Cuando Carl Gustav Jung habla de la espiritualidad señala que, a través de ella, podemos integrar las partes disociadas, débiles y fragmentadas de nuestra psique. El objetivo del proceso terapéutico es, según Jung, la individuación, que se logra a través de la integración de los opuestos, entre los cuales se mueve la psique. También Jung señala que, las personas psicóticas y esquizofrénicas que encontró en el hospital de Burgholzl, antes de enfermar, habían sido personas que tenían fe, al abandonarla, habían caído en la oscuridad del alma. Sólo cuando habían recuperado la fe, de una manera distinta a la que tenían antes de enfermar, habían sanado. El componente esencial, de esta nueva relación con Dios, daba espacio a la meditación, a la contemplación, a la oración del corazón, entre otras, prácticas que han estado presentes desde el origen de la tradición espiritual; sobre todo, cristiana y, que fueron abandonadas por abrazar una fe sustentada en lo estrictamente racional. Cuando hacemos un acercamiento a la fe que, nos propone el Nuevo Testamento, encontramos un movimiento, a veces dramático, entre la vida antes de conocer y abrazar a Cristo y, después de hacerlo. Para san Pedro y Pablo, ese paso es como pasar de la muerte a la vida. En palabras nuestras, pasar del estado de inconsciencia a la consciencia, del sueño a la vigilia, del hombre viejo al hombre nuevo, del corazón de piedra al corazón de carne, de la disociación a la integración. La fe acerca al ser humano a una realidad de sí mismo desconocida e inexplorada, precisamente, por la ausencia de la fe, del conocimiento interno, ahora ya no de nosotros, sino del Cristo que vive en el corazón de cada uno, como lo nombra san Pablo.
El ser humano alcanza el conocimiento interno del Cristo interior a través de la total disposición de su vida ante Dios. Esta es una actitud que sólo se alcanza, especialmente, por medio de la contemplación, la meditación y la oración del corazón. La vida interior, aquella que nos revela nuestra identidad profunda, aquello que somos ante Dios, nos permite reconciliar en nosotros lo que está separado por el dolor, la visión distorsionada de la vida y la desconexión. En la contemplación estamos ante Dios como realmente somos, despojados de juicios, condenas, reproches, etiquetas y sentimientos que, en lugar de liberarnos, nos esclavizan porque nos mantienen atados, no sólo a ellos, sino también, al sufrimiento y a las pasiones desordenadas. Al bajar de la terraza de su casa, donde acababa de hacer la siesta, Nasrudín da un traspiés al pisar un escalón y rueda escaleras abajo. Pero ¿qué pasa?, le grita su mujer que, desde la cocina, ha oído el ruido de su caída. Nada importante, responde Nasrudín, poniéndose en pie como puede. Ha sido mi abrigo que se ha caído por la escalera. ¿Tu abrigo?.. pero ¿y ese ruido? El ruido ha sido porque yo iba dentro. En un momento particular de su vida, Teilhard de Chardin escribe: “Para estar totalmente a gusto, para ser completamente feliz, necesitaba saber que existe algo esencial de lo cual todo lo demás no es sino un accesorio, o bien un ornamento”. Cuando escucho a las personas quejarse del agotamiento que sienten frente a la vida y los deseos de morir que los acompaña; de inmediato, recuerdo aquellas constelaciones en las que trabajando este mismo síntoma, se revela el anhelo que el alma tiene de sentirse unida a Dios. La desesperanza como también puede llamarse al cansancio por la vida, no es otra cosa, que la manifestación, de lo que el poeta Heinrich Heine describe en sus versos: “No me resigno a que la última melodía que escuche sean las paletadas de tierra que alguien arroje sobre mis despojos”. ¿Será que un puñado de tierra, ahogará mis preguntas? ¿Será el puñado de tierra, la respuesta a mí sed infinita de un amor que nos trascienda? El alma, aunque nos cueste creerlo, añora la Presencia de Algo más grande, en lo cual reconocerse sostenida, amada, reconciliada y transformada. Cuando nos entregamos a la contemplación, como parte del camino espiritual que recorremos, la esperanza se fortalece y el desánimo cede su lugar a la vida. La tradición judeocristiana, nos recuerda, una y otra vez lo siguiente: “¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me voy a angustiar? En Dios pondré mi esperanza y todavía lo alabaré. ¡Él es mi Salvador y mi Dios! (Salmo 42, 5ss) “Sólo en Dios halla descanso mi alma; de él viene mi esperanza” (Salmo 62,5) “De hecho, todo lo que se escribió en el pasado se escribió para enseñarnos, a fin de que, alentados por las Escrituras, perseveremos en mantener nuestra esperanza” (Romanos 15,4) “Con tal de que se mantengan firmes en la fe, bien cimentados y estables, sin abandonar la esperanza que ofrece el evangelio. Éste es el evangelio que ustedes oyeron y que ha sido proclamado en toda la creación debajo del cielo” (Colosenses 1, 23) El que vive sin conexión con Algo más grande, termina arrastrado por las corrientes y fuerzas negativas de la vida; esas que amenazan con destruirnos, al arrebatarnos el sentido de la existencia. Uno de los caminos que, el ser humano atrapado en el afán de producir, ser feliz y acumular la mayor cantidad de bienes y dinero posible, como imagen de una vida realizada y exitosa, consiste en encontrar el camino que lo lleve del vacío existencial, en el que se encuentra inmerso, a la plenitud de vida con sentido. Allí, donde la gente se encuentra herida psíquica y sociológicamente, como dice Joao Frazao, se necesita algo más que el deseo de curar las heridas. Según Joao Frazao es necesario crear una comunidad de vida y sabiduría donde la contemplación sea la fuerza que alimente la vida cotidiana de sus miembros a fin de poder crecer en medio de la crisis y ser portadores de luz y de esperanza en medio de la confusión. Necesitamos, dice Frazao, construir espacios de los que podamos sacar valor e inspiración para continuar el viaje y asumir nuevos desafíos que hagan fecunda la vida. Donde la vida amenaza con naufragar, porque la disociación o desconexión se hace cada vez más fuerte e intensa, se vuelve necesaria la fe, no como adhesión a dogmas y doctrinas, sino como aceptación de la vida como es y, como camino para construir una identidad sólida, desde la cual, podemos llevar a los que sufren, a los que han perdido la esperanza, a los que el dolor les ha desfigurado el rostro el anhelo de una vida plena realizada en comunión con Dios, con la Fuente misma de la vida. La fe es la fuerza que nos conduce desde lo precario, lo humillado y desfigurado hacia lo reconstruido, reconciliado, sanado y amado. En la fe, todo lo que está destruido y deformado encuentra la forma amorosa que, realmente le corresponde. Para Dios, no existen finales trágicas porque estas, según su corazón, no son las verdaderas finales. Parece que la pobreza más profunda, la descubrimos en el amor más auténtico. El agradecimiento y la impotencia, que nos nace al contemplar los rostros, de aquellos, por quienes nos descubrimos amados y, que nos revelan que el Reino es humilde y pobre. Ese algo hacia donde parece converger , todo el deseo de lo infinito, ese algo que desata la sed más profunda y apunta hacia la fuente verdadera que, paradójicamente es humilde y pobre. Las personas en las que se descubre un camino más auténtico hacia la luz y la verdad del amor, son por dentro errantes, pequeñas, frágiles y fuertemente heridas. Ellas muestran abiertamente algo de impotencia, debilidad, ignorancia, incoherencia en su caminar. Y Tú has elegido esa pobreza, Tú has elegido ese modo de ser para mostrar lo más divino de tu amor. Gracias por elegir la pobreza (Fran Delgado sj) Francisco Javier Carmona
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