Desde el primer día de este mes que, hoy termina, reflexionamos sobre la experiencia fundante. ¿Qué es una experiencia fundante? Es aquella experiencia personal que tiene la capacidad de convertirse en una convicción muy profunda que da sentido a la vida, a lo que somos y a lo que hacemos. Esa experiencia hunde sus raíces en los estratos más profundos de la afectividad dando orden a la vida y permitiendo que construyamos un nuevo modo de pensar, sentir, actuar y vivir que dan columna vertebral, estructura, a la existencia y a la vida cotidiana.
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El corazón es nuestra interioridad. Lo que guardamos en el corazón nos define, nos da una identidad que puede ser sana o traumática. El dolor no nos define, pero lo que hacemos con el dolor si puede darnos una identidad y configurar nuestra existencia de tal modo que, podemos creer que el dolor es nuestro destino. Para saber quiénes somos realmente, necesitamos descender a las profundidades del corazón. Sin un encuentro honesto con nosotros mismos nunca llegaremos a descubrir cuál es el tesoro que guardamos en nuestro interior y lo que podemos hacer con él.
Jesús, se presenta ante los discípulos, como la puerta que conduce a la vida verdadera. Lo anterior, significa que hay una vida falsa y, en consecuencia, la puerta por donde uno a traviesa para llegar a esa vida, también es falsa. Ambas vidas, tanto la verdadera como la falsa, se conocen por los frutos que cada una produce. La vida verdadera se alcanza cuando nos damos la oportunidad de conocernos a nosotros mismos, de conocer a Jesús y de conocer el orden que nos lleva al amor. El amor llena, lo que el orden abarca. A mayor orden afectivo, también mayor capacidad de amar. La vida falsa se alcanza, cuando dejamos que el desorden de nuestras pasiones inunde el alma y, también el corazón. A mayor caos en nuestra vida, también mayor capacidad de odiar, de vivir resentidos y aferrados al pasado.
En su interior, muchos llevan escrito el amor de Cristo como la Ley a la que someten su voluntad y todo su quehacer. Estas personas por donde pasan van dejando un buen olor y su presencia resulta agradable porque inspiran a vivir. Otros, en cambio, llevan inscrito en su corazón el dolor que no han logrado o querido superar. Por donde pasan también dejan el olor de aquello que los ha marcado. En sus relaciones, estas personas actúan haciendo sentir y experimentar a los demás lo que ellas han dejado fermentar en su corazón. Con razón dice Jung: “El que hiere, se hiere a sí mismo y, el que sana, se sana a sí mismo”. Damos a los demás aquello que nos inspira y sostiene en la vida.
Aquello que llevó grabado en el corazón se convertirá en nuestra consciencia. Lo que guardamos celosamente en el corazón, terminará convirtiéndose en la norma que guíe nuestros pasos. En realidad, nosotros vivimos y juzgamos a los demás conforme a la Ley que llevamos inscrita en lo más íntimo de nuestro ser. Ser conscientes de nuestra propia identidad es un acto profundamente íntimo que no sólo sirve de carta de presentación ante los demás, sino también, frente al mismo Dios. Dice un hombre santo: “No se aflijan por perder la paz interior. Más bien, esfuércense por caminar siempre en el amor de Cristo que, murió en la Cruz para que estemos libres del pecado, de la ley de esclavitud que llevamos en el corazón, para que caminemos libremente, como corresponde a la dignidad de hijo de Dios”.
Vivian Brougthon señala que, en el trauma de amor encontramos un corazón dividido. En el interior de la persona se libra una lucha entre el amor y el desamor. Una psique dividida corresponde también a una división de la vida y, por tanto, del objeto de amor. El Evangelio dice con claridad: “No se puede servir a dos señores porque se terminará amando a uno y odiando al otro”. Donde hay división, hay confusión y, también un dolor muy profundo. La división interna del corazón hace que la persona no sepa si está dando sentido a su vida o se está dirigiendo hacia el vacío.
San Juan, hablando sobre la identidad de Jesús, dice: “Vino la Luz al mundo”. Después, comenta: “El mundo rechazo la Luz porque prefirió vivir en tinieblas”; sin embargo, los que se atrevieron a recibir esa Luz descubrieron que eran Hijos de Dios. Estamos frente a un doble reto: conocer e integrar nuestra oscuridad y conocer a Jesús y dejar que su vida ilumine la nuestra. Las tinieblas en la Sagrada Escritura son la confusión, la desorientación, la falta de dirección en la vida y la perdición.
La puerta es el símbolo que representa el punto de acceso a una realidad diferente que, puede ser superior o inferior. Una vez que atravesamos la puerta, algo queda atrás y, algo aparece frente a nosotros. Al atravesar la puerta podemos pasar de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, del engaño a la verdad, etc. La puerta es el símbolo de la transición.
El alma, en muchas ocasiones, se queda atrapada en recuerdos, experiencias, palabras o eventos que, en lugar de ayudarle a crecer, terminan amenazando su integridad, su bienestar y su paz. Cada vez que Jesús encuentra una persona en estas condiciones, le tiende la mano y le dice: “A ti, me dirijo, levántate” o “A ti, te hablo, sal y déjalo en paz”. En la teoría del trauma, cuando una persona sufre porque no logra resolver el dolor que le produjo una experiencia abrumante, se dice: “has tenido que enfrentar algo doloroso, muy difícil para un niño, has estado aquí mucho tiempo, no podemos cambiar el pasado, lo intentaste y fracasaste, es hora de abandonar este lugar que tanto sufrimiento trae, hay una vida que espera por ti, ven caminemos hacia ella”.
Todos, de una manera u otra, vamos anhelando la vida eterna. Es decir, sabemos que vamos a morir. Es algo inevitable. En la medida, que asentimos a nuestra muerte, vivimos reconciliados con la vida. Vivimos en la medida, que nuestra vida tiene sentido. Morimos en la medida, que nuestra vida es vacía, sin sentido, tiranizada por el afán y el deseo de estar por encima de los demás. Algunos hacen daño a sus hermanos, acumulan riquezas y poder, se esclavizan al afán de consumir que despiertan sus sentidos, como si nunca fueran a morir. Vivimos para siempre en aquello que da sentido a nuestra vida y trae luz al mundo. Así, nos lo enseñó Jesús con su vida. Así, lo confirmó Dios con la resurrección de Cristo.
Jesús, dirigiéndose a quienes lo estaban escuchando, dice: “Yo soy el Pan de vida; el que viene a mí nunca tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”. Aprendí que la ley del deseo es la insatisfacción, nada te llena, siempre estás en tensión. En estas condiciones, no es extraño que el cansancio aparezca y, con él, también el vacío, la desesperanza y la renuncia al sentido de la vida.
Desde el primer día de su ministerio, Jesús encontró opositores que comenzaron a preocuparse por lo que hacía y empezaron a juntarse para encontrar la forma de matarlo. La luz siempre nace acompañada de la oscuridad. No hay luz sin oscuridad y no hay oscuridad sin luz. Nos dice el Evangelio que, “El primer día de la semana, cuando aún estaba oscuro, María fue al Sepulcro y lo encontró vacío”. Aunque la oscuridad pretenda sepultar la Luz nunca lo logra por completo. Aun en medio de la mayor oscuridad siempre hay luz.
Nicodemo se presenta en la casa donde esta Jesús y, después de una larga conversación, pregunta: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo ya viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Jesús respondió: En verdad, en verdad te digo que, el que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios”. Nacer del Espíritu está relacionado con el despertar de la consciencia. Sólo nace del Espíritu quien reconoce el verdadero fundamento de su identidad.
La misa o vigilia pascual es la celebración más hermosa y llena de significado que pueda tener la liturgia cristiana. Todo es vida en esa celebración. En medio de las tinieblas, brilla la luz. Una luz que nace de las ramas secas, de lo que ya ha sido separado del árbol y, en consecuencia, ha perdido la vitalidad y la vida. En ese momento, el fuego revela su doble polaridad, destruye lo seco y da vida a todo lo que está alrededor cubierto por la oscuridad, sometido a su poder. La Palabra nos recuerda que, así como un día, Dios rompió las cadenas de la esclavitud, de todo lo que amenaza la vida; ahora, en este momento destruye todo obstáculo para vivir plenamente en su presencia. La liturgia del Bautismo nos recuerda que, así como durante meses, nuestra vida se gestó en el vientre de nuestra madre donde tuvimos en el líquido amniótico nuestro principal sustento; ahora, nos sumergimos en las nuevas corrientes de la vida inaugurada por Cristo. Así, como un día el líquido amniótico preservo nuestra vida de la muerte; Cristo nos da la vida, la sustenta, la acompaña y la sana. Sumergidos en las corrientes del amor y la misericordia de Dios, la vida alcanza su plenitud.
El evangelio de Juan nos cuenta: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro”. En otro pasaje, hablando de la resurrección de Lázaro, Juan, de nuevo, narra: “Dijo Jesús: Quitad la piedra. Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: Señor, hiede ya, pues lleva cuatro días. Jesús le dijo: ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de donde el muerto había sido puesto”. Por su parte, Mateo nos da la siguiente versión: “Al día siguiente, es decir, el sábado, los jefes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a ver a Pilato, y le dijeron: Señor, recordamos que aquel mentiroso, cuando aún vivía, dijo que después de tres días iba a resucitar. Por eso, mande usted asegurar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos y roben el cuerpo, y después digan a la gente que ha resucitado. En tal caso, la última mentira sería peor que la primera. Pilato les dijo: Ahí tienen ustedes soldados de guardia. Vayan y aseguren el sepulcro lo mejor que puedan. Fueron, pues, y aseguraron el sepulcro poniendo un sello sobre la piedra que lo tapaba; y dejaron allí los soldados de guardia”.
Cuenta el Evangelio que, los discípulos, por miedo a los judíos, se encontraban en la casa con las puertas cerradas. Jesús entró y les dijo: “La paz esté con ustedes”. La casa es el símbolo del ser. Nuestra identidad, lo que somos, es la expresión de la acogida que le hemos dado a la vida y, también a nosotros mismos. Cuando estamos en guerra con nosotros mismos, a causa de nuestras divisiones y disociaciones internas, nuestra casa amenaza ruina. Las puertas simbolizan lo que puede entrar o salir de nuestra casa. Hay personas que, llenas de miedo, no permiten que el amor entre en sus vidas o salga de ellas hacia los demás. El miedo es una de las mayores corazas con las que el ser humano puede recubrir su existencia. El miedo patológico impide que el ser se manifieste.
Cuando Jesús pasa y llama a una persona a seguirlo también lo invita a morir a sí mismo. El que retiene la vida, el que se aferra a lo que siempre ha sido, termina desperdiciando la oportunidad de vivir de otra manera, de vivir auténticamente. Muchos prefieren la seguridad de lo que les resulta conocido, antes que atreverse a desnudarse, a despojarse de aquello que, aunque siendo valioso, no deja fluir y, mucho menos, ser.
La esperanza es un signo característico de la fe cristiana. Cuando se pierde la esperanza, la fe está amenazada. La esperanza, como enseña Jürgen Moltmann, evita considerar como una fatalidad lo que nos sucede. La persona que tiene esperanza, cuando algo impactante ocurre en su vida, en lugar de recurrir a la disociación para poderlo soportar, confía en la fuerza que tiene el alma para transformar todo lo que está marcado por el mal. La esperanza es la confianza que acompaña al que cree ayudándole a ver que, nada está por fuera del alcance del amor que todo lo abarca y lo transforma. Donde aparece el amor, la mirada compasiva, la posibilidad de ser destruidos por el mal es cada vez más mínima.
Mientras Jesús estaba con nosotros, el llamado de la vida consistía en acompañarlo, en dejarnos formar por Él, en ir a su lado hacia Jerusalén para ser testigos de su destino. En la Cruz, Jesús manifestará que las palabras que guiaron su vida: “Eres mi Hijo Amado” no eran una ilusión sino una realidad profunda. Después de la resurrección, seguir a Jesús es dejarnos acompañar por Él, reconocerlo en la fracción del Pan, abrir nuestro corazón para comprender nuestro destino a la Luz de las Escrituras, actuar bajo la guía y orientación de su Espíritu y así, hasta el final de nuestros días, donde se revelará el fruto de una vida centrada en Cristo.
Hay situaciones en la vida, donde si no hay un acto profundo de humildad, las cosas en lugar de mejorar, con toda seguridad, tenderán a empeorar y, serán muchos los que tengan que asumir las consecuencias, entre ellos, una buena cantidad de inocentes. Hay momentos en la vida, donde si queremos transformarnos, vivir sintiéndonos a gusto con la persona que somos, será necesario, un acto de renuncia, de abajamiento, a las percepciones, creencias, sentimientos y actitudes que, en lugar de ayudarnos a decirle Sí a la vida, nos detienen, paralizan y nos hacen sentir dominados y esclavizados por el Ego, la arrogancia, la vanidad o la ira. Nadie alcanza una nueva vida sí, primero, no se abaja.
En Nazaret, María pronunció la oración más bella que puedan pronunciar unos labios: “Hágase tu voluntad”. María es la persona que mejor sabe cómo se vive hasta el final el Fiat que pronunció en presencia del arcángel Gabriel. María no solo vive el Fiat sino que, también puede formar nuestro corazón para que, en todas las circunstancias de la vida, en las que las cosas van bien y en aquellas que nos cuestan asumir, el Fiat pueda ser pronunciado, vivido e integrado en el camino mismo de la propia vida.
La comprensión de nosotros mismos no depende de la opinión de otras personas. En muchas ocasiones, lo que los demás dicen de nosotros está permeado por sus propios complejos, temores o falsas expectativas. El amor se manifiesta en el esfuerzo por ver al otro como es, por descubrir la presencia de Dios en su vida y, de manera especial, por honrar su historia. En los talleres de Constelaciones Familiares he visto a hombres y mujeres valerse de la historia vivida de sus parejas para humillarlos e intentar destruirlos. Aquello que albergamos en nuestro corazón se convierte en la guía no sólo de lo que sentimos o pensamos, también de lo que somos capaces de decir y hacer. Hacernos cargo de nuestro dolor, es la manera más honesta de amar.
Nos dice el Evangelio: “Los que prendieron a Jesús le llevaron ante el Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos” (Mt 26, 57). Jesús está frente a los hombres piadosos de la sociedad. Entre ellos, se destaca Caifás, el sumo sacerdote. Escribe un autor anónimo: “Caifás es piadoso, cumplidor, tan perfecto… ¿Por qué Jesús era tan peligroso para él? Tipos extraños con pretensiones mesiánicas había muchos. De vez en cuando surgía alguno de esos personajes pintorescos que pronto pasaban al olvido. Pero Jesús era distinto. Amenazante porque cuando hablaba la gente se sentía tocada en lo más hondo. Amenazante porque el Dios que proponía no exigía una ley, no distinguía puros e impuros, hablaba de perdón y no de castigo. Caifás tuvo miedo. Miedo del cambio. Miedo de una verdad que haría tambalearse demasiadas cosas. Miedo de tener que mirar a la gente de igual a igual, y no desde arriba. Miedo de un Dios que no cupiese en los límites cómodos de un libro. Tal vez miedo de VIVIR… Y ante esa verdad desnuda y nueva, se rasgó las vestiduras escandalizado”.
Un joven fue a ver a un sabio cierto día y le preguntó: Señor, ¿Qué debo hacer para convertirme en un sabio? El sabio no contestó. El joven, después de haber repetido su pregunta cierto número de veces con parecido resultado, lo dejó y volvió al siguiente día con la misma demanda. No obtuvo tampoco contestación alguna y entonces volvió por tercera vez y repitió su pregunta: Señor, ¿Qué debo hacer para convertirme en un sabio? Finalmente el sabio lo atendió y se dirigió a un río que por allí corría. Entró en el agua llevando al joven de la mano. Cuando alcanzaron cierta profundidad, el sabio se apoyó en los hombros del joven y lo sumergió en el agua, a pesar de sus esfuerzos para desasirse de él. Al fin lo dejó salir, y cuando el joven hubo recuperado el aliento, el sabio interrogó: Hijo mío, cuando estabas bajo el agua, ¿Qué era lo que más deseabas? Sin vacilar contestó el joven: aire, quería aire. ¿No hubieras preferido mejor riquezas, placeres, poderes o amor? ¿No pensaste en ninguna de esas cosas? No señor, deseaba aire y solo pensaba en el aire que me faltaba -fue la inmediata respuesta. Entonces,-dijo el sabio- para convertirte en un sabio debes desear la sabiduría con la misma intensidad con la que deseabas el aire. Debes luchar por ella y excluir todo otro fin de tu vida. Debe ser tu sola y única aspiración, día y noche. Si buscas la sabiduría con ese fervor, seguramente te convertirás en un sabio.
La relación de Pedro con Jesús tiene cinco momentos muy particulares. El primero, Jesús sube a la barca de Pedro. Comienza a predicar y, después, Pedro conmovido le dice: ¡apártate de mí, que soy un pecador! Jesús le dice: ¡No temas!, desde ahora serás pescador de hombres. Pedro deja la redes y se convierte en discípulo. Ahora, está realizándose al lado de Aquel cuyas palabras atrapan a la gente y llenan su corazón de entusiasmo. El segundo momento es aquel, donde Pedro dice: ¡Tú eres el Cristo! Jesús responde: ¡Tú eres Pedro y, sobre tu fe estará cimentada mi iglesia!
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Una producción de Francisco Carmona para acompañar a quienes están en busca de su destino.
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