La mujer samaritana es religiosa. En su corazón anhela una relación con Dios. Esta se ve impedida por los esfuerzos y fracasos en las relaciones de pareja. seguramente, está cansada de los juicios de la gente de alrededor. “La mujer contestó: Señor, veo que eres profeta. Nuestros padres siempre vinieron a este cerro para adorar a Dios y ustedes, los judíos, ¿no dicen que Jerusalén es el lugar en que se debe adorar a Dios? Jesús le dijo: Créeme, mujer: llega la hora en que ustedes adorarán al Padre, pero ya no será en este cerro o en Jerusalén” (Juan 4, 19-21). Para Jesús es importante que, en la relación con Dios haya disposición de ver nuestra verdad, la que habita en nuestro interior y, que por momentos, nos hace vivir alejados de los demás porque nos asusta. Dice Anselm Grun: “A Dios sólo se le puede adorar con una disposición del alma auténtica y honesta con respecto a la aceptación de uno mismo”. Lo que le sucedió a una mujer demasiado perfecta. Érase una mujer conocida por su perfección. Un día decidió que ya era tiempo de casarse y como era un ser tan perfecto, pensó que se merecía al hombre más perfecto. A todos los hombres que conocía los descartaba por ser demasiado altos o demasiado bajos, demasiado listos o demasiado tontos, demasiado fuertes o demasiado débiles...Así fueron pasando los años y cuando la mujer pareció encontrar a su hombre perfecto, éste la rechazó porque ella era demasiado vieja.
Sólo hay una forma auténtica de adorar a Dios o de rendirle culto. Esta forma consiste en la aceptación interna de lo que somos y la apertura de corazón. Jesús actúa sin prejuicio frente a la mujer samaritana. Jesús sabe que, por alguna razón, la vida afectiva de esta mujer no encuentra paz. Tengamos presente que, Dios está por encima de todas las cosas. Lo anterior significa que, Dios se alza por encima de cualquier interés personal o ideología. Nos corresponde la tarea de mantener puros el corazón y las manos. Quien así procede, da cuenta de que su vida está dirigida por algo más Grande, por el amor. Sabemos que, donde hay amor, la vida crece y se expande. Un corazón que ha encontrado la profundidad en sí mismo, se abre, con mayor facilidad, al encuentro con Dios. Ahora, tengamos presente que, es muy fácil quedarse en la superficialidad, la máscara y la hipocresía. Así, podemos terminar alejando a Dios de nuestra vida. La hipocresía, enseña el Papa Francisco, es el lenguaje del mal que entró en el corazón y puso su morada en él. En la lucha por el poder, la hipocresía siempre mata. De nuevo, dice el Papa: “Tendríamos que aprender a sentirnos responsables del mal que albergamos en el corazón y del amor que rechazamos por mantener la hipocresía, la imagen ante los demás de seres buenos, llenos de amor, cuando en realidad, estamos llenos de un dolor que nos resistimos a aceptar y, a transformar”. Cuando somos capaces de reconocer el mal que sembramos, a causa de nuestras ceguera, de la incapacidad de vernos como realmente somos, podemos decir a Dios: “¡Mira cómo estoy, por favor sáname!” La insatisfacción puede llegar a generar graves conflictos al interior de una familia. Cuando no somos capaces de agradecer la vida, como ha sido hasta el momento presente, empezamos a desvalorizar a los padres, a los hermanos, a los amigos, al trabajo. En la historia de cada uno existen cosas que no son fáciles de aceptar, de comprender y, en algunas ocasiones, de transformar. Un insatisfecho tiene muchas dificultades para hacerse cargo de su propia vida, siente que algo falta y, curiosamente, se dice así mismo que no tiene nada que ver con él. La persona satisfecha es aquella que aprende a vivir en consonancia con la vida, la acepta como es y, sabe que si algo hace falta, es su responsabilidad conseguirlo. Hoy, se hacen grandes esfuerzos para negar el sufrimiento, para negar que cada uno, según su destino, tiene una cruz propia que le corresponde abrazar y caminar con ella. Esta mal andar buscando cruces. Cuando nos encontramos con la cruz y la abrazamos, empieza a surgir en nuestro interior una fuerza que convierte nuestra vida en algo agradable para nosotros y para los que conviven con nosotros. Una mujer enviuda y se encuentra con que tiene que administrar +una finca que le deja su esposo. En lugar de pensar en venderla y sentirse sin fuerzas para trabajar en esta área totalmente desconocida para ella, decide aprender y aceptar que, ahora administra una finca de donde viene su sustento. A medida, que abraza la cruz, esta mujer transmite ganas y deseos de vivir. Siempre podemos dejarnos formar por la vida en aquellos aspectos que son desconocidos para nosotros. Escribe Anselm Grun: “En los últimos veinticinco años de su vida, mi madre sólo tuvo un tres por ciento de visión. Había perdido a su esposo cuando tenía sesenta y un años. Pero en la vejez brilló de satisfacción. Aceptó la vida como se presentó. Cuando se le preguntaba cómo le iba, respondía: estoy satisfecha. Se había reconciliado con la enfermedad y había intentado sacar lo mejor de ella. Conservo los rituales que le daban seguridad. Le gustaba conversar con las personas y se alegraba cuando les podía regalar un poco de ganas de vivir” Muchas personas ancianas, a pesar de sus limitaciones y evidente deterioro, no se obsesionan, sino que centran la atención en lo que aún pueden hacer. En la vida, hemos deseado tener muchas cosas: una buena relación de pareja, una familia, éxito profesional y económico, etc. A veces, es posible alcanzar estas metas; otras veces, las cosas no se dan. Hay personas que deciden amargarse. También están las que aceptan las cosas como se dieron y continúan con la vida para adelante, no se detienen. La satisfacción no depende de las cosas que hayamos vivido o adquirido, sino de la manera como ven e interpretan su vida. Jesús nos pone en contacto con lo más profundo de nuestro ser y nos ayuda a mirar la vida con agradecimiento y con humildad. Quien mira la vida con agradecimiento, termina satisfecho. Quien lo hace desde el reproche, termina lleno de amargura y, sin darse cuenta, con el pozo seco. ¡Tengo sed, sed ardiente! –dije a la maga–, y ella me ofreció de sus néctares. ¡Eso no: me empalaga! Luego, una rara fruta, con sus dedos de maga, exprimió en una copa clara como una estrella; y un brillo de rubíes hubo en la copa bella. Yo probé. –Es dulce, dulce. ¡Hay días que me halaga tanta miel, pero hoy me repugna, me estraga! Vi pasar por los ojos del hada una centella. Y por un verde valle perfumado–. Yo ardía, mi pecho era una fragua. Bebí, bebí, bebí la linfa cristalina... ¡Oh, frescura! ¡Oh, pureza! ¡Oh, sensación divina! –Gracias, maga, ¡y bendita la limpidez del agua! (Delmira Augustini) Francisco Carmona
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