Hay situaciones en la vida, donde si no hay un acto profundo de humildad, las cosas en lugar de mejorar, con toda seguridad, tenderán a empeorar y, serán muchos los que tengan que asumir las consecuencias, entre ellos, una buena cantidad de inocentes. Hay momentos en la vida, donde si queremos transformarnos, vivir sintiéndonos a gusto con la persona que somos, será necesario, un acto de renuncia, de abajamiento, a las percepciones, creencias, sentimientos y actitudes que, en lugar de ayudarnos a decirle Sí a la vida, nos detienen, paralizan y nos hacen sentir dominados y esclavizados por el Ego, la arrogancia, la vanidad o la ira. Nadie alcanza una nueva vida sí, primero, no se abaja. Abajarse significa renunciar a todo aquello que impide nuestro fluir en la vida y alcanzar las metas que nos proponemos. A veces, puede ser el miedo el que inunda nuestra alma, la llena de arrogancia y nos esforzamos en hacer que los demás nos consideren valientes, arriesgados y decididos, cuando en realidad, en nuestro interior estamos al borde del colapso. También sucede, mucho más de lo que uno podría desear, que la máscara se vuelve tan rígida que nos hace entrar en pánico a la hora de arriesgarnos a tomar decisiones que pueden hacer que las expectativas de los demás se derrumben. La culpa que puede generar salir de los viejos patrones de conducta también puede hacer que, en lugar de actuar como corresponde a nuestra alma, nos aferremos al orgullo, a la soberbia y a la prepotencia.
La única forma de alcanzar una vida auténtica es, a través del abajamiento. La teología llama Kénosis a la actitud que Jesús asume con su vida. Dice el apóstol san Pablo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se dedicó a servir como uno de tantos”. El abajamiento significa dedicarse a la realización, con generosidad y entrega, de aquello que deseamos construir y vivir. Para lograrlo, necesitamos asentir a la vida como es y a los demás como son. Recordemos que, nunca encontraremos las condiciones perfectas para vivir. Pero, podemos vivir perfectamente aunque las circunstancias resulten adversas. Karl Barth, teólogo, señala: “Si antes dijimos que quien se abaja es el Hijo de Dios, y por tanto Dios mismo, ahora debemos hacer hincapié en que el exaltado y destinado a la vida es el hombre. En Jesucristo, el ser humano queda exaltado y destinado para la vida; para eso lo ha liberado Dios en la muerte de Jesucristo". Pues bien, Dios no retiene su condición divina; al contrario, se despoja de ella, para revelarnos que nosotros estamos destinados a la vida verdadera. A esa vida que se encuentra cuando somos capaces de salir de las trampas que la mente y el Ego tejen para mantenernos desconectados de nuestra esencia divina. Jesús nos revela la necesidad de despojarnos de nuestra condición humana; es decir, de todo aquello que nos arrastra hacia el rencor, el afán de estar por encima de los demás, al temor a reconocer y acoger nuestra vulnerabilidad, etc. Hay momentos en los que sentimos que la vida nos llama a construir algo o entregarnos con generosidad a algo que ya viene germinando pero que, por falta de generosidad e interés no toma la fuerza que necesita para crecer como la vida lo requiere. Al respecto, las siguientes palabras de Joan Garriga resultan oportunas: “En mi opinión, buscamos con demasiada compulsión lo que consideramos agradable, o nos alejamos con excesiva vehemencia de lo que nos resulta desagradable. Mi propuesta va mucho más allá: agradable/ desagradable no es el criterio fundamental, lo que cuenta es nuestra capacidad de acoger todas las experiencias”. Algo que sólo sucede, si estamos dispuestos a abajarnos, a reconocernos humildes y a expresar con actos nuestra voluntad de entrega. La resurrección no es más que la experiencia de una vida que se entrega al amor y experimenta la fuerza que este tiene para transformar todo lo que entra en su campo de resonancia. Pensar en Dios no es otra cosa que pensar en una vida realizada en el amor, el servicio y la entrega. Pensar en el mal es conectar con la destrucción, el sufrimiento causado por la dureza de corazón, el egoísmo y el deseo de hacer prevalecer por encima de los demás el bien propio. Cuando deseamos ver la plenitud de Dios decimos que, es la Luz que guía nuestros pasos, como lo hace el sol, desde las sombras de la muerte a la claridad del amor que, es su luz. Lo anterior, nos recuerda que Dios es cercanía, intimidad, confianza, acogida y reconciliación. Dios desea, ante todo, que podamos vivir plenamente. Eso es resucitar. Teresa Ried, hablando de la resurrección de Jesús, escribe: “Esto demanda coraje y determinación para resistir la tentación y soltarnos de todas las seguridades y máscaras que nos han cubierto hasta ahora y ser capaces de morir al ego. A continuación, propongo un breve itinerario del proceso de resurrección: Identificarse con Jesús: el primer paso para adquirir la fuerza necesaria para atravesar la pasión y la muerte y alcanzar la resurrección es tomar conciencia de todo lo bueno que existe en nosotros, permitiéndonos sintonizar con el modo de ser del Señor. Ya sea nuestra alegría, creatividad, capacidad de escucha, sabiduría, resiliencia, sencillez, apertura, bondad, inteligencia, asertividad o cualquier don que poseamos, debemos reconocerlo como una manifestación de nuestra unicidad y singularidad creada por Dios. Resignificar todo lo que somos: como seres humanos, experimentamos dolor, vergüenza, culpa, rabia y otras emociones difíciles que a menudo tratamos de evitar o esconder. Jesús, aunque no pecó, vivió todas estas emociones como consecuencia del mundo en el que se encarnó, y nos invita a “hermanarnos” con todo aquello que nos cuesta. Solo así podremos redimir, sanar, integrar y desarrollar todo el potencial que estas áreas oscuras pueden ofrecernos. Despojarse: una vez que hemos reconocido nuestras luces y sombras, y hemos afirmado nuestra valía, podemos examinar los afectos desordenados que nos alejan de ser más plenamente hijos e hijas de Dios. Tal vez debamos soltar modos de ser dependientes y tóxicos, deshacernos de imágenes que nos esclavizan, vínculos que nos enferman, adicciones que nos paralizan y otros nudos que nos atan a la tierra y nos impiden disfrutar de la libertad del cielo. Sin embargo, el despojo solo es posible si lo hacemos por un bien mayor: el amor a Dios, encarnado en un sano amor propio y hacia los demás. Resucitar: Jesús, al estar muerto, debe haber experimentado una fuerza indescriptible de amor del Padre que lo volvió a la vida. Debe haber sido como un electroshock multiplicado por el infinito de energía amorosa lo que lo despertó. Nosotros, en menor medida pero igualmente evidente, hemos recibido “portales de amor de Dios” a lo largo de la vida, a través de personas, lugares, cosas y vivencias que nos han hecho sentir profundamente amados. Recordar estos momentos nos permite revivir la certeza de que somos amados incondicionalmente por Dios, más allá del tiempo y del espacio. Padre, me pongo delante de ti, con todo lo que soy. Tócame, ilumíname, guíame. Quiero, deseo y es mi determinación entregarme al servicio y alabanza de tu Reino para hacerlo crecer. Quiero asumir las consecuencias que me pueda traer. Por eso te ofrezco mi confusión, mi miedo, mi cansancio, mi dolor sabiendo que sólo Tú podrás transformarlos. ¡Aquí estoy! Confío en Ti (Blanca Pinedo)Francisco Carmona
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