las experiencias dolorosas que hemos vivido se queden grabadas en la mente y, cada vez que quieren, salen a la superficie de la consciencia provocando conmoción en el alma.
El evangelio de Mateo, en el capítulo 8, nos cuenta: “Y cuando era ya tarde, trajeron a él muchos endemoniados; y echó fuera los demonios con su palabra y sanó a todos los enfermos, para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta Isaías, que dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”. Carl Gustav Jung y otros grandes maestros señalan que la espiritualidad es autoconocimiento. Para San Ignacio de Loyola, el conocimiento interno de sí, nos dispone para servir a Dios, sin otro interés y querer que el de hacer su voluntad. Cada vez que escucho estas palabras, de inmediato, viene la imagen de María, que ante el anuncio del ángel no duda en decir: “Hágase, Señor, según tu voluntad”.
El ser humano logra superar la disociación, la fragmentación y la incertidumbre, que dejan en el alma los eventos abrumadores, cuando encuentra un acompañante que, además de buena disposición, conoce los dinamismos del trauma y, sobretodo, está abierto a la trascendencia, a la cual no sólo reconoce que existe, sino que también, le atribuye la capacidad de tomar a muchos a su servicio con tal de que su amor, su capacidad de restaurar lo que está quebrado, de sanar lo que está roto y de reconciliar lo que está dividido, de que el corazón de quien se encuentro solo, abatido, desesperanzado, sumido en la tristeza y rodeado de las sombras de la muerte. El resucitado es el eterno acompañante de todos aquellos a los que el mal destruyó arrojándolos al infierno de sus propios temores, angustias y demonios. Entonces Jesús les dijo: “Vayan por el mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos”.
El origen del alma se encuentra en la eternidad. La vida ha existido desde siempre. Nosotros morimos y la vida permanece. La vida fluye permanentemente. Si el origen del alma, de la vida, es eterno, las leyes que rigen al alma y a la vida son las de la eternidad. Para comprender el alma y la vida se hace necesario entender las dinámicas de lo eterno. Sin conexión con lo que está más allá de nuestra comprensión racional, difícilmente, podemos hablar del alma con alguna precisión. Hablar del alma invita a reconocer la realidad que nos trasciende. Martín Lutero consideraba que el alma guardaba en su corazón una nostalgia que, continuamente, la hacía sentir pecadora. Lo que llamamos pecado, no es otra cosa que, el deseo profundo del alma de vivir en conexión con el mundo al que ella realmente pertenece, el de la trascendencia.
La idea de un ser superior es algo que pertenece a la naturaleza misma del alma. Cuestionarse la existencia de Dios es una cuestión filosófica importante. Reconocer que, la psique, de manera inconsciente, busca, sabe y acepta la existencia de algo mayor a ella, al intelecto y, al propio Ego es algo fundamental para el camino de autorrealización. De no ser consciente de la Presencia de Dios, la psique estaría gobernada, como dice San Pablo, por el vientre. En la carta a los Filipenses, el apóstol escribe: “Porque muchos viven como enemigos de la cruz de Cristo; se lo he dicho a menudo y ahora se lo repito llorando. La perdición los espera; su Dios es el vientre, y se glorían de lo que deberían sentir vergüenza. No piensan más que en las cosas de la tierra”. Sin la función trascendente, la consciencia de una Presencia Mayor que nos abarca, la psique, en lugar de avanzar hacia la autorrealización, se pierde en sí misma.
La neurosis es definida como un patrón de conducta que se repite y altera las relaciones de un individuo consigo mismo y con el entorno. La neurosis refleja la lucha interior que un individuo sostiene consigo mismo. Unas veces, se ve obligado a ser él mismo y no quiere. Otras veces, quiere ser él mismo y no logra el objetivo. Todo esto se envuelve en aire de crisis existencial donde sale a la luz nuestra falta de madurez para resolver cuestiones como el sentido de la vida, la relación con nuestras limitaciones y la muerte. Todo lo anterior, hace que la insatisfacción se apodere de nuestra alma, de nuestras relaciones y del anhelo de vivir en comunión con Dios.
El alma está siempre orientada a la realización. Las actividades del alma siempre tienen una meta que alcanzar. El sufrimiento que alberga el alma corresponde a la dificultad para lograr sus objetivos. El alma se disgusta, no tanto por las acciones de los demás, sino por la frustración que experimenta al encontrarse con un obstáculo en el camino de su realización. En muchas ocasiones, la impotencia frente a las dificultades termina convirtiéndose en enfermedad. Mientras más se empeña el alma en vivir heroicamente más expuesta queda a la impotencia, a la debilidad y fragilidad. El alma se desconecta de Dios cuando renuncia a su vida para someterse a los dictados del Ego.
En psicología, se reconoce como psiconeurosis a un conflicto intrapsíquico originado por la represión de una necesidad profunda del alma. Al decir, intrapsíquico estamos haciendo referencia al mundo interno de una persona, a ese lugar sagrado donde sólo uno y Dios tienen acceso. Según Jung, el origen de la psiconeurosis está en el sufrimiento que el alma tiene porque aún no encuentra su sentido. El mismo Jung señala que, tanto el origen de la psiconeurosis como el camino de su curación se encuentra en la relación con lo Trascendente, en la experiencia religiosa o en el camino espiritual que hace posible la expansión de la consciencia; es decir, el autoconocimiento. El mayor obstáculo en este proceso proviene del desorden emocional causado por una experiencia que, por su carga emocional, hizo posible que la psique se escindiera para continuar adelante, para sobrevivir.
Ser dominados por la razón y por la evidencia científica es ahora la nueva ilusión que la mente creó. Ahora, nuestra mayor competencia consiste en demostrar nuestra superioridad sobre los demás, hace rato, nos olvidamos de ser personas íntegras, coherentes, respetuosas del orden que permite una sana convivencia. Hacer trampa, engañar y robar con la condición de no ser vistos ni descubiertos es el nuevo rostro del heroísmo. Al dejar a un lado nuestra relación con lo numinoso hemos conquistado la ilusión, como dice Jung, y liberamos la angustia, la ansiedad y nuestro narcicismo. Los dioses, dice Jung, llevan una vida ignominiosa entre las reliquias de nuestro pasado y mientras tanto nuestra alma vaga por el mundo de los ansiolíticos, antidepresivos, adicciones y, en algunas ocasiones, en el consumo de alguna sustancia que nos permita conectar con el mundo subterráneo donde habitan más nuestros monstruos que nuestros anhelos profundos.
Según Carl Gustav Jung, aquellas imágenes que, de un modo u otro, perturban nuestra psique tienen un carácter numinoso y, por esa razón, merecen nuestro interés y atención. Si vamos transformando esas imágenes, el alma se sana y puede emprender el camino hacia su destino con libertad y autenticidad. “Si estas imágenes o recuerdos aparecen en la vida adulta, pueden llegar a causar en ciertos casos perturbaciones psicológicas profundas, mientras que en otras personas pueden producir curaciones asombrosas o conversiones religiosas. A menudo recuperan un pedazo de vida que había estado perdido durante mucho tiempo, lo cual enriquece la vida de un individuo”. Trabajar sobre las imágenes internas con el objetivo de integrarlas en la vida y recuperar los contenidos perdidos que hay en ellas representa una gran riqueza para el despertar de la consciencia, para el autoconocimiento y el crecimiento espiritual.
Solo es posible hablar de la numinosidad de una imagen cuando aquello que se afirma, de alguna u otra manera, se ha experimentado. Lo contrario, se convierte en palabra vacía que, en lugar de aclarar, confunde. Las imágenes o arquetipos cargados de numinosidad psíquica dan dinamismo al alma. Los evangelios de este tiempo pascual, por ejemplo, insisten en la imagen del Jesús resucitado que, una y otra vez, le dice a los discípulos: “No teman, ustedes son enviados a perdonar los pecados”. Acto añadido, Jesús deja que sus discípulos toquen sus heridas y que Tomás, a quien más le cuesta creer, meta la mano en su costado abierto”. El encuentro con la numinosidad de la imagen permite que, como Tomás, podamos decir. ¡Señor mío y Dios mío! Podríamos decir que, las palabras de Jesús con las que concluye esta escena: ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Nos remite a la verdad de la Fe, no es el resultado de la experimentación, sino de la experiencia.
En un taller de constelaciones, una consultante manifiesta que nada de las cosas que hace fluyen, que todas sus expectativas, difícilmente, se cumplen. A medida que la constelación transcurre, va apareciendo el abuelo paterno. La consultante comienza a expresar que el corazón tiene una alegría inmensa, inexplicable, que la llena de fuerza. El cuerpo comienza a temblarle. La consultante se siente profundamente conmovida. Lo anterior, nos permite identificar que para la consultante, el encuentro con el abuelo tiene un carácter numinoso. Según Rudolf Otto, la emoción que surge de una experiencia numinosa tiene un valor que va más allá de lo racional y, sin embargo, epistemológicamente, permite una comprensión que ilumina la razón.
La psique sufre seriamente y se siente perturbada cuando renuncia a los valores morales y espirituales que han dado orden y estructura a la vida. Cuando esto sucede, la psique queda a merced de los acontecimientos instintivos que empiezan a formar parte de nuestra actividad psíquica consciente. Donde no hay orden, la vida no fluye. Los valores espirituales y morales sirven para que cada acontecimiento pueda ser integrado y cada instinto alcance su meta sin hacer daño. La consciencia busca autorregularse ante la cantidad de impulsos que provienen del inconsciente e intentan hacerse presentes en nuestra vida y actividad cotidiana. Para lograr esa autorregulación, la consciencia necesita contar con aquello que le da orden, estructura y significado a la vida; de lo contrario, se sumerge en la incertidumbre.
Toda controversia sobre la experiencia numinosa o religiosa proviene, generalmente, más del Yo interior que, del Yo exterior. Es decir, nuestras posturas ante lo espiritual, lo sagrado, lo religioso revelan mucho de lo que nos sucede internamente. Frente a una experiencia numinosa o mística lo que sale a flote, al mundo exterior, proviene de la experiencia personal subjetiva. Para Rudolf Otto tanto como para Jung, el ser humano es esencialmente religioso; es decir, en lo profundo de la psique existe una idea, arquetipo, deseo, acerca de la Algo Mayor a lo que se desea estar unido. La desconexión con nuestro mundo interior pone en riesgo nuestra salud mental.
San Pablo encontró el sentido de la vida como Mensajero del Señor, no como tejedor de lonas para tienda de campaña. Cristo resucitado es la experiencia que al tomar un lugar en la psique de san Pablo termina transformando radicalmente su vida, la percepción que tiene de sí mismo y, especialmente, de los valores que sustentan y dirigen su existencia. Las experiencias numinosas terminan haciendo que la realidad psíquica sea sana. La psicología profunda enseña que el ser humano necesita convicciones, valores, ideas generales que llenen de sentido la vida y permitan que sintamos, en lo más profundo, que tenemos un lugar en el mundo. Si esto no sucediera, con facilidad terminaríamos arrastrados por las corrientes negativas de la vida e intentando morir.
Dice Jung: “Tenemos tantas razones para la incertidumbre que sería mejor que reflexionáramos dos veces sobre lo que estamos haciendo”. Muchos presumimos de actuar con autonomía y de saber lo que estamos haciendo. De vez en cuando, nos enojamos cuando alguien, atrevido o no, pregunta sobre el origen de nuestras decisiones. Nadie actúa siempre de manera consciente. En nuestras decisiones, siempre hay una mezcla de sombra, complejo, temor, narcicismo, miedo, honestidad y voluntad de Dios. Al respecto, conviene tener presente las siguientes palabras de Carl Gustav Jung: “Es fácil creer que yo soy el señor de mi propia casa, pero no lo soy si no soy capaz de controlar mis emociones y estados de ánimo ni tomar consciencia de los innumerables caminos secretos por los que factores inconscientes se infiltran en nuestros planes y decisiones”.
El mundo interno del ser humano está organizado en imágenes. Estas imágenes contienen las partes exiliadas de nuestra psique, aquello que rechazamos ser. Así, cuando hacemos una visualización o ejercicio de conexión interior, podemos ver a un niño acurrucado, furioso, escondido. También podemos ver a un adolescente solitario, golpeado, luchando contra sus deseos de morir. Mientras más represión ejercemos sobre estas imágenes de nosotros mismos, más fuerza emocional o energética adquieren y más autónomas se vuelven con respecto al Yo y al Super Yo. Esas imágenes van a revelar lo inseguros, desprotegidos y amenazados que nos sentimos en un momento determinado.
Hay ciertos comportamientos en la vida que contradicen lo que somos y lo que anhelamos vivir. Para ocultarlos, las personas crean una máscara. Esta es una forma de disociación. De esta forma, nos sentimos a salvo del peso que produce vivir incoherentemente. Otra manera de ocultar lo que nos pesa, es la proyección. La manera más tosca, por decirlo de alguna manera, es la intromisión en la vida de los demás, no para ayudar y acompañar, sino para juzgar y condenar. La disociación no sólo nos protege del dolor que causa el trauma sino también del dolor que siente el alma cuando reconoce que la intentamos engañar haciéndole creer que somos una cosa, cuando en realidad, nuestro corazón y nuestros actos, dicen lo contrario.
En el evangelio de Juan, en el capítulo once, se narra la resurrección de Lázaro, el hermano de Marta y María. En aquella escena, vemos a Jesús dando la siguiente orden: ¡Quiten la losa! En el evangelio de Marcos, las mujeres que van de madrugada al sepulcro se preguntan: ¿quién nos quitará la losa? En el Evangelio de Mateo nos dice: “el ángel del Señor quitó la losa del sepulcro y se sentó sobre ella”. En el evangelio de Lucas y de Juan, cuando las mujeres llegan, la losa del sepulcro ya ha sido removida y, el sepulcro está vacío. La losa, al parecer, es el símbolo de aquello que, al separarnos de Dios, de Jesús, de nosotros mismos, nos hunde en el abismo más profundo.
En la tradición espiritual cristiana católica hoy se celebra el día de la soledad. Es el tiempo dedicado a contemplar el dolor de la Madre que pierde a su hijo, el dolor de la cultura que llora la muerte de los inocentes. El dolor de la pérdida. Hoy, es sábado de dolor. Una realidad del alma que, incómoda profundamente a una sociedad volcada al bienestar, a la felicidad y a la negación. La Sagrada Escritura, en varios textos, nos recuerda que Dios nunca es indiferente al dolor, ve el dolor y lo sana. El salmo 30 describe la realidad profunda del alma que sufre y siente la soledad, que el dolor produce en ella y también nos alienta a confiar porque el Señor no se quedará impasible.
Hoy, los creyentes católicos asistiremos a una escena bastante curiosa. El pueblo es invitado, por Poncio Pilato, a elegir entre Jesús y Barrabás. El primero, nos cuenta Flavio Josefo, historiador judío, pasó por la vida haciendo el bien: curando a los enfermos y consolando a los tristes. El segundo, es un reconocido ladrón y asesino. El pueblo elige la libertad de Barrabas y la condena a muerte de Jesús. Lo que sucedió es bastante extraño e incomprensible para la mente y el corazón que juzgan. De no ser así, Jesús no habría cumplido su destino y realizado su misión. Como el mismo Jesús lo afirma: “es necesario que así sucediera para que se revelara la Gloria de Dios”. Tenemos la tendencia a actuar, desde el campo psicológico, de acuerdo a la imagen internalizada de nuestros padres. Para el pueblo judío, así como lo mostró Freud, Dios es un Super Yo castigador, apegado a la norma y dispuesto siempre a condenar. Jesús fue condenado por blasfemo. El pueblo no pudo soportar, como tampoco la cultura actual, que Dios en lugar de ser un Super Yo, sea la fuerza interna que nos revela nuestra verdadera identidad.
Con frecuencia, muchas personas dicen estar viviendo experiencias donde no se sienten a gusto porque tienen la sensación de no ser ellas mismas. Muchos, llegan a creer que tienen problemas de ansiedad, depresión o dificultades con la relación; en realidad, dice Suzette Bon, estas personas están bajo los efectos de la disociación. El problema real es una crisis de identidad o del sentido del Yo. Nos disociamos para distanciarnos del dolor que, alguna experiencia del pasado produjo en nuestra alma. La disociación es la que nos hace sentir como si dentro de nosotros habitara alguien diferente, como si fuéramos otro Yo.
Hace algunos días, realizamos un taller de constelaciones familiares. Vino un hombre de avanzada edad, que manifestaba no conocer el amor a sus 70 años. “Nunca he sabido lo que es amar y ser amado”, dijo. Ha sido quizás, una de las constelaciones más difíciles que he realizado. Todo era difícil, nada se movía. El consultante estaba en una actitud totalmente escéptica. A cada pregunta respondía con un monosílabo: “¡no sé!”. Por un momento, llegué a pensar que estaba ante un paciente histérico, aquellos que van de un lado a otro destruyendo terapeutas y confirmando que, nada de lo que existe puede ayudarlos a superar el sufrimiento que tienen. Una persona en estas condiciones, es posible que haya experimentado un evento que, por la intensidad de la carga emocional que trajo consigo, hizo que el consultante prefiriera desconectarse de sus necesidades, de sus sentimientos y de los recuerdos como una forma de controlar el mundo.
La disociación es una forma de defenderse del impacto emocional que genera una experiencia traumática. Con el paso del tiempo, se convierte en la forma habitual de solucionar cualquier situación estresante que se produzca y que se relacione con el dolor de la experiencia original. La disociación es un mecanismo muy útil de defensa porque permite desconectarse de una emoción intolerable y, de manera especial, cuando no se cuenta con alguien que proteja o contenga. La emoción queda contenida y, en cualquier momento, puede generar una reacción desproporcionada y causar un dolor aún más grande.
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