Nos podemos ver envueltos por los asuntos no resueltos o sueños frustrados de alguno de nuestros padres, por las dinámicas que marcaron la relación de pareja de nuestros padres o por los acontecimientos dolorosos que cambiaron el rumbo de la familia apartándola del proyecto original o sumergiéndola en la más profunda desconexión o disociación. Con razón la psicología profunda y, las Constelaciones Familiares sistémicas, nos invitan a individuarnos, a ser nosotros mismos, a salir del sistema, a hacernos cargo de nuestro destino. Si nos descuidamos, el suelo donde la vida nos plantó puede terminar ahogándonos. Cuando leo la parábola del sembrador, pienso en la vida de cada, como si fuera la semilla que cayó al pie del camino, la que fue ahogada por otros árboles y, finalmente, los que asumieron la tarea de dar fruto. Dice Bert Hellinger: "La familia tiene una memoria. Lo que de ella sale a la luz es un regalo para nosotros". Una vez visitó un cristiano a un maestro Zen y le dijo: Permíteme que te lea algunas frases del Sermón de la Montaña. Las escucharé con mucho gusto, replicó el maestro. El cristiano leyó unas cuantas frases y se le quedó mirando. El maestro sonrió y dijo: Quienquiera que fuese el que dijo esas palabras, ciertamente fue un hombre iluminado. Esto agradó al cristiano, que siguió leyendo. El maestro le interrumpió y le dijo: Al hombre que pronunció esas palabras podría realmente llamársele Salvador de la humanidad. El cristiano estaba entusiasmado y siguió leyendo hasta el final. Entonces dijo el maestro. Ese sermón fue pronunciado por un hombre que irradiaba divinidad. La alegría del cristiano no tenía límites. Se marchó decidido a regresar otro día y convencer al maestro Zen de que debería hacerse cristiano. Al regresar a su casa, se encontró con Cristo, que estaba sentado junto al camino. ¡Señor, – le dijo entusiasmado. He conseguido que aquel hombre confiese que eres divino! Jesús se sonrió y dijo: ¿Y qué has conseguido sino hacer que se hinche tu ‘ego’ cristiano?
El alma familiar está relacionada con el cuidado. La familia muchas veces ignora que es lo que esta cuidando. Allí, donde esta tu tesoro, también está el corazón. El corazón es el símbolo de aquello que es fundamental y, por lo tanto, requiere nuestra atención. Cuidamos aquello que atrae nuestra atención porque ahí se siente que está lo valioso. Muchas veces, se deja de cuidar lo fundamental porque hay otras cosas, que sin darle orden y estructura a la vida, terminan haciéndonos creer que, podemos tomar de ellas la fuerza necesaria para vivir y construir el sentido de la vida. El tesoro que custodia el corazón puede ser una disputa entre nuestros padres o un dolor que nadie quiere reconocer o hablar de él. Sin conexión con el cuidado, el alma enferma y, sin claridad, sobre lo que se está cuidando, el alma sufre enormemente. Muchas veces, lo que se cuida no es la familia, sino la propia zona de confort. Muchas veces, terminamos abrazados a cosas que no nos pertenecen y, que en lugar de ayudarnos a crecer y expandir el alma, terminan contrayéndonos, arrastrándonos hacia la oscuridad y, finalmente, hacia el frío de una vida que, parece más bien un campo estéril que una vida florecida y abundante. Los conflictos familiares revelan que es lo que el alma familiar custodia. En Constelaciones Familiares Sistémicas vimos a una familia dividida por el cuidado del anciano padre. Es curioso descubrir que, la dinámica que marco la relación de la pareja fue la desvalorización. Para la mujer el hombre era un ambicioso y, para el hombre, la mujer era alguien que no lo dejó crecer y alcanzar las metas que tenía en su vida. La palabra ambición cobró tanta fuerza en el alma familiar que, con respecto al dinero, se generaron dinámicas muy curiosas: unos tienen dinero y lo esconden. Otros, tienen dinero y lo derrochan. También están los que gana buen dinero, pero no lo disfrutan porque tienen deudas enormes. Están los que no se interesan por el dinero y son sostenidos por los demás. Todos, de una forma u otra, se cuidan de disfrutar del dinero porque creen que así, nadie los llamará ambiciosos. Podemos formularnos las siguientes preguntas: ¿Cómo seguir siendo nosotros cuando las cosas se ponen difíciles? ¿Cómo conseguir que la afectividad no sea repulsiva? ¿Cómo mantener la esencia de lo que somos en un mundo empeñado en deconstruir lo que existe y en relativizar el amor? ¿Cómo mantener el amor en Dios cuando hay tantas cosas que nos hacen creer que, para vivir plenamente podemos prescindir del fundamento trascendente de la vida? Sin darnos cuenta, podemos abandonar nuestro lugar en la vida, ser nosotros mismos, para convertirnos en los héroes de un sistema familiar ataviado con muchas historias, sueños y dinámicas que, si bien acompañaron nuestra llegada a la vida, le pertenecen a sus gestores y actores principales. Ninguno está obligado a renunciar a su propia vida, para vivir la vida no resuelta de sus padres. La disociación es una de las formas que tiene el alma para enfrentar la crisis y el dolor que siente cuando ve que, la familia está envuelta en un espiral de problemas que parecen no tener fin. Generalmente, las personas promotoras del conflicto son quienes más disociadas se encuentran; de que otra manera, se podría comprender que, personas buenas actúen con rencor, de manera egoísta y con acciones destructivas en contra de la integridad moral y psicológica de sus hermanos. En la medida que se alimente la disociación, las personas logran mantener las actitudes que alimentan el conflicto y lo mantienen activo. Lo curioso es que, cuando las personas regresan al contacto íntimo consigo mismas, se dan cuenta que, no sólo han estado librando batallas propias sino también ajenas, aquello que el sistema, en su momento, no logró integrar y resolver. Escribe Inés Ordoñez: “Vivimos fuera de nosotros mismos, aturdidos por dentro y por fuera, disociados de lo que pensamos, decimos, sentimos o hacemos”. La división interna nos incapacita para ver la realidad como es y a los demás como son. La tensión permanente a la que el alma está sometida por el dolor que no logramos curar hace que seamos incapaces de disfrutar la vida y vivirla integra y plenamente. Cuando nos disociamos caemos en el olvido de nosotros mismos y desconectados de lo que, realmente le da sentido a la vida. En la medida que la disociación es más profunda, la salida de la crisis se hace más difícil. Sólo cuando volvemos a estar presentes podemos prestar atención al corazón y a la invitación que, día a día, el Señor nos hace para vivir y permanecer en su amor. Los frutos que damos revelan donde tiene puesta su morada el alma, en Dios o en nuestro egoísmo. En un taller de Constelaciones Familiares Sistémicas, vimos como la imagen mental de la madre buena, aquella que construimos, cuando aparece el reclamo a nuestros padres, porque consideramos que aquello que nos dieron, fue insuficiente, tiranizaba el alma de un joven hasta arrastrarlo a la drogadicción, la insatisfacción constante y, a un estilo de vida que resultaba poco aceptable para todo el entorno. Cuando el joven comienza a ver la madre real, aquella que trabajaba para satisfacer sus necesidades básicas, que lo dejaba al cuidado de personas que le brindaban seguridad y protección, la que cuidaba de él en los momentos de enfermedad y que siempre iba a la escuela y lo apoyaba en todas sus actividades, la vida comenzó a fluir y a prosperar. La disociación nos lleva a un mundo ideal que contrasta seriamente con el mundo real. Cuando estamos presentes en el mundo real, todo cambia y la oscuridad se transforma. ¿Seré yo, Maestro, quien afirme o quien niegue? ¿Seré quién te venda por treinta monedas o seguiré a tu lado con las manos vacías? ¿Pasaré alegremente del hosanna al crucifícalo, o mi voz cantará tu evangelio? ¿Seré de los que tiran la piedra o de los que tocan la herida? ¿Seré levita, indiferente al herido del camino, o samaritano conmovido por su dolor? ¿Seré espectador o testigo? ¿Me lavaré las manos para no implicarme, o me las ensuciaré en el contacto con el mundo? ¿Seré quien se rasga las vestiduras y señala culpables, o un buscador humilde de la verdad? (José María Rodríguez Olaizola, sj) Francisco Carmona
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